ÍNDICE:

Enseñanza 1: Elocuencia y Oratoria
Enseñanza 2: Anatomía del Discurso. Reglas y Preceptos Oratorios
Enseñanza 3: Figuras de Palabras y de Pensamiento
Enseñanza 4: Formación del Discurso
Enseñanza 5: Ideas, Orden, Formas y Palabras en el Discurso
Enseñanza 6: El Discurso y el Orador
Enseñanza 7: Reflexiones sobre la Aplicación de las Reglas Enunciadas
Enseñanza 8: Diversos Tipos de Elocuencia
Enseñanza 9: La Improvisación
Enseñanza 10: Síntesis Crítica del Estilo
Enseñanza 11: Higiene Verbal
Enseñanza 12: La Voz
Enseñanza 13: La Lectura
Enseñanza 14: Esquema Histórico de la Oratoria
Enseñanza 15: La Predicación en la Iglesia Cristiana. Su Ortodoxia
Enseñanza 16: Oratoria Sobrenatural de los Profetas Bíblicos

Enseñanza 1: Elocuencia y Oratoria

“La elocuencia (oratoria), dice Kant, es el arte de dar a un ejercicio serio del entendimiento el carácter de un juego libre de la imaginación; la poesía es el arte de dar a un libre juego de la imaginación el carácter de un ejercicio serio del entendimiento”.
Quintiliano dice que “elocuentia est ars dicendi accomodate ad persuadendum quod honestum sit, quod operteat” limitando con sus últimas palabras lo que Cicerón había escrito: “Officium oratoriae facultatis videtur esse: dicere apposite ad persuacionem; fluis persuadere dictione”. Con todo, la de Quintiliano conviene más bien a la oratoria, según muchos autores en esta materia, los cuales reservan el nombre de elocuencia a la facultad natural de conmover los ánimos por medio de la palabra.
Si a esta disposición natural se añade el arte que la cultiva y hace apta para todos los usos de la palabra, resulta la oratoria.
A pesar de su origen natural y de obedecer a poderosos móviles espontáneos, es preciso acudir a los recursos del arte, pues es evidente que sin ellos no se conseguiría el fin que explícitamente la oratoria se propone.
Indudablemente que los hombres rudos, los pueblos salvajes, las expresiones primitivas mismas del hombre, ofrecen modelos de elocuencia natural o, más bien, de expresiones elocuentes. Pero ni Demóstenes, ni Cicerón, ni Bossuet habrían podido componer el menor de sus discursos sin la constancia, sin el amor al estudio y al arte que no les abandonó un solo momento. En medio del furor de la pelea, de las conmociones populares, de las asambleas turbulentas, doquiera que se irritan y se desbordan con furioso ímpetu las pasiones, nacen de los labios más rudos elocuentísimos rasgos, dignos de transmitirse a la posteridad. Mas para combatir frente a frente las preocupaciones, hondamente arraigadas, para triunfar de la inconstancia de los atenienses y del oro de Filipo, para anonadar la osadía de un Catilina, para salvar a un nación de una bancarrota inminente, para sostener la causa de la desvalida Irlanda, para hacer resonar la voz de la religión en los pechos gangrenados por el vicio, la frivolidad y el escepticismo, no basta haber nacido con las dotes más privilegiadas, sino que es indispensable una voluntad de hierro para el trabajo, porque sólo a fuerza de largos combates y sufrimientos puede adquirirse la ciencia, el conocimiento del hombre y el libre imperio (juego) de la imaginación, de las pasiones y de la palabra.
De modo que este arte de hablar de manera que se consiga el fin para que se habla, requiere argumentos sólidos, método claro y ser la expresión de probidad del orador, junto con la gracia del estilo y de la expresión, siendo el buen sentido el fundamento de todo discurso.
Este “arte de la persuasión” tiene múltiples facetas. Pero es preciso aclarar la diferencia que existe entre “convencer” y “persuadir”. La convicción es relativa solamente al entendimiento; la persuación a la voluntad y a la práctica. Oficio será del filósofo convencer, pero oficio del orador será persuadir a obrar conforme a la convicción de la verdad. La convicción no siempre va acompañada de la persuación. Ellas debieran a la verdad ir juntas: e irían si la inclinación siguiese constantemente el dictamen de la egoencia. Puédese estar convencido de que la virtud y la justicia son laudables y no estar al mismo tiempo persuadido a obrar conforme a ellas. La inclinación puede oponerse, aunque esté satisfecho el juicio y las pasiones pueden prevalecer contra el entendimiento.
Será oficio, entonces, del orador, persuadir al ser a obrar conforme a su convicción.
Se establecerán tres grados de elocuencia oratoria: el primero e ínfimo es el que únicamente mira o agrada a los oyentes; tal en general la elocuencia de los panegíricos, de las oraciones inaugurales y otros. Es género ornamental de composición. El segundo es más elevado y es cuando el orador aspira no solamente a agradar sino también a informar, instruir y persuadir. Y el tercer grado es aquél que influye en gran manera sobre el alma y por él es convencida e interesada, conmoviéndola y arrastrándola con el orador para disponerla, finalmente, a resolverse a obrar conforme a la causa expuesta. Generalmente este tipo de elocuencia va acompañada de cierta sublime pasión que inflama el corazón del orador y transmite una suerte de fuego vocacional a los oyentes.
Los antiguos dividían la locución pública en tres géneros: el demostrativo era la alabanza o vituperio; el deliberativo, que supone la persuasión y la disuasión y el judicial (acusar o defender), que puede relacionarse a las juntas populares, al púlpito y al foro respectivamente.
Respecto a lo que Quintiliano dice “Lo principal del arte es observar el decoro” se agregará el consejo de Cicerón a los oradores en su “Orador, a Bruto”: “La cordura es el fundamento de la elocuencia, como de todo lo demás. Lo más difícil en ella, así como en la vida, es ver lo que pide la decencia y por ignorar esto se yerra muchas veces. Por lo que no se ha de hablar con un mismo estilo y unos mismos pensamientos a hombres de diferentes clases, edad y fortuna y en diferentes tiempos, lugares y auditorios. En cada parte del discurso se ha de atender, como en la conducta, a lo que es decente, viendo lo que piden el asunto de que se trata, las personas que hablan y aquellas a quienes se habla”.
Naturalmente que la mala reputación del orador estorba singularmente a los efectos de su elocuencia, aún cuando ésta sea verdaderamente encendida y espontánea. No puede escapar la ética de la estética. Así la probidad profesional del orador forense, las costumbres ejemplares y la piedad del orador sagrado, el acrisolado civismo del orador político, la nombradía científica del expositor de doctrinas en academias, aulas y congresos, intervienen en la oratoria a modo semejante que los prismas de diáfano cristal que centuplican la potencia de la luz.
Le es preciso, además, una completa serenidad de espíritu, un valor contenido y juicioso, el imperio de sí mismo, para conservar hasta en los momentos de más entusiasmo el pleno dominio de su voluntad.
Ha de tener una sensibilidad viril y profunda, no muelle y lánguida, buscando en su corazón la vehemencia, cuando la necesita, libremente. Y de su autoconocimiento deberá surgir el de la miseria y la grandeza humana que a través de una voz agradable, una reputación virtuosa, convicción, valor, osadía, intrepidez, sensibilidad, flexibilidad, memoria, hábito de la reflexión solitaria, transmitan su discurso intrínseco por medio del extrínseco.
A estas cualidades debe unir las intelectuales de una razón sólida, un espíritu generalizador, analítico y metódico, juicio rápido y seguro; el ingenio y la cautela del dialéctico, sin llegar al abuso de extremar sutilezas hasta convertirse en sofístico.
Conocerá la elocuencia del silencio cuando sea menester, la de la acción, independientemente de la palabra y, sobre todas éstas, la excelente del amor por la causa abrazada, sabiéndose permanentemente capaz de ofrendar su vida por el ideal abrazado. La autoridad que brota de la fidelidad jamás podrá ser superada por ninguna regla ni precepto oratorio. Y esto es importante que lo sepa desde un principio.

 

Enseñanza 2: Anatomía del Discurso. Reglas y Preceptos Oratorios

Como ya se ha afirmado en la primer Enseñanza de este curso, poco fruto sacaría el orador de sus cualidades naturales si no fuesen cultivadas y en este sentido sólo, en la necesidad de cultivar las facultades recibidas, puede admitirse la frase latina: “poeta nascitur, orator fit”. No se pide hoy, como quería Quintiliano que en un libro admirable se ocupó extensamente de la educación del orador, que ésta empiece desde el regazo de la nodriza, pero es evidente que el orador debe proceder a un verdadero cultivo y desarrollo de sus facultades naturales si quiere conseguir que su palabra convenza, persuada y conmueva. Esta educación debe ser científica y oratoria. La primera abarca la adquisición de los conocimientos en que toda elocuencia sólida está apoyada. El fondo de esta ciencia debe abarcar, primero y principalmente, las materias pertenecientes a los asuntos de su incumbencia: en la oratoria sagrada la teología dogmática y la moral, las Sagradas Letras, la historia de su iglesia; en la política la doctrina del gobierno, la historia del país; en la forense el conocimiento de las leyes y de sus principios. En segundo lugar, los conocimientos más enlazados con el ejercicio de la oratoria: lógica, psicología, estudios generales históricos y literarios y en tercer lugar, una instrucción todo lo más extensa posible y no sólo para hacer aplicación inmediata de los conocimientos adquiridos, sino por la levadura que dejan en la inteligencia.
Pero debe recordarse en este punto, primero, que si bien han existido oradores que, fuera de esta cualidad, han sido sabios eminentes y sería de desear que hubiese muchos en cada materia, los estudios científicos del orador pueden sujetarse a límites más estrechos que los del sabio; segundo, que el orador ha de ofrecer la flor de la ciencia y no olvidar, en los casos que su objeto exclusivo no sea enseñar, la diferencia entre una composición oratoria y una lección didáctica y tercero, que los conocimientos son letra muerta para el que debe mover los ánimos si no los fecundizan el estudio práctico de los hombres, de sí mismo y de su materia doquiera se encuentre.
La educación oratoria comprende: el cultivo simultáneo de las diferentes facultades, procurando reforzar las más débiles para que las más fuertes no alcancen un predominio que destruya la armonía que entre todas ellas debe reinar; el estudio de los modelos no sólo clásicos, sino más bien contemporáneos y lo más acorde posible con su género especial de oratoria y temperamento, en los que no buscará formas aisladas que imitar, sino una coordinación general para improvisar luego, procurando en ésto ser sobrio para no adquirir el hábito de la verbosidad y la incorrección, y el estudio de la teoría y la lectura de buenos juicios críticos de las obras oratorias.
Son cualidades inherentes al discurso:
La corrección: para lograr esta condición fundamental a la exposición oratoria es preciso evitar la terminología extravagante, snob o anticuada que obran en detrimento de la claridad total del discurso.
La claridad: para ello es esencial no hablar de un asunto que no se lo comprenda perfectamente, bajo pretexto de recibir la inspiración en el momento oportuno, que significará tanto como pretender obligar a Dios a la propia voluntad. Que los períodos no sean ni demasiado largos ni demasiado cortos; unos fatigan y otros dejan vacía el alma del oyente. La variedad es siempre una solución de buen criterio. Es preciso también no hacer alarde de ingenio, lo que irremisiblemente conduce a la hinchazón del discurso. De quienes abundan en sutilezas y conceptos dijo La Bruyere: “Tienen dos capitales defectos: uno el no tener talento, otro el de empeñarse en mostrar que lo tienen”. Perjudica mucho a la claridad la falta de conocimiento del orador de la materia que trata. Recuérdese que la concisión es aliada de la claridad: “lo bueno si breve dos veces bueno”. El evitar las repeticiones inútiles, acude a esta claridad expresiva. La espontaneidad aporta en grado no poco importante a esta prístina cualidad del discurso; recuérdese que se sufre en lo que se cree que otros sufren o han sufrido y un orador que se retuerce en búsqueda de la expresión apropiada intranquiliza en mucho la audición, que debe ser necesariamente serena. Es preciso, pues, meditar mucho la materia que se tratará, de donde brotará la fluidez.
Sonoridad y cadencia: la elección cuidadosa de las palabras, su colocación escrupulosa en cada parte del discurso, la forma y la duración de los períodos crean la musicalidad a que se alude, denominada también armonía o más propiamente melodía. La forma de la oración: interrogativa, afirmativa, expositiva, constituyen elementos de esta parte de la oratoria que no deben ser descuidados y con los cuales debe procederse con mucha mesura.
Procurase ahora resumir, luego de las cualidades internas de la pieza oratoria, aquellas convencionales que también es preciso conozca y reconozca prácticamente el orador. Se resumirán bajo el común denominativo de tropos.
Metáfora: consiste en trasladar una palabra de su significación propia a otra ajena: “la mañana de la vida; el invierno de la edad”. Toda metáfora contiene una semejanza oculta.
La alegoría no es más que una metáfora continuada, relativa en todo su curso al mismo objeto que se tomó como emblema.
Metonimia: comprende todos los géneros de traslación y toma el antecedente por el consiguiente, la causa por el efecto, el continente por el contenido, el autor por sus obras o al contrario: “un ejército de cien lanzas; respetar las canas de uno”.
Sinécdoque: usa la parte por el todo o viceversa; ejemplo: tantas velas por tantos buques; el género por la especie: el ángel es condición ingénita de la Humanidad (humanidad por hombre); la materia por la cosa misma: el tañer del bronce; el abstracto por el concreto y al contrario.
La Ironía: consiste en dar a entender lo contrario de lo que se dice. Esta significación no está en la palabra sino en el tono que la acompaña.
La hipérbole: consiste en exagerar o deprimir una cosa más de lo que lo permiten los términos naturales; así una leve estocada es “picadura de un alfiler”, un gran lago es “como un océano”.
La antonomasia: consiste en poner el nombre general por el particular o contrario, como en distinguir a uno por una cualidad notable con el nombre de otro que la poseyera en alto grado. Así se dice: es un Cicerón, de uno que es muy elocuente; es un Nerón, de otro que es muy cruel.
Es cierto que el orador echa mano a los tropos espontáneamente y ello es, precisamente, lo que da la belleza y la armonía a su discurso. Resultaría absurdo que en medio de su exposición se detuviera a reflexionar qué tropo correspondería utilizar. Pero en su meditación solitaria, en su estudio, en su ejercicio deberá, sí, practicar con todas y cada una de estas figuras para que, mañana, sean la expresión fluida que engalane el concepto árido, la perorata vigorosa doctrinaria, la expresión exterior de una vivencia secreta, íntima.

