N° 142 - De Vuelta al Hogar Tuve la suerte de nacer en el campo, Jocolí Viejo, de una provincia todavía colonial con numerosos inmigrantes europeos que cultivaban las tradiciones del hogar, casa, huerta y gallinero, frutales, canales de riego, animales domésticos. Cuando nos mudamos a un suburbio de Mendoza porque entramos en la edad escolar, en las vacaciones de dos meses, enero y febrero, estábamos en la casa de los tíos de ese distrito rural, entre viñedos, campos de alfalfa, montes frutales, arboledas, vacas y caballos de labranza, sin electricidad ni radio para escuchar noticias y música. Nos acostábamos temprano y aprendí a desplazarme en la oscuridad jugando con mis hermanos y primos. El resto del año, rigurosa escuela de diez meses corridos, incluidos los sábados. No había feriados; las fechas patrias se cumplían en la escuela con clases alusivas y actos culturales en los que todos los alumnos participaban. Asistíamos a la escuela distante unas 15 cuadras sin acompañantes, en grupos familiares. Las maestras enseñaban y teníamos un libro de lectura personal que llevábamos en la maleta. La primera clase de 45 minutos era lectura en el libro, uno por uno al frente, correctamente parados firmes; la maestra corregía. Todavía recuerdo algunas páginas de Tolstoi, Sarmiento, Miguel Cané, Edmundo Damicis y otros. La segunda clase era aritmética aprendiendo a sumar, restar y las tablas de multiplicación que se estudiaban de memoria. La tercera clase era de historia y geografía y la cuarta dedicada a ciencias naturales. Practicábamos caligrafía y dibujo y la ortografía era corregida en todos los cuadernos. No existían comedores escolares ni alfajores a la entrada; la escuela entregaba a cada chico un sandwich de pan alemán con jamón envuelto en papel manteca. Las palabras groseras se sancionaban severamente y no se llamaba nunca a los padres. La escuela era un asunto de la maestra y sus alumnos y entre ellos resolvían los problemas. No eran graves porque la escuela era disciplinada en los horarios, el comportamiento de las maestras con los alumnos y entre ellas, la presencia de la directora observando las clases. Una sola maestra para cada grado dictando todas las materias; no había clases de gimnasia, sino juegos en los recreos. Deberes escritos para la casa todos los días. En aquélla época, década del 30, los sueldos docentes eran superiores al de los empleados públicos y comercio, y les alcanzaba para mantener un hogar. En Mendoza había una única Escuela Normal que fundó Sarmiento en el siglo XIX. Allí estudié cuando terminé la primaria. Cuando nos mudamos a la ciudad nuevamente fuimos afortunados: una casa grande con galerías, parrales y jardín, calles de tierra y acequias por donde corría el agua para regar las arboledas de las calles, un foco de luz en cada esquina, muchas huertas vecinas con frutales, ninguna vigilancia policial ni automóviles, algunos vendedores ambulantes ofrecían leche, verduras, leña y carbón para la cocina en carros tirados por un caballo. El pan se cocinaba en un horno de barro todas las semanas. Cuando terminábamos de almorzar la familia reunida y cada uno en su lugar, comentando las novedades de la escuela, hacíamos los deberes rápido y luego toda la tarde para jugar. En aquella época conocíamos cientos de juegos y los juguetes los fabricábamos nosotros, desde barriletes hasta carritos con ruedas para correr. En Mendoza no había jugueterías; tampoco televisión y la radio local era escasa, una hora por la noche, después de cenar. Teníamos derecho de ir al cine una vez por mes algún domingo y hacíamos excursiones de a pié por los campos incultos cercanos, junto al zanjón de los ciruelos. Era una vida muy divertida y siempre estábamos dispuestos a formar grupos y compartir con los vecinos. De vez en cuando mi papa nos llevaba en auto a las montañas de la precordillera por el día y otras veces a visitar a los tíos del campo. Para mí esa vida terminó cuando nos mudamos nuevamente más cerca del centro, calles asfaltadas y acequias de cemento, colectivos por el frente, muchos autos, ingreso a la Escuela Normal y la pubertad. Otra forma de estudiar, muchos profesores, pantalones largos, saco y corbata, el diario Los Andes todos los días debajo de la puerta de calle. Había empezado la segunda guerra mundial y me interesó; leía las noticias en el periódico y escuchaba la BBC de Londres y ka Voz de Alemania en español, media hora todas las noches. Mis héroes fueron el Mariscal Rommel en el desierto africano y los submarinistas alemanes en el Atlántico. Cuando podía coleccionaba fotos de la guerra. Deje de jugar y aprendí a estar solitario. Leia intensamente. Pude conocer y vivir la vida de hogar. Así como la escuela primaria es un asunto privado entre la maestra y el alumno para que se produzca el fenómeno cultural de la clase, sin ingerencias de inspectores, otras maestras ni los padres, así la vida de hogar es una comunión de los padres y los hijos, a veces por caridad, algún abuelo. Cualquier elemento extraño humano o tecnológico que interfiera en este núcleo, destruye la esencia del hogar y su magia creativa. El hogar fue siempre el fuego, en mis tiempos juveniles para cocinar y hornear el pan; en otros casos la chimenea donde se cocinaba, se horneaba el pan de