ÍNDICE:

Enseñanza 1: La Muerte de Cleopatra
Enseñanza 2: Amonio Saccas y el Neoplatonismo
Enseñanza 3: El Misticismo Extático del Mundo Antiguo
Enseñanza 4: Isidoro de Sevilla y sus Familiares
Enseñanza 5: El Renacimiento Aristotélico de Avicena y Averroes
Enseñanza 6: El Aristotelismo de Maimónides
Enseñanza 7: Inocencio III
Enseñanza 8: Hernán de Salza y la Orden Teutónica
Enseñanza 9: La Poesía Mística de Jacopone de Todi
Enseñanza 10: Juan Pico de La Mirándola
Enseñanza 11: El Humanista Tritemio
Enseñanza 12: Paracelso
Enseñanza 13: Los Místicos de Port Royal
Enseñanza 14: Visiones de Manuel Swedenborg
Enseñanza 15: Saint Martin
Enseñanza 16: El Filósofo Desconocido


Enseñanza 1: La Muerte de Cleopatra

Antes de comenzar el relato de algunas vidas de Iniciados del Fuego del signo del Pescador -la era en la cual el sentimiento jugaría un papel tan importante en la lucha entre el amor y el odio-, convendrá conocer la de un Iniciado del Fuego de la época precristiana.
Para ello se ha elegido a Cleopatra, una de las figuras históricas más discutidas. Su nombre ha venido a ser como sinónimo de perfidia, pues siempre los dioses se vuelven demonios en manos de los conquistadores.
En el signo de Apis, sobre todo a su término, la gran unidad expresiva de los valores directivos, culturales y espirituales, empezaba a resentirse, provocando en su resquebrajamiento un predominio de la mente sobre el corazón, predominio que se manifestaba como crueldad y despotismo, si bien quedaba en pie la antigua fuerza del poder y del valor.
Cleopatra encarna la decadencia definitiva de Apis, apareciendo con todas las deficiencias de su raza caduca y con toda la grandeza atávica de su extraordinario saber y responsabilidad directiva. Su obra es la de avivar la llama en la última hora para trasladar la antorcha a los anales akásicos y dejar su figura, enroscada por el áspid, incisa en la historia como testimonio misterioso del pasado.
Es la hora solemne de la muerte. Pero esta vez no es sólo la de la muerte de un ser, es la de una Reina Iniciada. Hora de la muerte de Cleopatra y, con ella, la del reino egipcio, de la dinastía de los Tolomeos y de la raza poderosa de las pirámides.
Alejandría, que Cleopatra quiso volver a levantar como cabeza de Oriente y ejemplo del mundo, último baluarte de los faraones helenistas conquistados por los romanos, está rodeada por el hielo de la muerte.
Ya el pan de Dios, la sabiduría de los libros -encarnada en su grandiosa biblioteca- no existe; se la llevaron las llamas de un gran incendio.
El potente faro que iluminaba su puerto y que se encendía misteriosamente, movido quien sabe por cual fórmula sacerdotal de corrientes eléctricas, también ha sido destruído.
Las cúpulas de oro de la gran ciudad están envueltas en un manto fúnebre. Fantasmas se aparecen sobre la noche anunciando el próximo fin y fuerzas sísmicas sacuden la tierra durante varios días, como presagio de un terrible advenimiento.
¿Y no es presagio de muerte la silenciosa desesperación de la Reina? Cleopatra no pide ya a los Reyes de Oriente que se unan a ella y vayan en su auxilio para derrotar al enemigo latino; ya no urde tramas, ni prueba venenos mortales, ni ciñe su corona sobre las sienes.
Es demasiado grande su tranquilidad para creer que se ha resignado a la derrota y a la pérdida de su reino.
Además sus fieles la oyen murmurar: “No me arrastrará trás de él; no me llevará en su cortejo”. Octavio daría su mano derecha para entrar en Roma trayendo atada a su carro a la Reina de Egipto, como ya César había hecho con su hermana Arsinoe.
Pero a ella no; será reina hasta el fin.
Aún en la tarde fúnebre, cuando marcha hacia el Mausoleo para encerrarse en él toda vestida de azul -luto de las viudas de Egipto-, una secreta inspiración la alienta: que el poder espiritual de los faraones pueda dominar el poder de las armas y de la organización de los romanos.
Con ella están los tesoros de Egipto, el cuerpo de su esposo Marco Antonio y sus más fieles amigos y servidores.
Arrodillada sobre el sarcófago que encierra el cuerpo del hombre que tanto amó, no son de dolor sin embargo sus lágrimas.
Una mujer así no puede sufrir por amor.
Ella tiene un ideal; ella sólo pertenece a su ideal: reconstruir la grandeza de Egipto.
Este fue el gran delito de Cleopatra: ser fiel a su ideal.
Quiso revivir el poder de los egipcios, herederos de los Atlantes; restablecer el reinado de la sabiduría del espirítu. Pero fracasó.
Para lograrlo ha pasado sobre mil muertes y mil claudicaciones. Se ha sobrepuesto a los sentimientos que hacen agradable o desagradable la vida diaria; ha llegado hasta el umbral de la divinidad mental. Pero tiene que dejar paso, ahora, a la era del odio y del amor.
Toda la potencialidad de su fuerza mental en la última hora está reconcentrada en esto: o mantener su reino o saber morir como Reina y trasladarse voluntariamente al mundo astral, con toda la grandeza de su poderío y de su cortejo.
Los espías de Octavio -que quieren conservar su vida a toda costa-, la vigilan estrechamente; pero la Reina, en calma, piensa.
Habiendo sido educada por los Sacerdotes de Amón, que conocen los resortes más secretos del cuerpo humano y también el arte de morir, no puede ella usar de este postrer recurso porque el juramento iniciático la ata a otras seis personas que deberían, en tal caso, morir con ella. Si uno muere los siete deben morir. Existía entre los juramentos un lazo magnético que no permitía hacer efectiva la fuerza destructora en el organismo si los siete no lo consentían al mismo tiempo.
Se concentra más y más.
Su única esperanza de salvar la grandeza de Egipto está puesta en su hijo Cesarión, que huye. Pero cuando se da cuenta que ha sido traicionado y muerto, pierde la Reina toda esperanza de salvación.