 

Enseñanza 3: Figuras de Palabras y de Pensamiento

La “figura”, estrictamente hablando, es aquella modificación en el empleo o el significado de las palabras que ofrece mayores posibilidades al discurso. Deben tener dichas formas del pensamiento o del lenguaje dos caracteres esenciales para que con razón reciban este nombre: que con facilidad puedan ser substituidas por una forma más sencilla, por una forma no figurada, y que expresen la idea o el pensamiento con más viveza, más gracia ó con más energía.
Las “figuras” son la expresión natural de ciertos estados de ánimo, de ciertas modificaciones del alma, que exigen un lenguaje esencial, por así decirlo, en consonancia con el estado espiritual y que no es posible hallar en la construcción exclusivamente lógica y gramatical, sino en este lenguaje “figurado”. No son invención del arte; el hombre de pasiones violentas, rudo y sin instrucción, emplea y se vale del lenguaje figurado. El arte retórico enseña solamente a emplear tales figuras acertadamente o, por mejor decir, lo que ha hecho ha sido descubrirlas y clasificarlas. Y de aquí ha deducido las reglas para su mejor empleo.
Estudiadas como licencias para dar variedad, belleza y energía a la expresión, toman el nombre de figuras de construcción en la gramática española. Dichas “figuras de construcción” -que sólo a título informativo se citan aquí y como complemento de aquellas que a continuación se verán separada y detenidamente, relativas a la elocuencia-, se reducen a cuatro por su orden: hipérbaton, la elipsis, el pleonasmo y la silepsis.
Figuras de palabras:
La repetición: consiste en repetir la misma voz al principio de todos los incisos, miembros o períodos. Dice Cicerón: “Escipión rindió a Numancia, Escipión destruyó a Cartago, Escipión salvó a Roma de la ruina de las llamas”. “Nada tratas, nada maquinas, nada piensas”.
La conversión: se comete cuando la palabra se repite no ya al principio de cada inciso, miembro o cláusula, sino en su final. Dice el autor ya citado: “¿Lloráis la pérdida de tres ejércitos? Los perdió Antonio. ¿Sentís la muerte de vuestros más ilustres ciudadanos? Os lo robó Antonio...”
La complexión: es la unión de las dos anteriores y consiste en empezar y concluir las cláusulas con la misma palabra: “¿Quién ha roto los tratados? Cartago. ¿Quién ha asolado la Italia? Cartago...”
La conduplicación: repite consecutivamente en un mismo inciso la misma palabra. “Vives, vives y no para deponer, sino para aumentar tu audacia.”
La gradación: es el ascenso o descenso que se da al pensamiento por medio de la palabra. Puede ser ascendente o descendente. Se dice en la primera: “por un clavo se pierde una herradura, por una herradura un caballo y por un caballo un caballero”. En la segunda: “no se interesa por la humanidad, ni aún por las naciones, ni aún por los individuos”.
Figuras de pensamientos:
Figuras para dar o conocer los objetos.
Descripción y enumeración: si el objeto es único, se describe; si son varios, se enumera.
Figuras para comunicar raciocinios y reflexiones.
Comparación: similar a la metáfora, pero en aquella está oculta y en ésta desenvuelta.
Antítesis: si la comparación se funda en la semejanza, la antítesis se funda en la oposición. Para que resalte mejor el contraste es preciso pintar con mucha propiedad los dos extremos opuestos.
Figuras para atenuar una idea.
Preterición: se finge pasar en silencio o indicar sólo muy ligeramente lo que, sin embargo de este artificio, se anuncia de una manera muy clara y se fija con pocos pero muy marcados rasgos.
Reticencia: es la figura por la cual el orador se muestra contenido en medio de su fuego o impetuosidad por alguna consideración de pudor o de prudencia que le ocurre en aquél instante y que le obliga a detenerse y a reservar la idea o frase que iba a emitir.
Figuras para expresar y mover los ánimos.
Interrogación: es la más pronta, enérgica y apremiante.
Sujeción: mediante esta figura el orador pregunta a su adversario u oyentes, encargándose el mismo de dar la respuesta.
Dubitación: por esta figura el orador se muestra dudoso de lo que debe decir o hacer, aunque lo sabe muy bien y lo tiene anteriormente resuelto.
Exclamación: expresión viva de afectos.
Optación: se expresa un deseo: “¡Ojalá apague Mila este farol! Quieran los dioses que su boca derrame...”
Deprecación: es la expresión de un deseo acompañada con un ruego dirigido a alguna persona para que acceda a las súplicas.
Imprecación: amenazas y maldiciones.
Conminación: su fin es intimidar poniendo a la vista el mal que se seguirá a los oyentes.
Apóstrofe: por esta figura el orador aparta su vista de los oyentes para dirigir la palabra a objetos ausentes, a Dios, a la tierra, a los muertos y aún a seres inanimados o metafísicos.
Personificación y prosopopeya: esta figura de pensamiento por movimiento presta a las cosas insensibles, sentimientos y pasiones como si estuvieran dotadas de acción y palabra.
Además de éstas existen muchas otras figuras, tanto de palabras como de pensamientos, que se han excluido por considerar sólo aquellas capitales para el discurso y ser la mayoría de ellas repetición de las enumeradas, sutilizando más ciertos aspectos tomados generalmente en las que forman esta lista. Así entre las figuras para comunicar raciocinio y reflexiones, podríanse colocar la concesión, la corrección o la amplificación, pero siempre se trataría de comparación y antítesis.

Enseñanza 4: Formación del Discurso

Línea filosófica y desenvolvimiento de sus principios.
Se observa que la retórica propone en la formación del discurso la siguiente discriminación: exordio o introducción, proposición, división, narración, argumentación o parte de prueba, refutación, parte patética o de efectos, epílogo y conclusión. Pero discurriendo un poco obsérvase que esta enumeración no es exacta.
El exordio tiene por objeto preparar al auditorio y, por consiguiente, es inútil cuando se le encuentra ya preparado. Cicerón, aprovechando esta disposición favorable del auditorio empieza directamente su célebre arenga: “¿Quousque tandem abutere Catilina patientia nostra?”.
La proposición se omite por lo general porque va envuelta en el pensamiento y objeto del discurso y porque exponerla en términos precisos daría a aquél el aire de escolasticismo que desdice su elevación y natural soltura.
La división no se necesita sino en las materias y cuestiones muy complicadas; debe omitirse siempre que sea posible porque perjudica la unidad que es la cualidad más importante de toda pieza oratoria.
La narración no tiene lugar en los discursos políticos en que existe sólo una simple exposición. La división, pues, puede faltar en los discursos y falta frecuentemente. Lo que no puede faltar es el plan que siempre deben tener, ni el desenvolvimiento de la idea que en ellos domine.
Pero es preciso presentar estas reglas clásicas a que debe acomodarse el hipotético discurso a fin de dejar sin uso lo que se crea conveniente, previo conocimiento del todo.
Exordio o introducción. No tiene otro objeto que el de preparar los ánimos del auditorio, captándose el orador su atención, interés y benevolencia para venir a abordar naturalmente la cuestión.
El orador cuando está por iniciar su exposición debe examinar y conocer la disposición de los que escuchan. Puede ser ésta indiferente, favorable o contraria. Si domina la indiferencia el exordio debe procurar reemplazarla por el interés; si las prevenciones son favorables, la introducción debe aumentar el valor de esta circunstancia y si el auditorio está prevenido en contra, es necesario ante todo que el exordio destruya y desarraigue esta disposición.
Todo exordio debe ser proporcionado a la medida que haya de tener el discurso y sobre todo notablemente claro. No hay nada que prevenga tanto contra el orador y contra el discurso que aún no se ha oído, como escuchar por muestra un exordio enfático, lleno de pensamientos sutiles y ridículos conceptos premiosos y de frases forzadas. Si el lenguaje debe ser natural, claro y sencillo, el tono, el gesto y la fisonomía deben ser modestos, los más a propósito para interesar y granjearse la atención y buena voluntad. Los tropos y figuras han de corresponder a la claridad y sencillez que reclama por su naturaleza.
El exordio es una parte del discurso y como tal debe estar con él íntimamente ligado. De esto se deduce que por regla general todo exordio que puede excluirse, sin que quite nada a la totalidad, es malo.
Algunos autores aconsejan que los exordios se preparen luego de haber dispuesto todo el discurso. Este método puede aprovechar a los principiantes pero no se juzga oportuno ni aún útil a los que ya estén versados en la elocuencia, los cuales desde que trazan en su mente el plan o la periferia del círculo que se proponen recorrer, conocen el punto del que deben partir y aquél al que deben llegar.
Proposición. Se dijo que la mayoría de las veces se omite por no ser necesaria. Si alguna vez se establece, especialmente en la oratoria sagrada, debe ser breve y clara, de modo que se fije bien en los oyentes y se recuerde con facilidad, para que se vea que es el eje sobre el cual gira todo el discurso en su sucesivo desenvolvimiento.
División. Ya se anunció que la división es pocas veces necesaria y debe omitirse siempre que se pueda, porque tiene el grave inconveniente de romper la unidad. No se olvide que la receptibilidad de la inteligencia humana es limitada y es menester facilitar y allanar los caminos a sus concepciones en vez de rodearlos de dificultades y tinieblas.
Narración. Unas veces precede y otras sigue a las partes que se han recorrido. Debe ser lo más breve posible y sobre todo sumamente clara, porque ha de servir al auditorio, en todo el progreso del discurso, de punto continuo de partida y de punto continuo de referencia. Debe ser en ella el orador escrupulosamente exacto y veraz.
Argumentación. Esta parte toca en su esencia a la lógica más bien que a la elocuencia. Las pruebas que vienen en confirmación de la exposición y tema están en los sistemas científicos, religiosos, sociales, en los libros, en las combinaciones que se formulan. Debe, sobre todo, aumentar el valor de las pruebas y argumentos mediante reflexiones morales y alusiones históricas hábilmente combinadas y expuestas.
Refutación. Naturalmente que hay materias, objetos y casos que no admiten pruebas ni refutación y al mencionar las figuras se expusieron aquellas que pueden emplearse para anticipar las refutaciones de los argumentos expuestos por el orador. Esta parte del discurso es aplicable generalmente al foro o parlamento, más que a la oratoria sagrada o religiosa, donde sólo excepcionalmente podrán refutarse las partes, suponiendo que existan.
Parte patética o de afectos. Aquí el orador, recomienda la retórica, debe echar mano de todos sus medios, tanto en la fuerza de las ideas como en su vehemencia y en el colorido de las imágenes. Si en el exordio se procuró conciliar la atención y la benevolencia de los oyentes; si en la narración se presentó la materia con método y claridad para colocarla a la altura de todas las capacidades; y en las pruebas se aspiró a grabar una convicción acabada y profunda en el entendimiento de los que escuchaban, en este período del discurso el objeto debe interesar al corazón sin omitir nada que puede conmoverlo favorablemente; emotividad no apasionada en demasía sino con cierto aire de solemnidad, con una aristocrática vehemencia, siguiendo la inspiración y dejándose llevar del impulso interno más que de la lógica mental, sin olvidar, empero, el hilo, la esencia y objeto del discurso. Esta será la faz de la conquista, siendo las anteriores de preparación a fin de que, llegado a este punto, el auditor se encuentre preparado para la buena siembra.
Epílogo o conclusión. El epílogo no es más que el relámpago, en el total del discurso, porque si otra cosa fuera equivaldría a una segunda edición del mismo.