centeno y, encima sobre losas calientes, estaban las camas para dormir en las noches nevadas. Ahora en mi casa de la Aldea de los Niños, enciendo la chimenea todos los días, cocino en una pequeña parrilla algunas comidas y me reconforto mientras pienso en las Reflexiones. El hogar no volverá, tampoco la escuela. Los actores principales, la madre y la maestra han sido suplantadas por artefactos tecnológicos irresistibles para niños y adultos. Los alumnos primarios y secundarios fracasan una y otra vez hasta que muchas veces abandonan; no saben hablar, ni leer, ni escribir una simple carta sin errores de ortografía. Dejan la escuela y trabajan en lo que consiguen para tener dinero y comprar la auto destrucción, cigarrillos, droga, los boliches. En la escuela Colon de esta localidad, Las Vegas, con unos pocos alumnos, hay más de 17 empleados de la Dirección General de Escuelas: directora, primera secretaria, segunda secretaria, celadores, maestras de grado, maestra de música, etc. Cuando terminan la primaria van a la secundaria que está cerca. Terminan la secundaria y van a la ciudad, se emplean en el comercio o limpian parabrisas de los autos en los semáforos. Si forman una pareja se refugian en una villa con antena satelital y empiezan a procrear. Los programas de televisión, los juegos electrónicos, Internet y los correos mails, son democráticos y económicos, iguales para todos. Están diseñados para las masas y cuando anuncian algo importante todos los canales están conectados a ese acontecimiento, sea lo que fuere. El televisor está encendido casi permanentemente y no hay hogar; los demonios se han apoderado de ese espacio familiar, el primero de todos y desde allí controla y domina a los hombres, adultos y niños. La política, las creencias, la economía, la educación, las pasiones, los deseos fluyen desde el aparato inundando la casa y las almas. Todo se consigue virtualmente en las pantallas. No hay realidad tangible. Ahora los laboratorios investigan intensamente para lograr una 3D accesible y convincente, con sensaciones subjetivas de tacto, gusto y olfato. Es el infierno en el Planeta de los electrones. Los manipuladores de la sociedad quieren reemplazar la vida por aparatos cibernéticos y robots. Es la descomposición de la civilización cristiana producida con sus propias conquistas, tecnología, comunicaciones, masificación, dinero. Así también cayó Atlántida en la Guerra de los 1500 años con los instrumentos de los Magos Negros: manejo de los elementales, tormentas y terremotos, viajes astrales y dominio mental. Estos días he leído en el diario que Estados Unidos está creando masivamente armas dirigidas a distancia, sin pilotos, con robos automáticos. La guerra, según ellos, se conducirá desde el Pentágono. No hay vuelta al hogar en la sociedad del siglo XXI a menos que los protagonistas adopten resoluciones de renunciamiento y empiecen a vivir de otra manera, en otro lugar y con nuevas ideas, las que están enunciadas en las Enseñanzas de la Raza Americana. El hogar tiene dos significados, uno la intimidad de la familia y el otro la vida interior. La familia se desenvuelve en una casa exclusiva con los elementos necesarios para el pleno desarrollo de sus miembros, padres e hijos en todas las etapas de la vida, hasta que los jóvenes levantan un nuevo hogar, independiente, distinto, con otros objetivos. Así, cuando el hogar es armonioso y tolerante, se transmiten los valores permanentes de una generación a otra, con los pequeños avances que cada uno aporta al conjunto social y la historia humana realiza las propuestas de cada etapa de evolución. El hogar es también la vida interior, porque nuestro sistema físico y psíquico con sus complejidades y variaciones, contradicciones y aprendizajes, alegrías y sufrimientos es el hogar de nuestra alma. Es nuestra casa permanente que nos acompaña hasta la hora de la muerte. Podemos estar en el centro de una familia perfecta, con chimenea encendida y mucho amor y tendremos dos hogares sincronizados: los seres que nos acompañan y nos ayudan y la riqueza de la vida interior con la llama del espíritu encendida iluminando todos los actos que producimos. El pequeño hogar que son los padres, hermanos, la casa bien puesta, respeto mutuo y el Gran hogar que somos nosotros, cada uno, irradiando los tesoros de la vida interior. Ambos hogares casi han desaparecido de la sociedad moderna, porque estamos en el final de la civilización cristiana y tenemos que cambiar de Raza, empezando de nuevo. Podemos perder el hogar familiar porque hay factores difíciles que interfieren y uno se queda solo. Pero no debemos perder el hogar de la vida interior porque ahí está el legado de las generaciones, la semilla de los nuevos tiempos, la esperanza de los que están naciendo. Nuestro hogar íntimo siempre nos acompaña, bien o mal, en el dolor y en la felicidad. Si nos alejamos atraídos por los fuegos fatuos del cambiante mundo exterior, podemos volver, reencontrarnos con las experiencias de la niñez, ocupar el cálido espacio del alma que nos entregó paz en los momentos tristes, esperanza en la desolación, resignación ante los sufrimientos insolubles. Lector: Volvamos, regresemos al hogar encendido. José González Muñoz
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