Sólo le queda un último triunfo: morir de muerte psíquica.
Los poderosos y organizados romanos, tan grandes energéticamente como pobres en sabiduria, no comprendieron jamás el misterio de la muerte de Cleopatra y tuvieron que conformarse con creer que una culebra la había envenenado, construyendo luego una estatua que representaba a la Reina Iniciada en esa actitud.
Es que el fiel discípulo de la Reina, cuando el emisario romano se presentó a reclamarla, contestó irónicamente: “Ha muerto. La serpiente divina le ha picado”.
Y verdaderamente así había muerto. La serpiente interior del poder vital, impulsada por la voluntad consciente de Cleopatra, la había herido de muerte a ella y a sus seis compañeros.
Así murió Cleopatra. Así, consciente, entró al reino de las sombras con su cortejo real.
Pero hay algo que aclarar. ¿Dónde había aprendido el misterio excelso de la consciente transmutación?
Fue ella educada por los sacerdotes del Templo de Armakis, en donde se conservaba el colegio sacerdotal más antiguo que descendía en línea directa de los antiguos sacerdotes atlantes.
Si bien estos sacerdotes fueron en principio enemigos acérrimos de los Tolomeos y facilitaron la muerte y la desgracia de más de uno de esta familia, tuvieron, sin embargo, que rendirse ante sus descendientes que se habían adaptado a las costumbres egipcias íntegramente y eran, por su espíritu dominador y vigoroso, los únicos que podían defender el tambaleante trono de los faraones.
Lo demuestra la costumbre que habían adoptado, completamente egipcia y faraónica, de casar a los hermanos entre sí para que dirigieran el destino del reino.
Cleopatra, reencarnación de la antigua reina atlante de Soma Mù, unía a la desmedida ambición para reinar y a su extraordinaria belleza física, la concepción clara de que Egipto estaba por perecer frente al Imperio Romano si no lo impedía el esfuerzo poderoso de alguno de sus dirigentes.
Ella reunió en sí este esfuerzo supremo.
El lema de toda su vida fue éste: o conservar la grandeza de Egipto íntegra o llevar consigo, a través de la muerte, la dignidad y la grandeza del reino fenecido.
Desde los catorce años fue educada en el Templo, donde le fueron enseñadas las doctrinas secretas de matar a los enemigos y de destruirse a sí misma si fuera necesario. En una palabra: le fueron entregadas las llaves de la vida y de la muerte.
El sumo sacerdote de Armakis, que le ha enseñado el secreto, tiene también la llave del Tabernáculo donde se guardan los tesoros intactos de Ramsés II y con ellos la maldición que llevará aquél que llegue a tocarlos.
Pero ¿como podrá conquistar y hacer frente al poderoso Imperio Romano una Reina sin riquezas?
Toma el lugar del Sumo Sacerdote y jura usar el tesoro solamente por la grandeza de Egipto. Este acto, pese a ser realizado por una fuerte inspiración idealista, no la libra de cargar con las fuerzas del mal provenientes de las emanaciones negativas que envolvían las tumbas faraónicas.
Y llegará el día en que ella usará los tesoros del Templo para salvar desesperadamente la herencia de los Tolomeos.
Al cumplir este acto extremo Cleopatra llevará consigo en su séquito al mundo astral también los poderes del mal de la vieja raza.
Es preciso mirar al Iniciado del tiempo de Apis en sus dos aspectos: grandeza en el bien y en el mal, pero fiel, sobre todo, a su ideal.
Regiamente la Reina ha preparado todos los detalles de la última hora. Se ha colocado sobre las espaldas el manto real bordado de amarillo y blanco y salpicado de zafiros. Se ha puesto sobre la cabeza la triple corona faraónica que señala el dominio sobre el mundo, sobre los muertos y sobre los espíritus.
Ha hecho cerrar herméticamente todas las puertas del mausoleo y se ha colocado sobre su trono, rodeada de sus fieles discípulos.
Resueltamente están dispuestos a pasar al país de la muerte.
Se miran fijamente en los ojos el uno con el otro y un estremecimiento ligero recorre los miembros y especialmente los hombros de los místicos suicidas. Despaciosamente empiezan a adormecerse y a ser invadidos por el sueño tranquilo y agradable anunciador del fin.
¿Por qué no mueren aún?, se pregunta el fiel discípulo que tras de la puerta aguarda la hora solemne. Es que todavía la conciencia latente está recorriendo, retrospectivamente, los caminos de sus vidas.
Pero han terminado. Un grito, una sacudida, un caer supino, un sonreír...y nada más.
La Reina ha entrado en la región de las sombras.
Más allá vislumbra su nuevo reinado: el reinado de la paz.
Toda su cohorte la espera. Se adelanta primero el Sumo Sacerdote de Armakis: “Oh Reina -le dice-, aquí vengo a buscarte y a rendirte pleitesía. ¿Ves, tras de mí, esta infinidad de seres? Son tus súbditos; los que te acompañarán en tu nuevo reino. Tu sueño de poder y grandeza no fue vano. Aquí uniremos nuestras fuerzas, forjaremos una nueva grandeza y sabiduría y cuando sea nuestra hora volveremos a la Tierra, para realizar nuestros sueños en un mundo y un pueblo nuevos. Forjaremos un reinado en donde el amor de los Hijos del Pescador no signifique desprecio y humillación, sino belleza, poder y grandeza”.

 

Enseñanza 2: Amonio Saccas y el Neoplatonismo

La cultura griega penetró en el mundo cristiano primero a través del neoplatonismo pagano y después por medio de la adaptación de éste a los dogmas y enseñanzas cristianas.
Alejandría, en el siglo II, ya no era la floreciente ciudad de los Tolomeos.
La Academia Filosófica, fundada por Auletes, había decaído enormemente y las lumbreras intelectuales de la época ya no la frecuentaban.
Los romanos que conquistaban todos los países y destruían todas las reliquias, habían hecho a la filosofía griega su tributaria, relegando la religión egipcia.
No obstante, los inmigrantes judíos y los nuevos cristianos habían aportado un renacimiento en el estudio de las filosofías, en el afán de adaptarlas a sus respectivos credos.
Este movimiento dio vida a la escuela ecléctica, a la que pertenecieron hombres ilustres como Clemente de Alejandría, San Justino Mártir y Antenágoras.