Enseñanza 5: Ideas, Orden, Formas y Palabras en el Discurso

El orador necesita hallar los argumentos, presentarlos en un orden conveniente, adornarlos con palabras y expresarlos con decencia y decoro. Y a esto se le ha llamado: invención, disposición, alocución y pronunciación.
Invención: consiste en encontrar las ideas y argumentos con que se propone formar el discurso. ¿Cómo se hallan? ¿A qué fuente se debe recurrir? ¿Por qué el entendimiento se niega muchas veces a prestar este servicio?
Un autor ha dicho que todo es estéril para los espíritus estériles, sin autocultivo; que todo es superficial para los espíritus superficiales y que todo es caos para los espíritus obscuros. La medida de los seres y los objetos con relación al alma está en el alma misma. El privilegio de la meditación y la interioridad está, pues, en encontrar en las cosas relaciones más importantes y representarlas con formas que correspondan a esta grandeza. El mismo objeto retratado por una pluma o lengua mezquina adquiere en otra lengua o pluma formas sublimes.
Es preciso adquirir ciertos conocimientos por el hábito de reflexionar sobre las cosas y los seres. Un examen continuo y profundo sobre las materias que se ocuparán, son todos manantiales de la invención y de donde se sacarán los recursos.
La lectura exterior es como aquellos alimentos que no se digieren; no alimentan al alma. Menester es que la reflexión abunde sobre cada página escogida. De lo contrario las ideas serán fugaces y nada quedará en la memoria, de donde luego el orador extraerá el material de su discurso. La meditación, luego, depurará y orientará dicho material reflexivo.
Acercarse al objeto, examinarlo en todas sus dimensiones, recoger todas las ideas que le convienen, componerlas y descomponerlas sucesivamente, descubrir el punto de vista más interesante en que deben ser presentadas, darlas por último en plan y formas de enunciación, he ahí el trabajo y fruto de la invención oratoria.
De la “disposición” se ha tratado ya al marcar las partes de que puede constar una arenga y respecto a la alocución se habló de ella en los tropos y figuras. Véase las reglas de la pronunciación.
Pronunciación: tal vez no haya nada más importante que la pronunciación en todo discurso. Preguntaron un día a Demóstenes cuál era la parte principal de la oratoria y contestó: “la pronunciación”. ¿Y después de ésta?, le volvieron a preguntar; “la pronunciación” respondió. Pero ¿y después de la pronunciación? insistieron por tercera vez. “La pronunciación”, fue también la tercera respuesta. Naturalmente que dicho orador ateniense contaba con serios motivos personales para opinar tan extremadamente. Pero con razón la refería casi exclusivamente a este elemento de medida y de sonoridad.
De tal suerte es ello que la diferencia entre oír a un orador y leer su discurso impreso luego, es extraordinaria. La palabra impresa es apenas la sombra del verbo vibrante transmitido vivamente.
La entonación, las inflexiones y el ademán suplen mucho al pensamiento o más bien lo amplían y clarifican, y el orador que pronuncia bien da calor donde, muchas veces, por la lógica no lo hay y produce armonía donde retóricamente hace falta y naturalmente no existe. Así también el mejor discurso, mal pronunciado, pierde todos sus atractivos. A una mujer se la puede llamar hermosa y según la entonación de ceremonia, de vehemencia o de burla la palabra significará un mero cumplimiento, una pasión viva o una picante ironía.
El mismo trozo pronunciado hábilmente en la tribuna y leído después, aunque se copie meticulosamente, deja de ser la misma cosa. ¿Por qué? Porque la acción, que es un lenguaje que viene en auxilio de otro lenguaje, el tono, las modulaciones de la voz, el gesto y la expresión de la fisonomía, a veces, son todos aliados poderosos de los que saca buen partido el orador y no pueden transmitirse al papel en que sólo puede trazarse una copia muerta al lado y en comparación del cuadro vivo y animado que se levantó en el lugar del discurso. La elocuencia de la acción es, pues, tanto y más persuasiva que la de la palabra.
Considérese separadamente el tono, las inflexiones y la celeridad en cuanto a la voz.
Tono: se dirá por regla general que al empezar un discurso no debe tomarse la entonación tan alta como se fija luego, no sólo porque de otro modo pronto se fatigaría el orador, sino también porque sería muy impropio empezar con grandes voces una discusión entonces tranquila y apacible.
Inflexiones: puede decirse que la voz humana es un instrumento que tiene una cuerda distinta para cada emoción. A una de gozo corresponde una palabra abundante, ligera, animada y viva. A una de pena aguda siguen sonidos casi inarticulados que vienen a morir en un plañido lastimero; un dolor profundo pide una palabra lenta y de un timbre grave; los arrebatos de la desesperación se anuncian por un lenguaje de calor y movimientos y por último las impresiones de la felicidad tienen por intérprete una palabra dulce, tranquila y afectuosa. La declamación aquí, como ensayo, es sumamente útil y se recomienda.
Celeridad: por regla general la palabra, especialmente en la emotividad, corre con más celeridad al final de los períodos. Fácil es conocer la exactitud de esta observación. El lenguaje es reflejo del pensamiento y de él recibe la inspiración, el impulso y las excitaciones. Es forzoso que se acelere o suspenda según las vibraciones más o menos lentas, más o menos vivas que reciba de adentro; y como éstas son siempre más rápidas en los finales, se hace indispensable que la lengua siga a la precipitación que le transmite el alma. No parece sino que el pensamiento obedece a las mismas leyes de gravedad que los cuerpos físicos: acelera su movimiento a medida que se acerca a su término.
Convendrá hacer unas ligeras pausas al concluir algún período importante.
En general se puede decir que no debe hablarse tan velozmente que se pierdan las palabras, ni tan lentamente que el auditorio en su impaciencia se ausente mental o físicamente. Todo ello también ajustado a la naturaleza del discurso: no será la celeridad la misma ante densos conceptos filosóficos que ante una asamblea política.
El gesto: es un medio útil para hacer notar y sentir lo que se dice. Revela muchas veces aspectos que las palabras no expresan. Pero debe usarse con parsimonia y gran mesura.
Recuérdese que la fisonomía es fiel reflejo de la veracidad o falsedad de lo que la lengua expone; sobre todo ello es muy cierto en lo que a los ojos respecta.
En cuanto a los demás movimientos no deben ser de todo el cuerpo, sino que la acción ha de partir del brazo. El derecho es de más uso, pero no por eso debe quedar el izquierdo totalmente entregado a la inmovilidad. La posición del orador debe ser recta, un poco inclinada hacia adelante porque así el cuerpo queda con más libertad y soltura.
También los movimientos perpendiculares, esto es, línea recta de arriba abajo, que como dice Shakespeare en Hamlet, cortan el aire con la mano, deben ser vigilados pues raras veces son buenos. Los oblicuos son en general los más graciosos. Se deben evitar igualmente los muy súbitos y ligeros.
Esta forma exterior, llamada “elocuencia córporis” es de gran interés y no debe descuidarse. Pero no se olvide una necesaria mesura y una autoinspección constante en el discurso para no caer ni en la exageración ni en la frialdad que no condicen con la exposición.
Por supuesto que todas estas licencias y reglas están referidas al tipo ordinario de orador y su validez, consecuentemente, es relativa al mismo y a circunstancias, lugares y situaciones también comunes, a las que deberán adaptarse.
Los temperamentos vocacionalmente predispuestos, los Iniciados, los místicos, sabios y santos de todos los tiempos establecieron, de acuerdo a la característica y circunstancias de su misión, su propio canon, método y disciplina. Naturalmente que estos casos son siempre excepcionales y nunca podrán ser tomados como “tipo” para de allí formular la faz didáctica total. Pero muchas veces aún estos mismos seres obedecieron al método, a la síntesis de experiencia que supone una regla, para obviar demoras que no se justificaran.
El género de comunicación que se establece entre un gran orador político o religioso y su público o fieles no era en absoluto el que se establecía entre Gandhi y sus escépticos oyentes parisienses, según observa un espectador directo.
Explicaba a una sala repleta lo que entendía por no-violencia. Sin desconcertarse, sin titubear, contestó a todas las preguntas que se le formularon, muchas de ellas embarazosas para otro cualquiera. Verdadera formulación de su doctrina eran su presencia de espíritu, justeza, sinceridad y paciencia inalterable. El público, poco a poco, fue conquistado por ese hombrecillo feo que no utilizaba ninguna de las recetas habituales de la oratoria clásica, que hablaba con una extrema simplicidad, sin elocuencia ni tretas de orador, con una voz que no se elevaba jamás y con un timbre, aunque muy agradable, que no poseía ninguna cualidad particular.
La comunicación entre él y ese público llegaba por otra vía que la ordinaria, de modo que aquél hombre que hablando de su fe en la verdad, en la no-violencia y en el amor, repitiendo axiomas más trillados que dos y dos son cuatro inflamaba a una sala, poseía otro lenguaje que el de la apariencia y la calidad de su palabra no dependía del idioma, aún cuando éste era un inglés correctísimo, ni de ningún recurso recomendable.

Enseñanza 6: El Discurso y el Orador

Reglas para preparar el discurso. Es necesario, ante todo, que el orador se dedique mucho a la lectura de libros escogidos, donde se encuentran unidas a la erudición seria y a la solidez de las ideas, la belleza y energía del lenguaje.
No se sabe lo que influye esta ocupación continua en su formación. Se acaba por contraer sin repararlo el hábito de discurrir y expresarse con soltura y elegancia cuando se tiene siempre a mano libros que sobresalgan en este ventajoso tipo. Pero no basta leer; es preciso entregarse a un trabajo mental muy detenido para ir dando diferente giro a todos los períodos de la obra que se lee, procurando cambiar su fisonomía y si es posible mejorarla.
En cada uno de estos ensayos desempeñados silenciosamente en el laboratorio íntimo se nota que se van rompiendo las trabas y dificultades en que tropezaba la razón y la lengua y que empiezan a crecer las alas que permitirán ensayar algún corto vuelo.
Otro de los ejercicios que más conducen al mismo objeto es el de traducir. La traducción tiene dos ventajas: presentar un tipo al pensamiento en la obra que se traduce y tener que pasar por necesidad revista a un crecido número de palabras, con lo cual insensiblemente se adquiere un tesoro de voces.
Con estos ejercicios previos se puede empezar a hacer tentativas de componer. Elegido el tema debe meditarse mucho sobre él para encontrar los pensamientos y coordinarlos de modo que tengan entre sí el encadenamiento, la filiación y dependencia que les sean más naturales y lógicos. El orador, aislado en su soledad, entregado a su afán de análisis e investigación, se mueve en un círculo de ideas e imágenes que a cada paso se agranda y en esta especie de panorama intelectual elige y guarda las que más conducen a sus miras. Esta disposición mental y composición reflexiva es necesaria para disponer el ánimo a la verdadera elocuencia.
Téngase en cuenta esta advertencia: no se trabaje nunca de prisa, especialmente al principio, porque querer llegar demasiado pronto equivale a no llegar jamás. Otra observación: no se tracen discursos largos, porque éstos se debilitan en su misma extensión y concluyen siempre por fatigar al auditorio.
Es preciso recordar, también, que existen días y momentos en que todo acude con una presteza y facilidad maravillosas. Parece roto el lazo que ata el alma a la parte grosera y material y que el verbo se eleva graciosamente en sutilísimas regiones. Pero otros días y otros momentos hay aciagos e infecundos en que el pensamiento está remiso y perezoso; en que apenas se vislumbran las ideas en un lago de tinieblas; en que no se acierta a formularse y en que hasta la lengua se niega a prestar su servicio. La sencillez, la humildad, la paciencia son recursos óptimos en esta disyuntiva. A veces la solemnidad, las palabras que se han escogido en la soledad y el estudio, la serenidad y cierta rebuscada lentitud ofrecen el ceremonial propicio para salvar este escollo.
Se añadirá una regla muy especial: cuando el orador ha combinado ya sus ideas, cuando las ve con claridad y conoce su enlace y afinidades, cuando sus meditaciones le han suministrado el calor y la viveza necesaria y tiene abundantes imágenes para inspirarle en su curso, entonces como preparación sólo deberá escribirse las divisiones o arreglo del discurso y las ideas capitales que han de servir en él de puntos de partida. Para esto con muy pocos bastan. Y, a veces, incluso éstas no necesitan luego ser consultadas.
Reglas generales para el orador. La primera es aquella que le recomienda que sea modesto. Cuando el orador se presenta arrojado o petulante, se sublevan contra él los ánimos que debía hacer dóciles y benévolos, y sus palabras se escucharán con prevención.
Esta precaución es doblemente aconsejable al orador joven y principiante. Los años y la reputación adquirida dan cierta autoridad para insistir firme e irrevocablemente en una opinión enunciada.
Pero es preciso que esta modestia no degenere en timidez. La serenidad y la calma del espíritu se concilian muy bien con la modestia y sin aquellas cualidades es imposible de todo punto pronunciar un discurso y mucho más una improvisación. El temor ofusca la razón, entenebrece el entendimiento, embarga la facultad de discurrir y sus síntomas inequívocos producen indiferencia y lástima en el auditorio tan pronto como los percibe. Recomendable es en esta parte el término medio; pero si se ha de tocar en alguno de los extremos, preferible es ser osado a ser meticuloso.
Otro de los objetos que nunca debe perder de vista el orador es dar variedad a su discurso para que no resulte todo él con la misma entonación y con igual colorido. Como en la pintura, el claroscuro produce el mérito del realce.
Medítese esta frase de San Agustín: “Las palabras dependen del orador y no el orador de las palabras”.
Se concluirá advirtiendo una vez más que el decoro y la circunspección han de presidir todo discurso y el orador debe procurar con gran cuidado no confundir nunca la línea del celo con la del agravio. El lenguaje puede ser medido y circunspecto, sin que por eso deje de ser enérgico.

Enseñanza 7: Reflexiones sobre la Aplicación de las Reglas Enunciadas

Ha dicho un escritor contemporáneo: “No es orador ni el que dispone, arregla y clasifica bien las ideas, ni el que las produce con armonía y con las gracias de la elocuencia halagando al oído y a la imaginación a la vez, sino el que posee estos dos talentos y los sabe reunir y ejercitar”. Y añádase a esto que la elocuencia puede ser buena o mala, una virtud o un vicio, un ángel o un demonio según el objeto que se propone y los medios que emplee.
A la elocuencia severa de Solón opónese la artera y astuta de Pisistrato; y a las arengas inmortales de Demóstenes presenta por contraste las sofísticas y amañadas de Esquines. Lo que debe llevar, necesariamente, a reflexionar que el orador y la elocuencia son instrumentos, medios que deben servir decorosamente a fines superiores; de modo que las meditaciones, en último análisis, deben ir dirigidas al contenido del discurso y a su sentido y luego a su forma. Cuidar ésta descuidando aquélla significaría que se está trabajando más por amor propio que por amor a Dios.
El orador antes de empezar a hablar debe reducir en su mente a una fórmula clara y determinada tres cosas muy diversas, a saber: qué es lo que va a decir, dónde o en qué parte del discurso lo debe decir y cómo lo ha de decir. Cuando se trata de una improvisación, la operación intelectual sobre estos tres puntos debe ser instantánea.
Recuérdese que la lectura, tan recomendable, sin la meditación aprovecha muy poco y la memoria es un reloj que se para si no se le da cuerda. Gorgias ha dicho para combatir la funesta confianza de algunos seres en su “depósito subconciente": “La memoria es un doméstico a quien se necesita recordar continuamente sus deberes para que no los olvide”.
Del orador que fía a su memoria el discurso que quiere pronunciar con todas las apariencias de una producción súbita y espontánea, dice Timón en su “Libro de los Oradores”: “Que no siente el dios interior, el dios de la Pitonisa que agita y oprime; que es el hombre de la víspera y no el hombre del momento; el hombre del arte y no el de la naturaleza; que, en una palabra, es un cómico que no quiere parecerlo siendo él mismo su propio apuntador y que procura engañarlos a todos y hasta engañarse a sí mismo”.
Es ventajoso también formar extractos de cuanto se lee, porque esto proporciona un gran ahorro de tiempo y habilita al hábito de la síntesis.

Enseñanza 8: Diversos Tipos de Elocuencia

Elocuencia popular: Es aquella que, teniendo por tribuna el espacio y por auditorio el pueblo, permite vuelos más atrevidos y menos controlados, imágenes más osadas y emociones más vivas y profundas que los otros tipos de elocuencia.
Allí se atiende siempre menos a los adornos del lenguaje que al nervio y energía de lo que se dice.
El pueblo quiere oír cosas grandes y que se le anuncien con apasionada voz, con ademanes expresivos y con todos los síntomas de convicción y de entusiasmo de que sea capaz el orador. Allí el orador agita o calma las masas con el soplo de su verbo.
Elocuencia militar: Es una de las que más grande influencia ha tenido en los destinos de los pueblos.
Embriagar a los hombres para hacerles correr ciegamente tras la imagen dorada de la gloria; exaltar su espíritu hasta lograr que vayan a la muerte con la misma alegría con que marcharían a un festín y entusiasmarlos hasta el punto de hacerles olvidar sus padres, hijos y esposas para pensar sólo en un ídolo que tienen a la vista, la patria y la bandera que la simboliza, es la prueba del poder de la palabra en este tipo de elocuencia.
Las victorias de Napoleón se debieron en mucho a esa palabra de fuego que salía de su boca de caudillo para penetrar en las filas y transmitir al soldado todo el entusiasmo, toda la arrogancia y toda la magnanimidad de un jefe. Son notables sus arengas e ilustran muy particularmente al respecto.
Elocuencia académica: Todo debe ser aquí medido y calculado y sólo se piden delicadeza en la dicción, finura y sutileza en los conceptos, figuras brillantes en la línea de lo bello y no en la línea de lo elevado y magnífico; un compás, una cadencia a la que no se ajusta el alma con facilidad en medio de otros transportes. Se parece esta elocuencia al paseo que se da por amenos jardines. Timón hizo una exacta pintura de ella: “Tiene una fisonomía enteramente aparte. Se mira y remira como una coqueta de los pies a la cabeza. Acaricia la vanidad de los otros para que éstos, a su vez, inciensen la suya. No gusta de muchas ideas. Se mueve muellemente en medio de frases estudiadas, de delicadezas impalpables y de finas alusiones. Se corona de rosas pálidas nacidas del carbón de tierra en los templados invernáculos del Instituto”.
Elocuencia sagrada: Se relacionará sólo con las demás, pues supondría en sí misma un minucioso estudio que escapa a la dimensión de esta parte del curso.
Sus ventajas sobre el orador profano son la de poder elegir su objeto, meditarlo, disponerlo, formularlo, arreglarlo detenida y cuidadosamente en el archivo de su memoria, en tanto que el orador profano recibe el objeto que se le presenta y como se le presente y tiene que hablar sobre él, las más de las veces, con poca a ninguna preparación.
El predicador se dirige a gentes piadosas y devotas, en cuyos corazones no hay oposición, ni recelos, ni desconfianza; el profano habla entre adversarios tenaces y a veces ante un público rebelde. En la boca del predicador casi siempre se oyen palabras de dulzura, amor y fraternidad, en tanto que el orador profano lanza rayos encendidos y evoca las pasiones y los odios. El uno sólo procura hacer hermanos, el otro reducir enemigos.
Pero, en cuanto a oratoria, siempre tiene de su parte el orador profano otras ventajas que compensan aquella desigualdad. El predicador es el hombre del día precedente, de los días anteriores; el orador es el hombre del momento actual.
Sin embargo es cuadro solemne el de esa cátedra en que resuena la divina palabra. Abogado de su religión, intérprete de Dios, anunciador de la doctrina o el dogma, padre de sus fieles que como tal los dirige con su santa severidad y los anima con su angelical dulzura, es el guía del pecador que va a caer en el abismo y como tal lo ase y aparta de él con su brazo poderoso, lleva su consuelo y su esperanza en la palabra y su denodada lucha, aunque no tan aparente como la del tribuno forense o parlamentario y el patriota; no está libre de los ataques y resonantes victorias de aquellos. Sólo que son fruto de soledad y de silencio.
Menos temporal por su misión y naturaleza, trabaja no obstante en temporalidades y desconociendo el efímero triunfo ante los hombres, debe necesariamente conocer por fe, de una última victoria junto a Dios.

Enseñanza 9: La Improvisación

¿Qué es la conversación? Una improvisación breve que cambia a cada instante de materia y objeto, que desflora y no profundiza. En ella toda preparación es imposible porque la conversación cambia permanentemente de fisonomía. No pueden, pues, prevenirse las réplicas, pensarse de antemano las contestaciones, ni calcular el giro que llevará la discusión. Todo nace en el momento y las ideas y las palabras se conciben, formulan y anuncian con la mayor prontitud.
¿Qué falta a esa conversación para ser un discurso? Extensión y seguridad. Es decir, tener ideas con que alimentarla por más tiempo y palabras que vengan en auxilio de estas ideas. El discurso continuo no es más que la perfección y prolongación del discurso cortado del diálogo.
¿Qué es improvisar? Es leer con facilidad y prontitud en las ideas y traducirlas en palabras. ¿Qué se hace cuando se escribe? Recordar y combinar. Adquiérase, pues, el hábito, por el uso de la palabra, de hacer instantáneamente estos recuerdos y estas combinaciones y se será improvisador.
La improvisación no es más que la producción espontánea y repentina de lo que ya se sabe, de lo que antes se ha aprendido y meditado. Muchas veces, como en la improvisación de los sueños, en el discurso el alma se remonta a regiones que desconocía conscientemente y retorna con adquisiciones de una meditación consciente.
La conversación, como los discursos, tiene dos objetos: uno ideal que son los pensamientos, otro material que son las palabras. El primero se consigue y perfecciona por medio de un estudio asiduo y variado; el segundo haciéndose de un caudal de expresiones escogidas las más a propósito por su propiedad, sonoridad y elegancia para representar la idea con toda belleza y relaciones de enlace posibles.
Método. Todo el mecanismo se reduce a dos preceptos: método analítico para aprender; método sintético para ejecutar.
Analítico. Un discurso no es más que el conjunto de varias partes o párrafos, cada uno de éstos se divide en períodos, cada período se compone de frases y cada frase es el agregado de las palabras que la constituyen y que son su cardinal elemento. Analizado así el todo, el mismo análisis que sirvió de medio y de guía debe servir en lo demás del procedimiento. Palabras, frases y períodos formarán la escala del examen y de los ejercicios.
La idea es la palabra pensada y la palabra es la idea expresada. Se tratará, pues, de las voces, como signo representativo de la idea y de los pensamientos.
Debe empezarse por hacerse de un considerable número de palabras escogidas, que se procurará conservar con cuidado en los archivos de la memoria. Pero no basta saberlas; preciso es que se las examine a fondo y que se penetre en su propiedad para representar con exactitud el pensamiento a que deben servir.
Uso de los sinónimos. Para aumentar el caudal de palabras, riqueza del improvisador, conviene ocuparse del examen de los sinónimos. No pocas veces substituyen en un momento fatal a la palabra que había perdido el orador.
Clasificación de las palabras. Debe el improvisador, también, clasificar las palabras. Separar las que sirven para expresar pensamientos grandes y atrevidos, de las que anuncian ideas suaves y dulces; las que retratan la alegría, de las que pintan el dolor.
Sentido propio y figurado de las palabras. Es necesario conocer ambos y ensayarse el improvisador en continuos ejercicios. La mañana es una parte del día; trasládese esta voz a las edades del hombre y se llamará la mañana de la vida a los años dichosos de la infancia en que todo sonríe. Cuando se dice “que el hombre de bien goza siempre de algún consuelo en medio de la adversidad”, no se hace más que expresar un pensamiento de la manera más sencilla. Pero cuando se dice “al justo sale la luz en medio de la oscuridad”, se expresa el mismo pensamiento en estilo figurado: se introduce una circunstancia (se pone la luz del consuelo) y se usa de la oscuridad para presentar la idea de la adversidad. De estas figuras de palabras que se han llamado “tropos” y que consisten en emplear palabras para significar alguna cosa diferente de su original y primitiva significación, se dijo que alterando las palabras debía desaparecer la figura. “Al justo sale la luz en medio de la oscuridad”, el tropo consiste en no estar entendidas literalmente “luz y obscuridad" sino substituidas por “consuelo” y “adversidad”, a causa de alguna semejanza o analogía que se supone tienen con estas condiciones de la vida. En esta relación oculta debe ejercitarse el improvisador.
También es preciso practicar con las metáforas y comparaciones. Metáfora: cuando se dice de un ministro que sostiene un Estado, como una columna sostiene el peso de todo un edificio, se hace una comparación. Pero cuando del mismo ministro se dice que es “la columna del Estado” se hace una metáfora.
Un buen ejercicio es el de tomar un libro, leer un párrafo y procurar después ir trasladando la significación de las palabras que lo permitan y formando las metáforas, los demás tropos y las comparaciones que puedan servir a embellecerlo.
Formación de períodos. El objeto de esta parte del curso es el de acostumbrar al estudiante a todos los giros y movimientos oratorios; debe, por lo tanto, pasar revista en ellos a todas las figuras de pensamiento. La escala como en un instrumento musical deberá recorrer todas las entonaciones.
Princípiese por formular un período sobre un raciocinio cualquiera en la forma expositiva y pásese después a la interrogativa que ya se dijo aumenta la fuerza y energía de le locución. Vuélvase después el período a su forma primitiva y repítanse estas transformaciones hasta adquirir el hábito de que el pensamiento formule cualquiera de estas dos vías de enunciación pronta y repentinamente. Iguales ejercicios deben hacerse y repetirse sobre todas las formas de la retórica expuestas precedentemente.
Sintético. El improvisador, cuando ocupa la tribuna, necesita abarcar de una sola mirada todo el discurso que va a pronunciar. No en sus pormenores, porque sería imposible, sino en su esqueleto, en el orden riguroso.
Para adquirir este “golpe de vista” es preciso formar ante todo el discurso lógico y una vez poseedores de él nada más fácil que formular con la ayuda de los medios obtenidos en los ensayos el verdadero discurso oratorio.
Dicho discurso lógico deberá consistir en el trazado sobre el papel de las proposiciones cardinales que quiérese enunciar, enlazarlas y quedar empapado de ellas.

Enseñanza 10: Síntesis Crítica del Estilo

Es calidad esencial de toda belleza ser sencilla en sus arreos; “simplex munditus”.
Una de las primeras y más obvias distinciones del estilo es la que resulta de la mayor o menor extensión que el autor da a sus pensamientos. Esta distinción forma el estilo difuso y el conciso.
El estilo conciso comprime sus pensamientos en las menos palabras que puede; cuida de emplear sólo las más expresivas y cercena como redundante toda expresión que no añade alguna cosa esencial al sentido. No desecha los adornos siempre que puedan hacer más vivo y animado el estilo, pero se vale para ello de aquellas figuras que más bien le dan fuerza que gracia. Jamás presenta dos veces una misma idea. En la coordinación de las sentencias mira más a la brevedad y al nervio de la dicción que a la cadencia y armonía del período.
El difuso desenvuelve sus pensamientos completamente; los coloca bajo diferentes aspectos y da al auditor todos los auxilios posibles para que los entienda bien. Los oradores de este estilo son generalmente apasionados a la magnificencia y amplificación.
El estilo nervioso y el estilo débil suelen confundirse con el conciso y el difuso, con los cuales a veces coinciden. Pero no siempre sucede esto.
La causa de la debilidad o de nervio del estilo está en la manera de pensar de su autor. Si éste concibe fuertemente un objeto, lo expresará con energía; pero si tiene de él una percepción confusa, si vacila en sus ideas, si por su pasión o su precipitación no llega a comprender bien todo lo que debe comunicar a los otros, es preciso que el estilo se resienta visiblemente de estas faltas. Se hallarán palabras insignificantes y epítetos vagos. Sus expresiones serán generales, su coordinación confusa y vaga.
Se concebirá algo de lo que se quiere decir; pero no se lo comprenderá enteramente. En cambio un escritor nervioso, ya use de un estilo conciso o difuso, puede imprimir a sus pensamientos la fuerza y la energía de su estilo.
La dureza de estilo proviene de las palabras desusadas, de las inversiones forzadas en la estructura de las sentencias y del demasiado descuido de la blandura y facilidad de la construcción.
En cuanto al ornato se dirá que puede ser: árido, llano, limpio, elegante y florido.
Es árido el que excluye todo ornato de cualquier clase que sea, contentándose el expositor que lo entiendan y es forzosamente de tipo didáctico.
Es llano aquél que se eleva un grado sobre el árido. Además de la claridad busca la propiedad, la pureza y la precisión del lenguaje, lo cual es ya una belleza y no despreciable.
En el limpio se entra ya a la región de los adornos, pero no de los más espléndidos. Este orador no desprecia la belleza de la lengua, pero muestra atención en la elección de las palabras y en su graciosa disposición y no en los esfuerzos de la imaginación o la elocuencia. Sus sentencias son siempre limpias y exentas de la carga de palabras superfluas. Su cadencia es variada, pero no de una estudiada armonía.
El elegante dice un grado más de ornato que el limpio y se da este nombre al estilo que sin exceso, ni defecto, posee todas las virtudes del ornato mismo. Claridad, propiedad, pureza en la elección de las palabras, cuidado y destreza en su coordinación armoniosa y feliz son sus cualidades. Halaga a la fantasía y al oído, al paso que instruye.
Florido es el rico y galano en demasía para el asunto, cuando es muy continuo y deslumbra con su oropel. Y este es, casi siempre, un estilo viciado y vicioso.