El cristianismo naciente, que había trazado un plan de trabajo especialmente dogmático para contrarrestar las numerosas herejías, empezó a mirar a este nuevo movimiento con desconfianza -aún cuando figuras eminentes de su credo pertenecían al mismo-, hasta que hubo una separación definitiva.
Esto favoreció el florecimiento del neoplatonismo.
Amonio Saccas había nacido en Alejandría, en el siglo II, de padres cristianos. Ya de niño mostró aptitudes extraordinarias. Durante los divinos oficios no podía seguir las preces vocales y se quedaba como extasiado, dice él, absorto en una idea luminosa. Este hábito de abstraerse de las cosas materiales le valdría, más adelante, el sobrenombre de “Theodidaktos” (aleccionado por Dios).
Siendo muy joven todavía entró en la Escuela de Clemente de Alejandría y de él aprendió ese amor tan intenso hacia la escuela académica, que no abandonaría durante el resto de su vida.
En ese entonces los cristianos se habían declarado abiertamente contrarios a las ideas culturales griegas. El Obispo de Alejandría lanzó el primer grito: “Con Cristo o con los griegos”. Los más fanáticos invadieron las escuelas, saquearon las bibliotecas y los textos fueron pastos de las llamas. Fue tal la indignación que Amonio rompió definitivamente con el cristianismo.
En esos días una visión admirable se le mostró: una montaña coronada por un fuego perenne y una mujer de blancas vestiduras que le conducía hasta la boca del cráter mostrándole, sobre las llamas, distintos cuadros que se reflejaban en la lumbre. Toda la historia del mundo pasaba por allí; veía las civilizaciones perdidas, las diversas religiones; todos los pueblos nacer, surgir y desaparecer. Sólo el fuego continuaba brillando y brillando.
Desde entonces la misión de Amonio Saccas fue trazada para siempre: uno es el fuego, muchas las sombras que proyectan sus llamas; y consideró al cristianismo como un gran ideal humano-religioso, pero no único.
Grandes hombres se reunieron a su alrededor, admirados de su inagotable sabiduría y anhelosos de ser dirigidos por él. Esta concurrencia le decidió a fundar la escuela neoplatónica que él llamó “Filaletea” y que se dividió después en analogista y teurgista.
De esta escuela salieron el extático Plotino, el divino Porfirio, el insuperable Jámblico, el tenaz Orígenes y el devoto Herenio.
Por dos siglos triunfó el neoplatonismo, pero la mano de hierro del cristianismo esperaba el momento oportuno para apoderarse de su esencia y luego destruirlo.
Dirigía entonces la escuela neoplatónica Hipatía, hija del matemático Theón, que había aprendido de su padre el álgebra del número y aquélla del universo. Ella fue quién enseñó la doctrina eterna al Obispo Sinesio que él transmitió en aquel admirable “Libro de la piedra filosofal”. Pero Hipatía tenía un enemigo terrible en Cirilo, sobrino del Obispo Teófilo de Alejandría. Era éste, hombre severo, fanático y muy celoso de su dogma; más tarde se haría famoso en el Concilio de Éfeso.
En vano Cirilo había intentado convencer a la sabia joven que se hiciera cristiana. El pueblo fanático se creyó azotado por Dios a través de unos años de miseria y Cirilo afirmó que la culpa era de Hipatía por no querer abdicar de sus creencias.
Allí fueron a buscarla; rasgaron su blanca túnica de virgen pagana, la arrastraron fuera de la ciudad y la lapidaron ignominiosamente.
Tuvieron que pasar trece siglos antes que Marcilio Ficino fundara en Florencia la Academia Escolar, que marcó el renacimiento del neoplatonismo.
Herenio fue discípulo de Amonio Saccas. Solamente se conoce de él un rasgo, contado por Porfirio en su “Vida de Plotino”.
Amonio Saccas le había hecho el don de iniciarlo en la parte más secreta de su doctrina, al igual que a Plotino y Orígenes. Los tres se comprometieron mutuamente a no divulgar jamás las enseñanzas de su maestro. Habiendo Herenio faltado a su palabra los dos restantes se creyeron liberados del juramento.
Orígenes, el cristiano, pertenece al período del alumbramiento teológico que siguió a la predicación del Evangelio. Las nuevas nociones sobre Dios y sobre el mundo que contenían las enseñanzas de Jesús, necesitaban ser desarrolladas, redactadas y constituirlas en cuerpo de doctrina.
De allí el inmenso trabajo que en los siglos siguientes darían ciertas obras como las de la Redención, la Trinidad, la Gracia, la Encarnación, etc.
Estos dogmas aparecieron al principio sólo bajo formas obscuras, confusas y, por consiguiente, indecisas. Es posiblemente Orígenes el primero que comprendió la necesidad de reunirlas y sistematizarlas; pero, para poder cumplir esta obra tan laboriosa, le era indispensable el apoyo de la filosofía.
Profundo conocedor de las filosofías antiguas, empleó todo el poderío de su genio en conciliar la doble autoridad de la fe y de la razón. Es esto lo que le otorga un carácter particular y que lo distingue en la historia intelectual de los primeros siglos de la Iglesia.
Nacido en Alejandría hacia el año 185 de padres cristianos pero educado en el estudio de las ciencias griegas, Orígenes demostró desde su infancia una viva inteligencia. Como se le hacia aprender de memoria pasajes de las Escrituras no podía contentarse con su sentido literal y buscaba siempre una interpretación más elevada. Tuvo por maestros a San Clemente y San Panteno, que fueron los primeros en enseñar filosofía cristiana en Alejandría. San Clemente lo inició en el platonismo y San Panteno en el estoicismo.
Durante las persecuciones que por orden del emperador Septimio Severo se dirigieron contra los cristianos de Alejandría, Leònidas, padre de Orígenes, fue arrestado. Únicamente los ruegos de la madre pudieron impedir que el joven siguiera las huellas de su padre y afrontara el martirio que su progenitor sufrió en el año 202. Orígenes tenía entonces 17 años.