Enseñanza 11: Higiene Verbal

Además de las recomendaciones del Método y aquellas tan breves y valiosas de “Reserva”, se recapitulará elementos, motivos, tipos de higiene de la palabra.
Amplitud del vocabulario. Método: Buscar sinónimos y antónimos de cada palabra, a fin de notar los diversos matices y acepciones en las cuales puede ser empleado cualquier sustantivo o calificativo.
Dada una palabra cualquiera, buscar las ideas susceptibles de ser asociadas. Para ello se necesitan dos obras de consulta: un diccionario común y otro de ideas afines sugeridas por la palabra. También es recomendable frecuentar un diccionario etimológico.
Para lograr también cierta elasticidad en el lenguaje es conveniente no sólo inquirir el nombre expresivo de cada objeto que se perciba, sino también los diversos calificativos referentes a los distintos estados y manifestaciones de tales objetos.
El auto análisis es muy importante respecto al empleo exacto de las palabras. Se deberá prestar especial atención a las palabras y a las frases que motivaron un equívoco, que permitieron interpretaciones erróneas, no conformes con el pensamiento o que parecieron causar irritación. En el primer caso falto exactitud y en el segundo, mesura.
Ejercicios de redacción: Asimilar pausadamente el texto de un cuento o capítulo de novela, sin recordar sus palabras. Luego, cerrado el libro, reproducirlo con lo que la memoria haya registrado. Comparar luego ambos trabajos y estudiar atentamente cada uno de los vocablos.
Con la ayuda de un texto a la vista reconstruir el relato mediante palabras totalmente distintas a las empleadas por el autor.
Transcribir un diálogo de una obra teatral, preferiblemente clásica o contemporánea, alterando todas las palabras, pero conservando cada personaje su carácter, que se habrá establecido de antemano.
Redactar una lista de cien palabras, formando frases donde figuren éstas; luego asociar las palabras por su configuración, sentido figurado y lógica, respectivamente. Leer un cuento y luego hacer la más apretada síntesis del mismo (trabajo de fichero).
Dicción: Es necesario mejorar continuamente la dicción. Para llegar al control reflexivo sobre todo cuanto se dice debe comenzarse por someter a la voluntad todas las expresiones verbales.
También es preciso vigilar y tratar de reprimir toda tendencia a pronunciar palabras automáticas, es decir, aquellas a que se está propenso a manifestar espontáneamente cuando uno se deja llevar por los impulsos.
Se desterrarán, entonces, las exclamaciones, el uso de pequeñas fórmulas que estén de moda y que se está inclinado a repetir sin motivo y contener todo aflujo verbal que sea la consecuencia de un sacudimiento de la imaginación o de una emoción.
Será preciso asimismo no dejarse arrastrar jamás a hablar y poner mucho cuidado en no decir más de lo necesario. Si se trata de una persona muy voluble no dejarse llevar por la extrema rapidez de su conversación a precipitar la propia; con cualquiera sea se tomará el tiempo necesario para hablar con calma y tranquilidad, sin alzar nunca la voz ni reaccionar impulsivamente a las palabras de excesos que otro ser dirija.
Se desterraran también las voces regionalistas, el tono, barbarismos. Todo ello es una cuestión de atención y de voluntad en aras de la corrección expresiva idiomática. La reflexiva y voluntariosa abstención de hablar con acento regional y en vencer los vicios de pronunciación motivados generalmente por hábitos particulares contraídos en la niñez o a una conformación bucopaladial particular, conducen en poco tiempo a esta perfecta dicción.
También se facilitará notablemente este autocontrol al evitar todo aquello que pueda desordenar los automatismos: los alimentos de trepidación (un régimen de carne en exceso, alcohol, azúcar o sal en demasía), la cercanía de personas agitadas e iracundas, las discusiones inútiles, los excitantes (café, té, tabaco). Especialmente es recomendable no pronunciar frase alguna que llegue por sí sola a los labios sin haberla controlado. Asimismo, antes de hablar es bueno esforzarse pensando el efecto probable de las palabras.

Enseñanza 12: La Voz

El órgano de la voz se asemeja, al parecer, a los de la vista y oído, pero difiere de ellos en un punto esencial: en que las operaciones de la vista y del oído son resultado de un acto involuntario. Si se abren los ojos y hay luz, se verá aunque no se quiera; si no se cierran los oídos y hay ruido, se oirá. El órgano de la voz, por el contrario, sólo se ejerce por acción de la voluntad; no se habla sino cuando se quiere hablar.
Además, no se puede ver ni oír más o menos en medida del deseo, sino cuando uno se sustrae en parte a la acción de los objetos exteriores poniendo un obstáculo, un velo, entre uno y el mundo de afuera. No así con la voz; se puede hablar más o menos alto, más o menos deprisa; se regula la función de la voz como función propia. Por lo tanto se infiere que se puede aprender a hablar, por ser ello susceptible de modificarse merced a la voluntad, a un control reflexivo y constante y de un acopio de energía vocal diaria.
Así como el teclado del piano se compone de varias octavas, divididas en tres clases de notas (bajas, medias y altas), cuyo sonido depende del tamaño de las cuerdas, la voz tiene su teclado; dos octavas, como el piano seis; tres especies de notas y cuerdas más delgadas y más gruesas, del mismo modo que el piano y a la manera que no se llega a tocar dicho instrumento sin estudiarlo, tampoco se puede llegar a manejar bien la voz sin el correspondiente aprendizaje.
Si es muy aguda, demasiado grave, gutural o nasal, la voz carece de claridad; es de emisión fatigosa para quien la posee y desagradable para los demás.
Es necesario, pues, hablar con una tonalidad media.
Para ello pueden vocalizarse los Nombres Místicos Solares registrados en el Curso de “Ceremonial de Cafh”.
Higiene de la voz: Para conservar la voz en buen estado de salud es recomendable observar una higiene bucal y general severa, a fin de que los órganos fonadores desempeñen su función específica libre de factores foráneos. Fosas nasales, faringe nasal, bronquios, pulmones, tráquea, laringe, sistema de resonancia, amígdala lingual, amígdalas palatinas, etc., deben sistemáticamente mantenerse sanas. Todo esto como complemento importante a la fundamental reserva de energía vocal.
Interesa resumir algunos consejos respecto a la voz. En primer lugar es preciso prohibirse terminantemente de cantar o hablar con catarro, con un resfrío y sobre todo con ronquera, pues esta última exige el reposo vocal absoluto. Cuántas veces la voz, no sólo de los profesionales de ella, sino la de aquéllos que no han practicado la mesura indispensable en sus expresiones vocales, luego de una ronquera aguda, en cuyo transcurso no guardaron un reposo vocal de corta duración y continuaron abusando de la palabra, quedaron indispuestos por mucho tiempo y en ciertas ocasiones la voz no volvió más.
Entonces a este tesoro es preciso conservarlo ávidamente y gastarlo con parsimonia.
Desensibilización contra el frío: Uno de los enemigos de la voz es el frío. Muchos oradores y cantantes viven en perpetuo temor de resfriarse, de hallarse en una corriente de aire, de que se enfríen sus pies, etc.
La experiencia médica expresa que se puede llegar a ser refractario a los catarros y enfriamientos. Esa comprobación se confirma entre quienes viven al aire libre, duermen con la ventana abierta en la montaña tanto en invierno como en verano, llevan poca ropa y realizan ejercicios naturales.
Es aconsejable, en base a tales hechos, desensibilizarse del frío mediante algunos métodos o sistemas que variarán de acuerdo a la naturaleza de cada uno. Esto partiendo del supuesto de un buen estado de las vías aéreas (fosas nasales, senos faciales y frontales, amígdalas y dientes), sin ningún foco séptico nasal, amigdalino o dentario. La gimnasia respiratoria, el baño, la ducha fresca luego de la cultura física y respiratoria (el baño caliente es un error; lo vuelve a uno friolento; sensibiliza para el frío y predispone a los catarros), son buenos desensibilizantes.
Esta desensibilización es recomendable que se inicie desde la infancia, ya que a una edad más avanzada resultará proporcionalmente más difícil contraer nuevos hábitos. En la adolescencia y la edad madura hay que entrenarse progresivamente para el agua fría y proceder con prudencia. Se comenzará en verano, paulatinamente. La fricción prolongada (tal como se aconseja en el curso de Gimnasia) es recomendable, así como la práctica de algunos deportes y la vida la mayor parte del tiempo posible al aire libre.
En todo es recomendable el método de vida y, en lo posible, la imitación de aquellas que llevan los Hijos en la Comunidad.
El tabaco, las bebidas alcohólicas y todo excitante son malos para la voz, pero el más nocivo -para ellos y para los que deban vivir en la atmósfera llena de humo-, es el tabaco.
Recuérdese que un buen sueño es imagen de la buena salud y no hubo buen sueño en la noche cuando la voz al levantarse está ligeramente velada, pesada, como sucia.
La calefacción es dañosa porque seca las mucosas de las vías aéreas y de este modo las vuelve vulnerables y es un verdadero desastre para las mucosas con tendencia alérgica. Es aconsejable poner en los radiadores recipientes con agua para humedecer el ambiente. Las flores y los perfumes son también peligrosos para la voz.
La fisiología y la patología revelan por otra parte que hay una relación franca entre la voz y los órganos sexuales, lo que en forma señalada se ha dejado expresado en el curso de desarrollo espiritual.
Causas de fatiga vocal: La técnica respiratoria defectuosa es la causa de ciertas alteraciones de la voz. Es preciso aprender a respirar correctamente. La respiración alta, clavicular, produce sofocaciones, congestión de la cabeza e inflamación de la faringe. La respiración abdominal, manteniendo las costillas inmóviles y exagerando los movimientos del diafragma, comprime los órganos del abdomen, contrae la musculatura del vientre y de los órganos vocales, reduce la acción del aparato vocal y lleva al sujeto a cerrar la emisión de la voz. La respiración buena, normal y fisiológica tiene que ser total y realizarse sobre todo con el ensanchamiento de las costillas inferiores. Ha de ser suave, amplia, lenta, profunda y silenciosa.
La integridad del aparato vibratorio, es decir, de la laringe y de las cuerdas vocales, es todavía más necesaria para la emisión vocal. Al estudiar el mecanismo se ve que hay una acción muy delicada de músculos, articulaciones y ligamentos de la laringe, cuyo objeto es producir el sonido fundamental. Si hay una lesión ese mecanismo delicado se alterará y se producirán afecciones de la voz.
El mal uso vocal es la técnica defectuosa que consiste en no utilizar bien el instrumento.
Ejemplo: Un conferenciante que habla con un tono demasiado bajo, cosa que lo obliga a inflar la voz, o que se vale de una voz gutural y que no tiene alcance y entonces recurre a la fuerza con miras a hacerse oír. El resultado es siempre el mismo: fatiga de la voz y congestión de la laringe. ¿Por qué sucede ésto? Porque se violan las leyes de la naturaleza al ejecutar un acto contrario a la fisiología vocal, al sentido común y no supo guardarse dentro de los límites de los medios naturales vocales.
En síntesis: conviene saber que todo orador, profesor o cantante que se fatiga es un sujeto que habla mal o que canta mal. Esa fatiga vocal constituye el signo precursor de la pérdida de la voz y es la señal de alarma del organismo que es preciso escuchar para detenerla a tiempo.