Para poder sostener a su madre y a seis hermanos, debió dedicarse a la enseñanza de la gramática. Había cesado en Alejandría el libre ejercicio de la religión cristiana. San Clemente, amenazado por sus perseguidores, se había refugiado en Capadocia. Los cristianos, privados de la enseñanza religiosa, se agolparon alrededor del joven maestro que retomó los estudios teológicos con renovado ardor. Logró conversiones brillantes y Demetrius, Obispo de Alejandría, lo estableció a la edad de 20 años en el sillón de San Clemente y San Panteno.
Comienza entonces para él una época de labor, de actividad intelectual y de austeridades.
Partidario de las ideas orientalistas que consideraban al cuerpo como a un enemigo, se agotaba a fuerza de ayunos y maceraciones y por fin, para dominar las tentaciones carnales, llegó a mutilarse con sus propias manos. Este acto -del que se arrepentiría más tarde-, conviene destacarlo por ser la causa primera de sus desgracias posteriores y también un signo evidente de su doctrina, que consideraba al cuerpo como enemigo del alma. Reconoció mas tarde que es por la propia energía del espíritu que debe ejercerse esa lucha contra los sentidos; es en el alma donde hay que domar las pasiones sin atentar contra el cuerpo.
Su obra principal, “Los Principios”, es un esfuerzo por abrazar la doctrina cristiana en su conjunto y cimentarla sobre principios generales y científicos.
La mayor parte de sus obras han llegado hasta nosotros a través de la traducción latina hecha por Rufino quién alteró los textos en los pasajes audaces, sobre todo en el de la Trinidad, para volverlo más ortodoxo. Es allí donde se descubre el plan de Orígenes; plan audaz, para su época, de presentar los principios fundamentales del cristianismo en un conjunto sistematizado. Quizás por el hecho de que este ensayo tenía algo de audaz, resultó abortado. Este escrito fue el que le atrajo el reproche de herético y que levantó contra él un cúmulo de enemistades.
El rasgo más importante de la doctrina de Orígenes estriba en la fusión que busca obtener entre la filosofía antigua y el cristianismo.
Venerando a Platón lo relega cuando observa que en la práctica se aplican mejor las teorías de Epícteto.
Se le acusa de ser el causante de las herejías que luego dividieron a la Iglesia; pero si es cierto que Orígenes no logró fijar claramente el símbolo de la fe cristiana sobre los dogmas de la Trinidad, de la Gracia y de la Encarnación, estos dogmas -todavía indecisos en aquella época para toda la Iglesia-, no habían llegado aún a su punto de madurez y al momento propicio para su desarrollo. Hicieron falta los subsiguientes trabajos de Atanasio, San Basilio, San Agustín, Cirilo, etc., para preparar una solución suficientemente precisa de estos dogmas, que Orígenes no había hecho más que esbozar.
También Orígenes aspira a conciliar la noción de la unidad inalterable de Dios, tal como se la encuentra en Platón, con la idea de la energía en la que Aristóteles coloca la esencia de Dios.
La noción platónica está, según él, íntegramente en la noción de Dios Padre; en cambio la idea aristotélica se encierra en la del Hijo de Dios. Al mismo tiempo Orígenes nos presenta a Dios como la sustancia que penetra el mundo entero y vive la misma vida que el alma racional. En el sistema de Orígenes la muerte de Cristo redime a todos los seres, aún a Satán y a las almas condenadas.
Demetrio, que tanto le protegiera en un principio, se transformó en su enemigo jurado.
Excomulgado y exiliado de Alejandría, a la muerte de Demetrio siguió siendo perseguido por el sucesor, el Obispo Heracles, durante quince años. A la muerte de éste, Denys, amigo de Orígenes, no tuvo valor para hacerlo volver del exilio.
Era una verdadera guerra de dogmas, en la que Orígenes representaba el cristianismo sintetizado por la escuela de Platón, y Demetrio el cristianismo de la escuela judía de San Marcos; guerra que duraría tres siglos y que comenzó al rechazar su ordenamiento como sacerdote, aduciendo que era un mutilado que ultrajaba a la Humanidad.
Posteriormente se redactó un canon especial en el Concilio de Nicea para declarar que la integridad sexual era indispensable para ordenarse como sacerdote.
Orígenes pasó algún tiempo en Atenas y el resto de su días en Cesárea y Tiro. Vivió aún 24 años más, prosiguiendo el desarrollo de sus ideas, pero sin tener escuela. Su autoridad, desaparecida en Occidente, se acrecentaba en Oriente. Era el oráculo de Palestina, Fenicia, Capadocia, Arabia y de la misma Acadia.
Se encontraba en Palestina cuando estalló la persecución de Decius y fue una de sus primeras víctimas. Echado a un calabozo, a los 69 años, con hierros en los pies y cuello, resistió con coraje las torturas, pero quedó estropeado y murió en Tiro, poco después de haber sido libertado, en el año 255, a los 70 años.

Enseñanza 3: El Misticismo Extático del Mundo Antiguo

Plotino nació en Licópolis de Egipto en el año 205.
Todos los detalles de la vida de este gran ser están plenos de un profundo significado con respecto al desarrollo de su misión en la tierra. Como él había de traer de Oriente a Occidente, a través del puente del neoplatonismo, la sabiduría de los extáticos, nace en Egipto cuna del misticismo religioso y es iniciado en la Gran Ciencia de la concentración interior. Es educado por Amonio Saccas, el fundador del neoplatonismo, y enseña y muere en Roma, futura sede del cristianismo.
El joven Plotino tuvo una niñez y una adolescencia felices. Fue amado por sus padres y estimado por todos. Bajo la tutela de un sabio preceptor estudió todas las ciencias de aquella época: gramática, oratoria, mística, geometría, astronomía y matemáticas.
Dueño de un gran talento llegó pronto a sobresalir en sus estudios y a sentir la necesidad de ampliar sus horizontes, llevando consigo el tesoro de Egipto cuando fue enviado a Alejandría.
En la ciudad de los Tolomeos, debido a su físico agradable, sucumbió a la influencia de la belleza y de la vida sensual. Pero bien pronto reaccionó.
Paulatinamente, a través del estudio y de la búsqueda de los grandes tesoros de la Biblioteca de Serapión, iba penetrando en el mundo encantado del espíritu. Y llegaría a ver a Dios cara a cara, en el silencio de su corazón, enseñando esa única realidad a los hombres de Occidente, a la futura raza triunfadora. Se aisló poco a poco de los estudios y de los goces del intelecto, especialmente por la influencia que ejercía Amonio Saccas sobre él.
Plotino convivió once años con Amonio y siguió su voluntad inquebrantable en la fuerte disciplina que le impuso su maestro. Durante un lapso también se sometió, en una colina del Sud de Alejandría, al entrenamiento de los terapeutas, organización ascética compuesta por hombres célibes que lograban poderes psíquicos y curaban con fuerza mental.
A principios del año 244, Ardexir, revolucionario persa, invadió la Mesopotamia. Plotino se alistó en las filas de Cordiano para cumplir un deber patriótico y sobre todo para seguir los consejos de Amonio, que deseaba que su discípulo hiciera una peregrinación por el oriente. Muerto Cordiano, víctima de Filipo, logró Plotino refugiarse en Antioquia y de allí pasó definitivamente a Roma.
En la ciudad Eterna adquirió en breve gran prestigio.
Sin embargo hubo de soportar una dura prueba. Un alejandrino llamado Olimpo, dueño de una vasta cultura y que conocía todas las escuelas filosóficas, una vez llegado Plotino, dio en atribuirse las preferencias de Amonio. Anonadado por la superioridad espiritual de Plotino recurrió a artes mágicas para dañarlo. Pero pronto hubo de percatarse que el alma de Plotino era tan fuerte que todo el mal que se le dirigía repercutía en sus mismos agresores.
Tuvo muchos y esclarecidos discípulos, entre ellos Porfirio, Amelio, que asistió al Maestro hasta la muerte, Rogamino, senador romano y la matrona romana Gémina, la cual ofreció a Plotino su casa, que éste aceptó, para hacer allí ensayo de vida en común.
Plotino enseñó constantemente. El valor de toda su filosofía está en la definición de que la suprema filosofía es amar a Dios y esforzarse para encontrarlo, uniéndose a Él mediante la concentración.
Murió Plotino en el año 272 después de haber realizado a Dios en íntima y divina unión por dos veces.
Plotino no sólo era versado en la historia de las doctrinas religiosas y filosóficas, sino también en geometría, aritmética, mecánica y música. Había estudiado astronomía, posiblemente más desde el punto de vista de la astrología que de la metafísica, pero habiendo reconocido la falsedad de varias predicciones renunció a esta pretendida ciencia y hasta escribió refutándola como tal.
Era muy elocuente en sus enseñanzas, pese a un vicio de pronunciación y a la ausencia absoluta de un método en las mismas. En realidad no eran conferencias sino que se concretaban a responder con mucho ardor a las preguntas que se le proponían.
A los 10 años de haber empezado sus enseñanzas, comenzó a escribir sus obras.
La filosofía, cuya última palabra creía poseer, era para él una iniciación, patrimonio de los sabios, de las almas selectas y no la herencia de la Humanidad.
Herenio y luego Orígenes, que habían jurado como él no publicar la doctrina de su maestro Amonio Saccas, fueron los primeros en faltar a su promesa, y solamente después de haber ocurrido tal cosa se decidió Plotino a escribir.
No sólo le faltaba el hábito de hacerlo, sino también la ortografía. Sus frases resultaban inconclusas, sus razonamientos se enunciaban apenas, todo lo cual dificultaba la difusión de sus ideas. Era únicamente la fuerza de su pensamiento que lo volvía elocuente sin ningún arte. No se proponía nunca un plan determinado; a veces desarrollaba una doctrina que le preocupaba como refutaba un libro que acababa de aparecer.
Estos trozos esparcidos, reunidos y corregidos por Porfirio, formaron 54 libros divididos en 6 Eneadas. Aún después de la revisión de Porfirio, efectuada luego de la muerte de su maestro, las Eneadas sólo son un conjunto de disertaciones filosóficas sobre todos los temas posibles, a través de los cuales hay que buscar, no sin dificultad, la unidad del pensamiento de Plotino.
Sobre las puertas del santuario platónico estaban escritas éstas palabras: “Es difícil descubrir al autor y padre del mundo, y cuando se le ha encontrado es imposible dárselo a conocer a los hombres”. Se sabe que el noble espíritu de Platón detenía allí el esfuerzo de la ciencia.
Más allá del ser, último término científico que él quiso admitir, percibía claramente la Unidad superior al ser, pero no se atrevía a aceptar ese principio, pues la razón le exigía colocar este principio por encima del ser en sí, pero, al mismo tiempo, la razón no podía comprenderlo ni explicar por intermedio de él la existencia y la vida del resto de las ideas y de todos los fenómenos. De este modo toda la cadena de deducciones dialécticas era racional y rigurosa, siempre que quedara inconclusa, ya que el último término de la razón contradice a ella misma y, por otra parte, si la razón se negara a decir esa última palabra no sólo invalidaría la existencia de un principio que ella misma no osaba proponer en su extrema consecuencia, sino que ella quedaría sin conclusión y por consecuencia sin un sistema verdadero. Puede verse en Parménides y en el sexto libro “La República” hasta qué punto Platón se había preocupado por esta dificultad capital.
¿Cómo salir de esta dificultad sin escapar del campo de la razón?
Sólo un místico podía encontrar la solución.
La razón engendra la dialéctica y la dialéctica, llevada a su última consecuencia, contradice la razón; por lo tanto Plotino sacaba en conclusión que la razón es sólo una facultad subordinada. Cesan de ser absolutas para él las reglas de la razón, y si el hombre carece de facultad superior a la razón existe, no obstante, un medio de huir al imperio de las facultades, de conocer sin ayuda de ellas; este medio es el éxtasis.
El éxtasis es la participación del hombre en la felicidad e inteligencia de Dios por la fusión completa y momentánea de la naturaleza infinita con la individual. Gracias al éxtasis, Dios, consecuencia suprema de la dialéctica, puede al mismo tiempo contradecirla y, no obstante, ser aceptable este resultado.
También la psicología de Plotino marcha paralelamente con su metafísica. Acepta el valor de los sentidos, coloca sobre ellos la razón con los principios, las leyes generales y todo el sistema de las ideas; y encima de la razón coloca al éxtasis que nos descubre la unidad absoluta para la cual no se han hecho las leyes de la razón.
Llegados a este punto del sistema de Plotino he aquí los tres problemas que se plantean.
1°) ¿Qué es el éxtasis?