Enseñanza 13: La Lectura

La lectura, como práctica para aplicarla a la oratoria y también por sí misma, es importante.
La parte técnica del arte de leer versa sobre dos objetos: la voz y la pronunciación, los sonidos y las palabras.
Las tres especies de voz (de lo que se hablara en la primera parte de la Enseñanza anterior), que se definen por sí mismas: baja, media y alta, son igualmente indispensables para la lectura. La más sólida, flexible y natural es la media. El célebre actor Molé decía al respecto: “sin la voz media no se alcanza la inmortalidad”. El primer precepto será que se de a la voz media la supremacía en el ejercicio de la lectura; el modo de encontrarla fue expuesto antes, aún cuando cierto sentido común y espíritu de observación aguda pueden localizarla.
Las cuerdas altas son mucho más frágiles, más delicadas. Si se abusa de ellas, si se las toca con mucha frecuencia, se gastan, se destemplan, se ponen chillonas y se descomponen. El abuso de las notas bajas y aún de las graves, no es menos funesto; lleva a la monotonía, produce una impresión como pálida, sorda, pesada.
La voz media, pues, por ser la ordinaria, sirve para la expresión de los sentimientos más naturales y verdaderos, mientras que de las notas bajas, por su gran poder y de las altas, por su gran brillo, no se debe usar sino con suma discreción, excepcionalmente.
La respiración: Respirar es vivir y se respira incorrectamente. Sin embargo, para leer bien es preciso respirar bien y no se respira correctamente si no se aprende.
Así como el arpa eolia necesita del aire impulsado para vibrar, así las cuerdas vocales necesitan que el aire de los pulmones se condense y se transforme en el necesario impulso que permita modular las notas que se transformarán en palabras.
Aspiración y respiración son, pues, los módulos que se necesitan dominar. Así, pues, para leer un largo trecho se precisa abastecer bien los pulmones del aire que se gastará luego. El mal lector no aspira bastante y respira demasiado, esto es disipar su caudal sin orden ni medida. Como el pródigo, no sabe verter su caudal con largueza en las grandes ocasiones y ahorrarlo en las pequeñas. ¿Qué sucede? Se ve diariamente: el lector como el orador se ven obligados a cada instante a recurrir a la bomba, a efectuar aspiraciones ruidosas, roncas, que se llaman hipidos y que si mucho fatigan al que habla, no mortifican menos al que oye.
Compruébese lo dicho: enciéndase una bujía, colocándose cerca y enfrente de ella, pronúnciese cantando la vocal “a” y la llama oscilará ligeramente; mas, si en vez de un solo sonido se recorre una escala, a cada momento se verá temblar la voz. Pues bien; el cantante Delle Sedie ejecutaba delante de una vela encendida una escala ascendente y descendente, sin que la luz oscilara. ¿Cómo? Porque no dejaba escapar más que el aire estrictamente necesario para empujar el sonido fuera y el aire así empleado en la emisión de una nota pierde su condición de viento para reducirse a voz. El común de los seres despilfarra aire constantemente.
Debe recordarse que todos los movimientos del alma son tesoros. Ahórrese para los casos que los merezcan.
Para aspirar y respirar libremente conviene colocarse en asiento alto. Hundido en un sillón no se puede aspirar desde la base de los pulmones. Y conviene estar muy derecho. Por último, en cuanto sea posible, la espalda apoyada.
Es recomendable el siguiente ejercicio para ir aprendiendo a leer: elíjase cualquier verso de once sílabas:
“No me mueve, mi Dios, para quererte...”
Hágase una larga inspiración y durante la espiración que siga emítanse distintamente las once sílabas del verso. Si no se experimenta dificultad ni sofocación, pruébase de pronunciar con una sola espiración dieciocho sílabas:
“No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes”, después de 24, etc. Si fuera preciso empiécese por seis solamente, pero siempre con una enunciación reposada, invirtiendo cuatro o cinco segundos en las doce sílabas.
Finalmente es muy importante recordar que se puntúa leyendo, tanto como escribiendo. Esto, con la observación de la puntuación en la lectura, es fácil observarlo. No pocas veces una coma mal colocada al leer varía el sentido de una frase o la obscurece totalmente.
Muchas veces la lectura en voz alta lleva a revelaciones respecto al texto. Dícese de una cosa que salta a los ojos, y bien puede decirse que salta a los oídos. Los ojos corren por las páginas, salvan los párrafos largos, pasan como sobre ascuas por los pasajes peligrosos. Los oídos, en cambio, lo oyen todo, no dan saltos, tienen delicadezas, susceptibilidades, previsiones, que escapan a la vista. Tal palabra que leída bajo se hubiese pasado por alto, adquiere de pronto, por la audición, proporciones colosales; tal frase, que apenas hubiera sido notada, subleva.

Enseñanza 14: Esquema Histórico de la Oratoria

Podríase inferir, no sin acierto, que la elocuencia es hija de la poesía. Aún no había oradores, en lo que se entiende la oratoria como arte de persuadir, razonar y debatir, cuando Homero había cantado su inmortal Ilíada. Pero si bien esto resulta cierto, no lo es menos que ambas expresiones conquistaron imperios aparte.
No es necesario remontarse, para señalar el origen de la oratoria, a las primeras edades del mundo. En aquellos tiempos hubo, es verdad, una elocuencia de cierto género en los pueblos; pero se parecía más a la poesía que a lo que se ha definido como oratoria. El lenguaje de las primeras edades se supone que era apasionado y metafórico, debiéndose ello en parte al escaso caudal de palabras de que se contaba y en parte también a la tintura que el lenguaje debe tomar del estado primitivo de los hombres, agitados por pasiones y heridos de acontecimientos extraños y nuevos para ellos. Pero mientras el trato y la comunicaron de los hombres eran poco frecuentes y mientras la fuerza y la violencia fueron los principales medios de que se valían para decidir las controversias, poco podía conocerse ni estudiarse el arte de la oratoria como persuasión, exposición y convicción.
Por esto, a pesar de ser tan natural en el hombre el arte de persuadir, no ha florecido la oratoria con igual fuerza en todos los tiempos, ni ha tenido siempre los mismos caracteres.
Así en la época antigua predominaba la oratoria política sobre las demás y hasta la oratoria forense tomaba esta dirección pues las causas se hallaban ligadas a los grandes intereses del Estado, tratándose de pedir cuentas del gobierno de una provincia, del mando de un ejército, de la administración de los fondos públicos, etc., asuntos que hoy no constituyen por lo común materia de un proceso judicial. En la Edad Media descolló la oratoria sagrada y sólo en los tiempos modernos aparecen claramente deslindados los géneros oratorios, predominando actualmente en todos ellos el carácter didáctico.
Se puede considerar como principales épocas de la oratoria las siguientes: Grecia, desde Pericles hasta la dominación macedonia y romana; Roma, desde Catón hasta después de Augusto; Padres de la Iglesia, griegos y latinos; Oradores cristianos modernos y Parlamentarismo, incluyendo las revoluciones inglesa y francesa.
Grecia: Ya los poetas épicos -y con mayor razón los dramáticos- colocan en boca de sus personajes diversidad de discursos y los historiadores inventan y atribuyen a sus hombres de Estado y generales las oraciones y arengas que en tal o cual circunstancia debían haber pronunciado. Y así se ve en los poemas homéricos cómo los héroes y capitanes se expresan muchas veces en forma oratoria sin dejar el tono poético.
Y lo mismo que en la Ilíada y la Odisea sucede en las Historias de Herodoto y el ejemplo es seguido durante siglos enteros, pues Grecia, que fue un país dirigido y gobernado por oradores, dio gran importancia al género oratorio, que llego a adquirir grandísimo desarrollo, sobre todo a partir del siglo V a. de J. C.
La historia griega presenta, sobresaliendo por encima de tanto orador notable, a Solón, que parece fue el primer gran orador; a Temístocles en tiempo de las guerras médicas y Pericles en la generación siguiente. El primero de elocuencia grave y severa, pero vehemente y varonil; el segundo de abundante y persuasiva palabra, y el tercero, que dio nombre a su época de “fulminante”, como decían los antiguos.
El estudio literario de los dos grandes oradores de la antigüedad citados en último término resulta interesante; además, para ver lo que era un orador antes de que existiese a retórica, que más tarde tenía que someter a reglas minuciosas el ejercicio de aquel arte, que en ellos no obedecía a ninguna norma escrita.
Por el mismo tiempo de Pericles se ve brillar a Cleon, Alcibíades, Otenas y Terámenes. La Oratoria se constituyó como un arte y una enseñanza en Sicilia, después de la expulsión de los tiranos (hacia 465 a. de J.C.), según un testimonio de Aristóteles citado por Cicerón, y recibió forma de manos de Coraz y Tisias; el primero es el verdadero fundador de la retórica, y el segundo -discípulo suyo-, escribió un tratado superior al de su maestro, que era una segunda edición revisada y completada de la obra del primero.
A estos escritores les siguen los sofistas, que desvirtúan el papel de la oratoria convirtiéndola en instrumento o medio de probarlo todo, no teniendo para ellos valor alguno el concepto o sentido de las palabras, cuya importancia radica en sí mismas.
Los dos sofistas más importantes son Protágoras de Abdera (485-411) y Gorgias Leontino (486-380), cuyo conocimiento se debe, principalmente, a Platón, que en sus “Diálogos” pone en boca de Sócrates notabilísimos razonamientos para confundir a los sofistas, haciendo ver lo pernicioso de su arte, burlándose de ellos con delicioso ingenio cómico. Sin embargo, se les debe, en compensación, haber llevado el ingenio griego a un grado de extrema agudeza y haber afinado el lenguaje, estudiando hasta la nimiedad todos los aspectos y sentidos de las palabras.
Gran distancia es la que separa a estos oradores judiciales, defensores de causas y pleitos, a los oradores políticos, de los oradores clásicos de Grecia, cuya lista empieza con Antifón -orador político y forense-, que presenta en sus Tetralogías las ideas o asuntos de cada discurso bajo cuatro aspectos o categorías diferentes, y que con un estudio constante al servicio de una inteligencia selecta había logrado que desaparecieran de sus discursos la pesadez, sutileza y mal gusto que entonces imperaba en el campo oral.
También adquieren fama como oradores judiciales Andócides (440-390); el gran Lisias, cuyo discurso contra Eratóstenes -por asesinato de Polemarco, hermano mayor del orador-, es un modelo acabado de acusación, é Iseo que, según se dice, tuvo la gloria de dirigir los primeros pasos de Demóstenes.
Por encima de estos oradores sobresale Isócrates, que fue llamado padre de la oratoria, aunque no se atrevió jamás a abordar las luchas de la tribuna. Es la suya un modelo de oratoria reflexiva y más que orador se puede llamarle maestro de oradores, ya que escribió siempre sus discursos para que sirviesen de modelos a sus discípulos. Cuidó particularmente de la forma y huyendo de los estrechos límites de la oratoria judicial y del tono enfático de la tribunicia, forjó el arma que con la superioridad de su genio tenia que esgrimir Demóstenes.
Este fue el orador más grande de Grecia y quizás del mundo antiguo y con él desapareció la elocuencia política griega al desaparecer la libertad de Atenas.
Sus discursos, compuestos muy reposadamente y escritos con calma, eran pronunciados con entusiasmo extraordinario y escritos después para que su efecto se extendiese. Trataba las cuestiones con gran alteza de miras, lo cual no era obstáculo para que entrase en pormenores nimios de organización militar y de hacienda. No seguía un sistema fijo en cuanto a la forma, encontrándose en sus discursos frases breves, incisivas y frases largas, erizadas de oraciones y llenas de pensamientos. Nadie le ha superado en el arte de insinuarse en el ánimo del auditorio, y en la lectura de sus discursos se han formado los oradores más grandes de todos los tiempos. Al lado de tan gran orador brillaron el ingenioso y espiritual Hippiades y el austero Licurgo; y enfrente de él su rival Esquines, que poseía todas las cualidades opuestas a las de Demóstenes; Dinarco, que siguió de lejos a éste y Démades, de una delicada ironía.
Antes de perecer por completo la oratoria griega al perder el pueblo sus libertades tuvo, según el testimonio de Cicerón en su libro “De los Esclarecidos Oradores”, un mantenedor ilustre en el tribuno Demetrio Falereo (350-285 siempre a. de J. C.), cuyos discursos no se conocen, y en Teofrasto, el último orador de la Grecia libre. Mucho tiempo después, en el siglo I de nuestra era, intentó renovar y rejuvenecer las ideas antiguas tomando como modelo a Demóstenes, Dión, llamado Crisóstomo o Boca de Oro.
Roma: Aunque menos bien dotados que los griegos en todo lo que al arte y a la literatura se refiere, las circunstancias de la vida política les obligaron a cultivar el género oratorio.
Al principio, mientras no conocieron a Grecia, fue la elocuencia romana tosca y ruda y, por lo mismo, ingenua y apasionada.
No se habían formado en las escuelas de los retóricos griegos los Gracos y el viejo Catón y, a pesar de ello, supieron conmover y persuadir. La forma podía ser ruda, pero el fondo era excelente y cuando los maestros de Grecia abrieron escuelas en Roma, los oradores romanos adquirieron inmediatamente las cualidades que les faltaban.
Entre los géneros oratorios descuellan el político y el judicial, teniendo éste como caracteres distintivos la “urbanitas” y la “gravitas”. La historia de la oratoria romana se divide en tres períodos, de los cuales constituye el centro el de Cicerón.
En el período preciceroniano se encuentra a Fabio, de dulce y elegante lenguaje y modales también elegantes; Escipión, que se distinguía por el vigor y la nobleza del discurso; Labeón, Metelo, Galba, Emilio Lépido, los dos Lucios, Espurio, Mummio y Carbón; Tiberio Graco, arrebatado y vehemente en el decir; Léntulo, Decio, Druso, Flaminio, Curio, Rutilio, Escauro y Cayo Graco, en el que aparece una dialéctica robusta y vigorosa unida al lenguaje de las pasiones, de modo que sus discursos se dirigen a la inteligencia y al corazón. Y como oradores judiciales, M. Cornelio Cethego, de estilo sencillo pero de gran fuerza persuasiva; Catón el Censor, conciso, intencionado y enérgico; Lucio Licinio Craso y Marco Antonio (abuelo del triunviro), que según el mismo Marco Tulio fueron los primeros que elevaron en Roma la elocuencia a la altura que alcanzara en Grecia.
Cicerón, figura gigantesca que sobresale en el periodo clásico de la literatura romana, no desdeñó -siguiendo el ejemplo de otros predecesores suyos-, las enseñanzas de los griegos y viajó durante tres años por Grecia y el Asia Menor para perfeccionarse en el arte oratorio, siendo discípulo de Molón. De los discursos que de él se conocen son famosos y merecen recordarse, entre los jurídicos, la defensa de Roscio Amerino, acusado de parricidio; la de Aulo Cluencio, acusado de envenenamiento; la de Milón, autor del asesinato de Clodio y la de Quinto Ligorio, pompeyano desterrado. Entre los discursos políticos se recordaran siempre los tres relativos a la Ley agraria, contra Publio Servilio Rufo, quién pedía el reparto de los campos italianos; las cuatro admirables Catilinarias en que el orador se exalta hasta la furia y las 14 Filípicas contra Marco Antonio, en que trata de hundir por todos los medios posibles a su enemigo. Las oraciones verrinas, en que hay parte de oratoria judicial y parte de política, ofrecen gran interés como pintura del estado social de Roma; aunque estas oraciones son en número de cinco, parece que sólo fue pronunciada la primera.
Cicerón, como todos los grandes oradores de la antigüedad, preparaba sus discursos con tiempo y llevaba consigo a un liberto suyo, llamado Tirón, a quien se considera como inventor de la taquigrafía, que iba copiando sus oraciones a medida que las pronunciaba. Después Cicerón las leía, corregía y publicaba.
Contemporáneo y rival de Cicerón fue Hortensio, de quien aquél dice en “Brutus” que su palabra era espléndida, ardiente y animada y mucho más vivo y patético todavía su estilo, así como su acción y que estaba dotado de memoria sorprendente, de actividad grande en el trabajo, de exposición elevada y clara, de lenguaje fluido y de voz dulce y sonora. Al mismo período que constituye la época de oro de la oratoria romana, pertenecen: Calvo, de estilo conciso, nervioso y castizo, grave y firme, que imitaba el de los oradores atenienses, pero demasiado pulido y trabajado; Asinio Polión, más amplio y armonioso que Calvo y que gozó fama de gran improvisador; César, de dicción majestuosa y Bruto, cuya característica era la gravedad; pero teniendo todos de común lo varonil, lo puro y lo vigoroso de su elocuencia.
Después del siglo de Cicerón la elocuencia empezó a decaer, introduciéndose un estilo declamatorio redundante y afectado, haciéndose costumbre el enviar los jóvenes al Asia, donde los profesores de retórica les enseñaban un nuevo modo de perorar, la escuela asiática, mezcla de sutileza griega y de pompa occidental, muy seductora en apariencia pero de muy mal gusto en realidad, pues nada tenía de natural ni de sencilla y sí mucho de difusa y ostentosa, con pretensiones de deslumbrar mediante golpes de ingenio, metáforas rebuscadas y adornos superfluos.
Solamente merecen mención en este período Domicio Afer, en tiempo de Nerón, metódico y claro, sencillo y grave, pero ardiente y enérgico y salpicando sus discursos con rasgos de gracia e ironía que hacían se le escuchase siempre con gusto. A su lado figuran, aunque en plano inferior, Crispo Pasieno, Décimo Lelio y Julio Africano. Posteriores fueron Plinio el Joven, discípulo de Quintiliano, y Tácito, el historiador; mas tal era el relajamiento del foro en esta época que Plinio se avergonzaba del estilo corrompido y afeminado que se empleaba en el Tribunal de los Centunviros y Marcial ridiculizaba en sus epigramas la manía de las citas inútiles y de las digresiones fuera de propósito.
Entre los pocos cultivadores que quedaron de la elocuencia puramente romana, figuran algunos españoles, como Latrón y Séneca.
El último orador romano notable es el elocuente defensor del paganismo Quinto Aurelio Simmaco, que contendió con San Ambrosio sobre el restablecimiento del altar de la Victoria en el Senado.
Padres de la Iglesia, griegos y latinos: Deben ser considerados como precursores de los oradores sagrados, que con las predicaciones del cristianismo alcanzaron un nivel artístico superior a la oratoria profana de su misma época, los libros proféticos de la Biblia, que por su fin y su forma son verdaderas oraciones.
Para caracterizar y definir la oratoria de los profetas hay que tener en cuenta que no es posible incluirla en ninguno de los géneros oratorios determinada y específicamente, pues en ella hay mucho de oratoria religiosa y mucho de oratoria política. Aquellos hombres, llenos de espíritu de Dios, no sólo anunciaban la venida del Mesías y el cambio que se operaría, sino también los trastornos políticos que padecería el pueblo de Israel, a quien aconsejaban y amonestaban respecto de su conducta, profetizando la invasión extranjera, la pérdida de la libertad y todos los males propios de los pueblos decadentes. De ahí que en la próxima Enseñanza, al tratar sobre este punto, se la ha calificado “sobrenatural” por su misma naturaleza.
Desde los primeros tiempos de la iglesia cristiana se había ido formando y creciendo la elocuencia sagrada, siendo merecedores de citación San Justino y Clemente de Alejandría, que hicieron uso del griego como medio de expresión y Tertuliano, Arnobio de Licca y Lactancio que emplearon el latín. La figura más grande, anterior al siglo IV de nuestra era -que es el siglo de oro de la elocuencia sagrada-, fue San Jerónimo, hombre enciclopédico, gran erudito y escritor genial.
En el siglo IV aparecen los grandes propagandistas de las enseñanzas de Cristo, sobresaliendo en la Iglesia griega San Basilio, que en palabras de severa grandiosidad celebra el poder de Dios; San Gregorio Nacianceno, cuya exhortación sobre el amor de los pobres ha sido muy imitada por los mejores oradores sagrados; y San Juan Crisóstomo (Boca de oro) que innovó considerablemente las formas clásicas de la elocuencia griega, creando una especie de lenguaje universal, capaz de ser entendido y gustado por todo el mundo.
“Los oradores que preceden a San Juan Crisóstomo son los oradores de la lucha”, dice el escritor Navarro y Ledesma; “San Juan es el Orador de la Victoria”.
En la iglesia latina, además de San Hilario, San Ambrosio y San Jerónimo, sobresale San Agustín, el verdadero genio de la expresión religiosa cristiana, que si como orador adolece de algunos defectos propios de la época es, por otra parte, uno de los ingenios de más elevación de sentimientos y de ideas que ha existido.
La época de agitación y de continua lucha en que vivieron estos célebres oradores, hizo que su elocuencia tomase un carácter fogoso y apasionado, sencillo y popular unas veces, elegante y filosófico otras y en algunas ocasiones político.
En los siglos V y VI sostienen respectivamente el cetro de la elocuencia cristiana San León y San Gregorio, que ha sido llamado el apóstol de los bárbaros. Y en España sobresalen Justo, Severo, San Leandro y San Isidoro.
Oradores cristianos modernos: La invasión de los bárbaros hizo desaparecer la elocuencia junto con todos los otros géneros literarios y bellas artes, tardando mucho en reaparecer.
Sin embargo, en el siglo XI se encuentran oradores capaces de arrastrar a las muchedumbres y, por lo tanto, elocuentes a su modo, pues sólo así se explica que Pedro el Ermitaño y los demás predicadores de las cruzadas, consiguieron que millares de hombres corriesen a la conquista del Santo Sepulcro. San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán y el Beato Jordán de Sajonia, arrastraron a las muchedumbres y a la universidades con sus sermones.
El Renacimiento no resucitó la elocuencia clásica y aunque la Reforma y sus enemigos, sin olvidar a Savonarola, lucharon con la palabra, sus formas oratorias tienen poco o nada de retórica. Era preciso que llegase el siglo XVII para que la oratoria volviese a adquirir el lustre y esplendor perdidos, siendo la elocuencia sagrada francesa quien se llevó la palma.
En el reinado de Luis XIV florecieron el sublime Bossuet, el enérgico Bourdalone, el ingenioso Flechier, el dulce Fenelón, el apasionado Massillon y muchos otros; y no fue sólo el azar que los hizo aparecer en una misma época, sino que la cátedra sagrada pudo ser ilustrada de tal modo porque aquellos hombres -sin duda adornados de dotes naturales-, no hacían más que poner en práctica las reglas establecidas por Francisco de Sales, el padre de las Ligendes y algunos otros jesuitas, el abate de Saint-Cyran y los de Port Royal, pues todos estaban acordes en lo que debía de ser un predicador.
En Alemania los más famosos predicadores de la reforma fueron Lutero y Melanchton, y en Inglaterra se distinguieron como oradores sagrados Tillotson y Blair. En Italia, la figura del padre Séñeri es suficiente para elevar la oratoria sagrada a un grado de esplendor que, a excepción de España, pocas naciones logran superar. En Portugal sobresalió el padre Antonio Vieira, una de las glorias de la Compañía de Jesús.
Aunque la elocuencia sagrada descuella sobre los demás géneros oratorios, también toman incremento y despiertan de su letargo la oratoria política y la forense, y nace una nueva forma de oratoria: la académica.
La elocuencia académica ofrece pocos modelos dignos de elogio, siendo uno de ellos la admirable contestación de Racine al discurso de recepción de Corneille.
Parlamentarismo. Primera Época: La revolución inglesa. Para hacer una calificación acertada necesario es saber que entonces había tres escuelas diferentes, a que correspondían tres diversos tipos de oradores. Una era la escuela de la corte, ingeniosa, elegante, de la que ha participado algún tanto Shakespeare y de la cual hizo una ingeniosa parodia Walter Scott en uno de sus romances; otra la de la antigua filosofía, extraña o, por mejor decir, enemiga de las ideas de la época; y otra elocuencia de la reforma que bullía por todas partes, aunque todavía ruda e imperfecta.
Puede decirse con aproximada verdad que la revolución inglesa no produjo más que dos grandes oradores: Strafford y Cromwell. El primero, grande hombre en medio de sus pasiones y a quien se inmoló y que para hacer más acerba su desdicha tuvo que pasar por desgarradores desengaños y ver la debilidad y la ingratitud de Carlos I, sostuvo el mayor valor -en un magnífico discurso por su propia defensa-, contra 13 acusadores distintos, por espacio de 17 días.
Cromwell era el intérprete y el dios de la elocuencia puritana. Puritanismo de virtud, desprendimiento y martirio.
De su elocuencia, vigorosa aunque ruda, hace Voltaire un magnífico elogio y concluye diciendo: “Un movimiento de aquella mano que había ganado tantas batallas y dado muerte a tantos realistas, producía más efecto que todos los períodos de Cicerón”.
Esta elocuencia se poseyó con más brillo y con más ventajas por el célebre Pitt y por el opulento Fox, que nombrado por el Parlamento a la edad de 19 años supo emanciparse e hizo oír varias veces su voz en defensa de las leyes y de los católicos.
Segunda época: la revolución francesa. El cuadro más grande de la elocuencia moderna la presenta la Revolución Francesa, acontecimiento que con la reforma de Lutero ha compartido la admiración del mundo. ¿Cuál era su carácter? ¿Se parecía a la inglesa, hija de sus tradiciones y de sus antiguos recuerdos? ¿Se parecía a la de Polonia formada entre agitaciones de una anarquía guerrera? ¿A la de Grecia y Roma? No. Tenía un carácter nuevo, debido en gran parte a su origen literario, filosófico y esotérico.
Esta elocuencia nueva en su género era más grande, más atrevida, más sistemática que las demás elocuencias oratorias conocidas hasta entonces; Mirabeu, Vergniau, Barnave, Dantón, Desmoulins, Robespierre y tantos otros, hicieron conocer al mundo hasta dónde alcanzaba la vivencia y la fuerza de aquella palabra, inflamada por ideales.
También los militares como Napoleón, los políticos como Royén-Collard, Benjamín Constant, el general Foy, Casimiro Ferier, Thiers, Guizot, Lamartine, Jocqueville, Montalembert y Gambetta y los abogados como Berager, Dufaure y Favre, ocupan un lugar elevado en la historia del arte oratorio francés.
En cuanto a la oratoria parlamentaria española se oirá que los más representativos de finales del siglo XIX y principios del XX han sido, al mismo tiempo, los hombres de la política constructiva de España. Figuran, entre otros, Salustiano de Olózaga (1805-1873); Antonio Cànovas del Castillo (1828-1897); Cristino Martos y Balbi (1830-1893); Francisco Pi y Margall (1824-1901); Nicolás Salmerón y Alonso (1838-1908); José Canalejas Mendez (1854-1912); Juan Donoso Cortés (1809-1853); Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899); Juan Vazquez de Mella y Fanjul (1861-1928); José Echegaray e Isaguirre (1833-1916); Segismundo Moret y Prendergast (1838-1913); Antonio Maura Montaner (1853-1925); Melquíades Alvarez González Posada (1864-1936); y Ramón Nocedal y Romea (falleció en 1907).