2°) ¿Quién es ese Dios demostrado por la razón, pero que ésta no sabe comprender?
3°) ¿Cómo se vuelve desde Dios al Hombre?
El éxtasis es un estado de unión del espíritu del hombre con Dios, en cuyo estado el cuerpo físico se transforma en un palacio desierto, deshabitado por su amo y que no obedece a otras leyes que las de su naturaleza orgánica. Es una muerte anticipada; mejor dicho, una vida anticipada ya que es sobre todo para los místicos extremadamente real la frase de Platón que dice: “Morir es vivir”.
Es la muerte de la multiplicidad, de la conciencia, de la personalidad. Es la absorción momentánea en Dios de la individualidad.
Las causas generatrices del éxtasis son tres: el amor, secundado por el conocimiento y la voluntad.
El conocimiento, al disipar los velos que obscurecen nuestro espíritu, nos coloca frente a la Unidad; la voluntad se esfuerza por escapar a la variabilidad y por romper la última envoltura bajo la cual resplandece el Absoluto en su gloria; y por último el amor que encuentra al fin el único objeto que puede nutrirlo se lanza como una llama viva y por su intermedio se logra la unificación.
La virtud y la plegaria nos hacen dignos de esta suprema felicidad, pero la plegaria se traduce en Plotino en ferviente aspiración, en un enérgico impulso del amor hacia un único fin. A medida que la escuela avance y que la fuerza de inspiración disminuya, la plegaria cederá su lugar en primer tiempo, y luego los ritos teúrgicos serán los que ocupen el lugar del amor. La iluminación es en Plotino una doctrina filosófica llena de profundidad pese a sus excesos; en Jámblico solamente será una superstición.
El Dios de Plotino responde a todos los problemas que Platón había propuesto y lo resuelve por todas las soluciones auspiciadas por Platón. Platón había comprendido que el último grado de la dialéctica es, en cierto modo, la última aspiración del espíritu humano; es la unidad absoluta, la unidad superior del ser. Plotino sin hesitar proclama que la unidad absoluta es realmente el concepto más adecuado a la verdadera perfección de Dios. Pero al mismo tiempo que relegaba la Divinidad de esas inaccesibles profundidades en las que el movimiento y la variabilidad estaban desterradas, Platón veía abrirse entre su Dios y el mundo un infranqueable abismo. Y sobre el borde de este abismo su mente se detenía tambaleante. Todo, en el universo, le demostraba que el rey del mundo debe ser inteligente y activo; todo, en la mente, le constreñía a elevar a su Dios por encima de la acción de la inteligencia.
De allí esas oscilaciones de su doctrina, entre los sueños de Parménides y las afirmaciones del Timeo.
Plotino no sueña ni titubea. La necesidad del Dios organizador es evidente y por lo tanto lo admite. Es el Rey, el Padre, el Organizador, la Providencia, el Demiurgo, Dios vivo y activo de cuya energía se engendra toda energía, cuya vida es vida de todas las vidas; que expande sin cesar de su seno y que a su seno sin cesar hace regresar torrentes de vida universal. Este Dios, por lo mismo que vive, es móvil; por encima de este Dios dotado de movimiento planea un principio y, por así decir un Dios más elevado, la inteligencia. ¿No se ha elevado también hasta allí Platón? El Dios activo que en el Timeo separa la luz de las tinieblas y otorga a la materia el movimiento, ¿es el Dios mismo que en el Parménides, en el Fedro y hasta en el Timeo, es el rey del mundo inteligible, el sol de la mente, esa inteligencia inmóvil de la que Aristóteles dirá, formulando por su cuenta la misma doctrina que su maestro, que es el pensamiento del pensamiento?
Siguiendo a Platón, Plotino se eleva hasta esa perfecta y divina inteligencia, y sin temblar como Platón ante la vista de estas necesidades contradictorias, coloca resueltamente la inteligencia inmóvil, que es el primero de los seres, sobre la actividad móvil que es el rey del mundo de la variabilidad, y por debajo de un tercer concepto más completo aún, o sea la unidad absoluta, superior al ser, de la que hace el primer término de la trinidad divina. De este modo este Dios, esta tríada divina resolvería todos los problemas.
Dios produce el universo necesariamente, sin comienzo ni fin. Lo produce tal como es porque tal es su naturaleza, la que debía tener. En una palabra, Dios no podía dejar de crearlo ni hacerlo de otra manera.
Acostumbrados como estamos a juzgar las cosas de acuerdo a nuestra propia naturaleza, pretendemos juzgar el poder de Dios a través de nuestra debilidad. No comprendemos nuestra libertad y pretendemos comprender la de Dios. Si Dios pudiera hacer el universo en forma distinta Dios no sería libre; pero es libre porque no tenía posibilidad de elegir. ¿Que es la elección sino la posibilidad de elegir entre dos rutas la peor? Suponer que Dios elige, es suponer que Él puede vacilar en su juicio o sucumbir en su acción o sea suponerle imperfecto.
La posibilidad de equivocarse o de fracasar disminuiría el poderío y por consiguiente la libertad divina. Plotino no es el único panteísta que, deseando encadenar el poder creador en las manos de Dios, ha dado el nombre de libertad a esta necesidad inevitable, considerando como un himno a la libertad esta consagración del fatalismo.
¿Cómo se crea el Universo? ¿Hay algo fuera de Dios que pueda servir de receptáculo a sus emanaciones?
Según Plotino, el espacio no es nada. La materia, en tanto está en los seres, desciende a ellos al mismo tiempo que la forma, porque cada principio engendra por debajo de él la multiplicidad, o sea la materia, y la unidad, o sea la forma o imagen del principio mismo. De este modo nada hay fuera de Dios, ni espacio ni materia. Si existiera algo fuera de Dios, aún el mismo universo, Dios estaría limitado lo cual es imposible. Por lo tanto todo está dentro de Dios y en Sí mismo es que fatalmente produce el universo.
Así como la inteligencia divina es el lazo de los espíritus, el alma divina es el de los cuerpos.
Tal es la ley que explica el origen del universo y para buscar la ley del movimiento es preciso, en cierto modo, remontar la corriente. Todo es expansión y concentración en el movimiento vital. Por estos pares de opuestos el universo se mantiene indefinidamente semejante e igual a sí mismo. Apenas el ser ha sido engendrado comienza la lucha para regresar a la fuente de origen.