Enseñanza 15: La Predicación en la Iglesia Cristiana. Su Ortodoxia

La predicación (pro aperto dícere) es aquella legítima dispensación de la palabra de Dios. Entiéndese, además, como la transmisión oral de una doctrina a través de sus autorizados ministros. El cuerpo de la doctrina es formulado entonces por medio de reglas, preceptos, principios que su agente religioso transmitirá íntegra y fielmente; y en ésta fundará, acrecentará y conservará la revelación de la que la palabra es vínculo en la mística de la predicación.
En este sentido la iglesia cristiana fue aquella que mayor importancia asignó a la predicación y como medio necesario para la transmisión de la doctrina fue establecida por el mismo Jesús repetidamente y como misión principal confiada a los apóstoles y sucesores, con el mandato de ir y enseñar a las gentes y también cuando les ordena predicar el evangelio del que Él mismo se confiesa predicador en la tierra y así como ha sido enviado envía a sus discípulos.
La necesidad de la predicación fue una de las cosas que motivó el establecimiento de los diáconos por los apóstoles a fin de poder mejor dedicarse éstos a ella. Es, pues, la predicación la misión principal de los sucesores de los apóstoles, no siendo lícito abandonarla para atender a otras ocupaciones. En esa misión podrán tener auxiliares; pero sólo auxiliares, no sustitutos, salvo caso de legítimo impedimento.
Así fue entendido desde el establecimiento de la iglesia romana, encargando los Padres, los cánones y los concilios constantemente a los obispos el ministerio de la predicación. San Hilario, San Jerónimo y San Agustín lo conforman. En Roma hasta el papa León, en África hasta San Agustín y en oriente hasta San Crisóstomo, la predicación conservó el carácter de aquella de los tiempos de persecución, consistiendo en pláticas o exhortaciones e instrucciones familiares, sin previa preparación, sin que los predicadores las escribiesen ni los fieles las recogiesen. San Gregorio Nacianceno fue uno de los primeros que puso en los sermones el arte y las bellezas de la elocuencia, por lo que hubo copistas que los recogieron.
El papa León escribiendo a Máximo de Antioquia y a Teodoro de Ciro, declara que la autoridad primitiva de predicar en dicha iglesia está reservada a los obispos. Durante los siglos siguientes siguió considerándose como deber esencial de éstos.
Cesáreo de Arlés se destaca en ello admirablemente, habiendo descargado todas las preocupaciones temporales en sus diáconos para dedicarse mejor a la plegaria, el estudio y la predicación, excitando a los otros obispos para que le imitasen y cuando por su edad avanzada no pudo predicar sus sermones los hizo leer por sus presbíteros y diáconos y también los de San Ambrosio y San Agustín.
Tan extrema importancia se le asigna en dicha iglesia que desde un principio se prohíbe a los laicos la predicación. Una decretal de Gregorio IX manda al arzobispo de Milán sobre la universal prohibición al respecto e impone la pena de excomunión a los que osaren realizar esta usurpación pública o privadamente. Como detalle curioso figura el hecho de que excepcionalmente algunos reyes, considerados como doctos, predicaron, lo que se permitió por ser dichos reyes en aquel tiempo fervientes cristianos y estar ungidos del Señor a causa de la unción que recibían de manos del Papa o de sus obispos.
Surge la suma importancia que ha concedido siempre la iglesia católica a la predicación del hecho de haber dictado al respecto varios concilios: disposiciones del Tridentino y complementarias; de Toledo; de Sens y las normas dictadas por la Sagrada Congregación Consistorial el 28 de junio de 1917.
En la iglesia ortodoxa la predicación se rige por reglas semejantes a las de la iglesia católica, exigiéndose licencias individuales del obispo para predicar.
Entre los protestantes la predicación constituye la parte más importante del culto y finalmente la Cámara baja del Parlamento Eclesiástico Anglicano acabó por aprobar el 14 de febrero de 1922 la proposición autorizando a las mujeres para predicar en reuniones. Excepto en Inglaterra, no se necesitan órdenes para predicar, requiriéndose no obstante cierta ciencia y ser pastor.
Todo esto respecto a la predicación en general. En cuanto a la denominada específicamente “predicación sagrada”, entiéndese por esta definición la enseñanza oral de las verdades reveladas y la exhortación a la práctica de la virtud, teniendo por objeto persuadir; esto es: ilustrar la inteligencia y mover la voluntad conforme a ella.
No es lo mismo oratoria sagrada y predicación sagrada; aquella es el conjunto de reglas para predicar con elocuencia; ésta reduce a la práctica estas mismas reglas. Según San Agustín un doble principio divino y humano informa a este tipo de predicación sagrada. El divino abarca tres elementos: la misión, la doctrina y los auxilios. El humano lo constituye el predicador, el cual para llevar a cabo y convenientemente su cometido no puede olvidar las reglas cuyo conjunto constituye el arte oratorio, debiendo conocer asimismo las fuentes de la materia predicable. Al respecto es ilustrativa la encíclica que Benedicto XV dirige a los patriarcas, primados, arzobispos y demás ordinarios el 15 de junio de 1917.

Enseñanza 16: Oratoria Sobrenatural de los Profetas Bíblicos

“El pueblo de Florencia no parece ignorante ni grosero; sin embargo fue persuadido por fray Jerónimo Savonarola de que hablaba con Dios. Y no quiero juzgar si era verdad o no porque de tal hombre se debe hablar con reverencia; pero yo digo bien que muchísimos lo creyeron sin haber visto cosa alguna extraordinaria para hacerles creer así: porque su vida, la doctrina y el tema que desarrollaba eran suficientes para que se le prestase confianza”, dice Maquiavelo en sus “Discorsi”, refiriéndose al profeta de la muerte de Lorenzo de Médicis y del papa Inocencio y de la llegada del nuevo Ciro a las tierras de Italia. Aún cuando el público del prior de San Marcos no se diera cuenta por entonces si la predicción respecto a la muerte de Lorenzo el Magnífico se produciría estando presente dicha generación para asistirla, la actitud adoptada por fray Jerónimo era la del profeta aún cuando no lo publicara explícitamente. Como bien dice su biógrafo la figura, el gesto y el tono eran los de hombre inspirado; cuando hablaba del castigo en perspectiva su voz, su ademán y sobre todo el íntimo convencimiento de su palabra hendían con poderoso influjo en el ánimo de quienes le escuchaban.
Se señalará aquí particularmente la presencia de la “voz profética” antes que la profecía en sí, materia esta última que escaparía a las dimensiones de esta parte final del curso tocante a la oratoria sobrenatural, luego de haber discurrido sobre la ordinaria.
Posiblemente interesara a los vecinos de Florencia la comprobación histórica de la profecía del fraile -cosa que sólo ocurrió un siglo más tarde-, pero el mensaje, la transformación, la divina vibración de Savonarola-verbo, alcanza la zona más íntima y basamental de ese pueblo y se puede dilucidar fácilmente que, en esos momentos, por su carácter, ella escapa a la limitación ordinaria y se convierte en oratoria sobrenatural.
Los apóstoles reunidos en cenáculo hablaban todos los idiomas, dice el Nuevo Testamento. La fuerza de sus plegarias vocales, emitidas durante cuarenta días consecutivos habían formado una vibración tan fuerte que les ponía en condiciones de comprender la palabra por el simple movimiento vibratorio. Naturalmente que los 40 días consecutivos de permanente oración fluyen del corazón inspirado en Dios y el verbo entonces ha de tomar la misma característica foática que la de aquellos profetas, tanto de la antigua como de la nueva alianza; y es particularmente en ese “pueblo de Dios”, en Israel, donde la oratoria sobrenatural, la profética, surge a raudales, siendo sus 4 mayores Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel.
En los tiempos de la expectación mesiánica de los israelitas su pueblo tenía muy presente las palabras y preanuncios de Moisés en el Deuteronomio: “el Señor te suscitará un profeta de entre tu gente y de entre tus hermanos semejante a mí y tú le oirás”. Y acaso más que a ningún otro pueblo de la tierra podríamos llamar a éste el de la oratoria profética por antonomasia.
¡Maravilloso pueblo, en verdad, donde los padres, como Zacarías, anuncian a sus hijos que arderá su lengua en el fuego venturoso y terrible de los grandes anuncios, como ardieron los de Juan el Bautista! Estos seres que transmiten a los hombres las revelaciones recibidas de Dios poseen la oratoria jerárquicamente más elevada y, aún cuando Pablo de Tarso sitúa primero a los apóstoles, no sería aventurado suponer que la Buena Nueva era llevada apostólica y proféticamente indisolublemente.
En verdad y como lo entiende la Sagrada Escritura, el profeta no es sólo aquél que prevee y predice las cosas futuras, sino el que habla por Dios o en lugar de Dios y como intérprete de Dios; “he aquí que te he puesto por Dios de Faraón; y Aarón, tu hermano, será tu profeta. Tú le hablarás todas las cosas: y él hablará a Faraón, que deje salir a los hijos de Israel de su tierra” (Éxodo, VII, 1 - 2); “háblale (a Aarón) y pon mis palabras en tu boca: y yo seré en tu boca, y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. Él hablará por ti al pueblo, y será tu boca: y tu serás para él como dios” (Éxodo IV, 15).
Tres notables instituciones se encuentran en el pueblo de Israel: los reyes, los sacerdotes y los profetas. El poder real estaba vinculado a la tribu de Judà, a la familia de David; el sacerdocio a la tribu de Levi y a la familia de Aarón. Mas el cargo profético dependía únicamente de la elección de Dios.
Así Jeremías y Ezequiel eran sacerdotes; Isaías no lo era y era, probablemente, de la tribu de Judà. Había profetas ricos y nobles, como se supone que era Isaías; los había pobres, como Amós, que era pastor y boyero; habíalos entre los hombres y entre las mujeres, quienes no estaban excluidas de este ministerio y así había profetisas como Ana, la madre de Samuel; Débora, Holda y otras.
De modo que para el cargo o ministerio profético no se requiere ninguna disposición natural, ni ciencia, ni instrucción o preparación alguna como se ve en Eliseo que era campesino o labrador y en Amós que era boyero y la razón es porque Dios, que es la causa de la profecía, puede si quiere dar la disposición conveniente.
Tampoco se requiere especial afición o disposición de la voluntad. Así Isaías se ofrece al Señor para la misión profética; Moisés y Jeremías se excusan y la rehusan, Jonás huye. No se requiere tampoco la caridad y las buenas costumbres y así Balaam, aunque malo era, según parece, verdadero profeta de Dios y Caifàs profetizó como advierte Juan. Naturalmente que la caridad la perfecciona y el conocimiento la amplía y todas las añadiduras embellecen el verbo de profecía.
Señal de esta oratoria magnífica no es, como suele creerse, la verificación de los hechos anunciados en el tiempo, sino la iluminación interior del entendimiento que hace Dios a través del profeta a sus discípulos, pues los hombres sólo pueden representar las cosas a sus adeptos por palabras y signos exteriores, pero no por revelación íntima. Y el profeta conoce cuando es él y cuándo el soplo de Dios trasferido a su boca.
En cuanto a las credenciales otorgadas por Dios a los profetas como sus embajadores auténticos, las mismas solían ser tres: su vida y predicación, sus milagros, sus profecías.
Se entiende fácilmente que los profetas del pueblo de Israel no podían ser hombres de vida estragada y perversa que los desacreditase delante del pueblo; eran escogidos entre los hombres de vida santa, de costumbres puras e irreprochables, de ánimo esforzado y valiente, de predicación clara, decidida y resuelta a favor de la verdad, ajena a la adulación y el servilismo, la codicia y el propio interés. A estas dotes de la vida y predicación añadíanse otras señales extraordinarias como aquellas de los milagros que hicieron Elías y Eliseo y el de Isaías cuando curó a Ezequías y le dijo que sanaría. Y la tercera, la de acreditarse a veces con sus mismas profecías cumplidas, fue casi siempre motivo de grandes disgustos y sinsabores.
Entre los profetas del Antiguo Testamento Samuel es el gran vidente de Israel, David el rey profeta como él mismo dice expresamente en sus últimas palabras y como basta saberlo al leer sus salmos; Salomón, rey sapientísimo, dotado por Dios de la sabiduría. Los dos grandes siervos de Dios, Elías y Eliseo, notables por sus predicciones y milagros.
Se excluye, dada la naturaleza de esta parte del curso, a los profetas escritores, que consignaron sus oráculos y profecías por escrito, tales como los salmistas que compusieron salmos proféticos como Moisés, David, Salomón, Asef, Eman, Etam y los hijos de Coré.
Los doctos de la sinagoga colocan a Moisés a altura muy superior a la de los grandes profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel y se dice en el Talmut que sólo él contempló la verdad pura mientras que los demás no hicieron sino entreverla como si estuviese reflejada en un espejo empañado. Para los padres del Talmut, en la revelación mosaica se comprende toda la profecía posterior.
Es interesante también observar en Maimónides, en su teología, la explicación del acto profético mediante cierto proceso interno.
De otra naturaleza ya son los oráculos, por cuanto no guardan una relación, como la voz profética, con la oratoria sobrenatural, aún cuando determinaron verdaderas comunidades políticas, jurídicas, religiosas como en la grecoromana a través de sus pytianos y pitonisas o el oráculo del templo de Amón que, dentro y fuera de Egipto, era el de mayor celebridad y al que acudían verdaderos ejércitos de devotos para escuchar la respuesta de la divinidad.
Pero... ¿Cuál será la característica de la nueva palabra, del luminoso verbo del día de Sakib que se anuncia; cuál la forma que adoptará el verbo eterno para transportar la buena nueva? Vaya el Hijo a la profunda celda de su silencio, recójase en la absoluta intimidad de su corazón y dialogue en aquella deliciosa plática que no conoce el tiempo ni el espacio con Aquella que conoce el número y la medida del Universo y entonces oirá la voz de los nuevos Iniciados que habrán de enseñarle las exactas palabras de misericordia, de justicia, de amor y de belleza para que humildemente las derrame sobre los corazones afligidos que en las tinieblas del mundo aguardan la Nueva Alborada.

ÍNDICE:

Enseñanza 1: Elocuencia y Oratoria
Enseñanza 2: Anatomía del Discurso. Reglas y Preceptos Oratorios
Enseñanza 3: Figuras de Palabras y de Pensamiento
Enseñanza 4: Formación del Discurso
Enseñanza 5: Ideas, Orden, Formas y Palabras en el Discurso
Enseñanza 6: El Discurso y el Orador
Enseñanza 7: Reflexiones sobre la Aplicación de las Reglas Enunciadas
Enseñanza 8: Diversos Tipos de Elocuencia
Enseñanza 9: La Improvisación
Enseñanza 10: Síntesis Crítica del Estilo
Enseñanza 11: Higiene Verbal
Enseñanza 12: La Voz
Enseñanza 13: La Lectura
Enseñanza 14: Esquema Histórico de la Oratoria
Enseñanza 15: La Predicación en la Iglesia Cristiana. Su Ortodoxia
Enseñanza 16: Oratoria Sobrenatural de los Profetas Bíblicos

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