Todo sale de Dios y a Dios ha de regresar.
El Dios de Plotino es también igual al alfa y omega de las Escrituras; es el principio del movimiento porque lo engendra y es también la causa final porque lo retrae. No solamente es la perfección, sino también el bien. No es sólo el sol de las inteligencias, sino también el centro a que aspiran todos los amores.
La moral de Plotino es similar a la de Platón: pura, austera, desatada del mundo, invariablemente aplicada a reproducir el ideal de la perfección divina.
Las virtudes del filósofo son para Plotino virtudes purificadoras, iniciáticas, que nos desatan por completo del mundo y nos preparan para el éxtasis. Estas virtudes son: justicia, sabiduría y amor. Para él, como para Platón, la sabiduría es una virtud porque lo eleva y engendra el amor y por encima de todas las virtudes como coronamiento de las mismas llega la unión con Dios, el éxtasis.
Amelio o Amerio, discípulo de Plotino, florecía hacia el fin del siglo III de la era cristiana. Había nacido en Etruria y se llamaba Gentilianus. Probablemente en su deseo de destacar su desprecio por las cosas mundanas, eligió el nombre de Amelio que en griego significaba “negligente”.
En un principio se había acogido al estoico Lysimaco, pero los escritos de Numenius, perdidos en la actualidad, cayeron en sus manos y le sedujeron en forma tal que los aprendió de memoria y los copió por su propia mano. Desde ese momento, por supuesto, él perteneció a la escuela de Alejandría en la que Plotino era su más ilustre representante. Amelio fue a buscarlo a Roma y, durante 24 años, desde el 246 al 270, siguió sus lecciones con rara asiduidad.
Él redactaba todo lo que oía de boca de su maestro, agregando sus propios comentarios y compuso así, a estar por lo que dice Porfirio, 100 volúmenes. Desgraciadamente no ha llegado ninguno a nuestros días, ya que posiblemente disiparían muchas nubes que existen sobre la filosofía neoplatónica. Es tanto más sensible esta pérdida cuanto que Plotino lo consideraba como aquel de sus discípulos que mejor comprendía el sentido de sus doctrinas.
Entre las obras que se atribuyen a Amelio, había una que mostraba la diferencia entre las ideas de Plotino y las de Numenius y que justificaba al primero de los filósofos nombrados, de la acusación intentada contra él de que había sido un plagiario de Numenius.
Después de la muerte de Plotino, Amelio abandonó Roma para ir a establecerse en Apamée, en Siria, donde pasó el resto de sus días.
Había buscado como los otros filósofos de la misma escuela, levantar por medio de la filosofía, el paganismo que moría.
De Jámblico, filósofo e ilustre representante de la escuela de Alejandría, cuya fecha de nacimiento como también de muerte son desconocidas, sábese solamente que nació en Chalcais, en Coelesiria, de padres ricos y considerados y que floreció en el reinado de Constantino.
Se le asigna como primer maestro a un tal Anatolio, que lo presentó a Porfirio. A la muerte de éste, fue el oráculo de la escuela de Alejandría, hacia el que afluían los discípulos. No obstante la austeridad de su lenguaje y las áridas formas de su enseñanza, era tal el ascendiente que lograba sobre sus discípulos que una vez apegados a él no lo abandonaban más, comiendo a su mesa y siguiéndole a cualquier parte que se trasladase. El entusiasmo que despertaba entre ellos era tan grande que se le atribuía el don de hacer milagros, la levitación, etc.
De sus numerosas obras sólo han llegado a nuestros días una vida de Pitágoras y una Exhortación a la Filosofía.
Por comentarios de Proclus se conocen sus teorías filosóficas que si bien eran una continuación de las enseñanzas de Plotino y Porfirio, divergían con éste en algunos aspectos. Por ejemplo: sobre la variabilidad de los seres individuales. Porfirio lo atribuía a la materia; Jámblico, en cambio, explica esa variabilidad distinguiendo en el mundo inteligible principios de unidad y de identidad por una parte y principios de diversidad por la otra.
A diferencia de sus antecesores, Plotino y Porfirio, la psicología de Jámblico testimonia un espiritualismo menos severo y menos absoluto; Jámblico le reprocha a Plotino el haber hecho del alma un principio impasible y siempre pensante y por consiguiente de haberla identificado con la inteligencia misma. En ésta hipótesis se pregunta Jámblico ¿quién fallaría en nosotros cuando arrastrados por el principio irracional nos precipitamos en los desórdenes de la imaginación? Y si por otra parte admitimos que la voluntad ha fallado ¿cómo podría quedar el alma infalible? Jámblico se manifiesta en sus doctrinas más moderado, más platónico que sus predecesores. Su misma moral es de un ascetismo más atemperado. Repite que el hombre es el verdadero autor de sus acciones y que es asimismo su propio demonio -daimon-, pero también, siguiendo a sus maestros agrega que el fin que persigue el alma es la contemplación de las cosas divinas y que la virtud es el medio de llegar a ella, y pese a que en su teología es mucho mas supersticioso que Plotino y Porfirio, profesa una moral más práctica y más humana.



Enseñanza 4: Isidoro de Sevilla y sus Familiares

La vida de los Iniciados intrínsecamente no puede ser conocida en su ubicación histórica y geográfica sino sabiendo la misión característica y estratégica que han desempeñado.
La misión de Isidoro de Sevilla es peculiar y extraordinaria. Hereda intacta la fe cristiana sobre la divinidad de Jesús Cristo y sintetiza, en párrafos breves, toda la sabiduría antigua en sus “Etimologías”, legando a la posterioridad cristiana una brújula de orientación científica. Sin embargo, el cristianismo godo es la afirmación absoluta de la religión sobre la cultura y la ciencia.
En el siglo IV un denso velo se extiende sobre toda Europa. Las continuas invasiones de los bárbaros hacen que los seres tengan que luchar para salvar sus vidas y subsistencias, perdiéndose el verdadero sentido de los valores históricos.
Isidoro procura salvar entre tantas ruinas el tesoro de la ciencia, adaptándola a las posibilidades y creencias cristianas.
Además, la misión de la familia de Isidoro es igualmente importante. Se puede decir que Leandro es el defensor de la fe e Isidoro de la ciencia cristiana.
El padre, de procedencia grecorromana, había emigrado por razones políticas desde Cartagena a Sevilla. La madre era de estirpe visigoda; por eso, arriana convertida al catolicismo. De este matrimonio nacieron Leandro, Fulgencio, Florentina e Isidoro.
Dentro de esta familia cristiana estaba el problema palpitante de la época. El padre, católico, defiende la divinidad de Jesús Cristo y la madre, arriana, procura atenuar y humanizar esa divinidad.
Si el cristianismo perdía el valor de la divinidad, basado en Cristo, hubiera perdido toda posibilidad de subsistir. La religión subsiste, únicamente, si su origen es divino y no humano.
Leandro, el mayor de ellos, comprende la importancia definitiva de esta cuestión. Por eso defiende dentro de la casa el dogma católico, conquistando a la madre.
Aquél que es buen organizador dentro de su casa puede intentar organizar a un pueblo. Y eso es lo que hace Leandro como monje, como sacerdote, como obispo y como teólogo cristiano. La lucha es ardua y dura; él comprende que es lucha de vida o muerte y que para definirla sobre la tierra necesita el auxilio de la política.
Los reyes visigodos son arrianos. Por eso él sostiene al rebelde Hermenegildo en contra de su padre, ya que aquél es católico. Sabe que Hermenegildo, políticamente no tiene razón; pero es católico y basta. Soporta con él los sufrimientos y el destierro y, cuando es asesinado en la cárcel lo proclama mártir. Sostiene a su hermano Fulgencio y a su hermana Florentina, de carácter más débil y, después de la muerte del rey Leovigildo, convierte a Recadero, su hijo, en nuevo rey.
El catolicismo está a salvo; la divinidad de Jesús Cristo está asegurada, su obra cumplida. Pero durante estas luchas la ciencia decae.
El más pequeño de la familia, Isidoro, educado por Leandro, después de la muerte de éste recibe el palio episcopal, una fe intacta y un porvenir católico asegurado. Pero el fanatismo y la ignorancia han destruido y devastado la antigua ciencia; su obra es recoger los fragmentos de ésta, darle un viso cristiano y legarla a la posteridad.
Procura desarrollar todas las ciencias en sus “Etimologías”, pero no tiene éxito en su intento. Al sintetizarlas les quita su valor real; no hay allí una regla verdadera sino un guión hacia la regla misma, como si le dijese al viandante del medioevo: mira, aquí hay una posibilidad, escudriña y podrás encontrar.
Las “Etimologías” tocan todas las ciencias: la literatura, la filosofía, las matemáticas, la medicina -a la cual estaba muy aficionado-, la física y otras. Además de sabio, Isidoro era un hombre santo. Vivía en aquellos siglos en los cuales el Obispo era un monje entre los monjes, un padre entre sus hijos y un pastor entre su rebaño. La muerte no lo encontró durmiendo. De pie, valientemente, se hizo llevar por sus frailes ante el altar para morir adorando al Señor que había reconocido sobre toda su vida.
Murió Isidoro en año 636 y su obra sirvió durante mil años para guiar, no sólo a la Iglesia de España, sino a toda la Iglesia, hacia el saber.



Enseñanza 5: El Renacimiento Aristotélico de Avicena y Averroes

La cultura y sabiduría griega con toda su pureza y claridad desaparecieron, así se puede decir (pues el neoplatonismo cristiano la desvirtuó mucho), después de la definitiva supresión del paganismo y del alejamiento de sus sabios, decretada por Justiniano en el año 500.
Este emperador afirma el derecho político de los romanos y lo da como herencia a los pueblos cristianos en su Digesto, pero anula la cultura mental por la aseveración única del Dogma. La cultura griega pasa a Persia por los sabios exilados y es conservada por el Islam.
En el tiempo de oro arábigo renace en España musulmana, a través de Avicena y Averroes, quienes traducen, estudian y comentan en lengua árabe al Estagirita.
Avicena, cuyo nombre verdadero es Abu Ali Husein, nació en Persia próximo a Chiroz en el año 980 y murió en Hemadan en el año 1037. Era hijo de Sena, Patriarca del Valle de Bochara.
Avicena, de niño, fue tan precoz que a la edad de 7 años ya se hacía admirar por la claridad de sus conceptos y por la pasmosa facilidad para aprender todo lo que se le enseñaba. A la edad de 18 años había rendido ya grandes servicios a la Humanidad como médico y como Iniciado.
Abarcó todos los campos de la ciencia y de la filosofía, haciendo una sistematización de éstas, más amplia y completa.
En medicina abre nuevos rumbos y condensa sus ideas en el “Canon de Medicina”, compuesto a los 21 años, que durante siglos rigió las escuelas de Asia y Europa.
Aparte de muchas otras obras, especialmente de matemáticas, es fundamental su Tratado Místico, verdadera enseñanza esotérica.
Llamado por el Sultán Cabans, le curó de una enfermedad gravísima. Reconocido éste y admirado de sus altas dotes le nombró Gran Visir.
Su obra fue continuada por Averroes a quién, como Maestro, dirigió desde el Mundo Astral, un siglo mas tarde, en la edad de oro que los príncipes almorabides habían traído a la España árabe. Las guerras sangrientas habían cesado; los cristianos, impotentes, no hacían oír más que sus quejas y maldiciones.
Todo el dominio de la Media Luna, que parecía por entonces todopoderosa, florecía desde el Mediterráneo hasta el mar Índico.
En estos períodos de paz y prosperidad es cuando aparecen en las naciones los grandes maestros de las ciencias y de la enseñanza. En la filosofía, en el derecho, en la física, en la astrología, en la medicina y sobre todo en las matemáticas, descollaban los árabes.
Ya Avicena, el grande, había dictado su cátedra de filosofía experimental, de tipo aristotélico, que había transformado la faz filosófica de todo el mundo. Era por entonces el Islam dueño, no solamente de casi todos los países de Oriente, sino también del pensamiento intelectual de la época.
Por ese entonces, en Córdoba en el año 1126 nació Abul Uelit Ibn Rachid, que la posteridad conocería con el nombre de Averroes.
Su padre no sólo era Cadi de Córdoba, sino también amante de las letras y de las artes. Desde joven solía, el predestinado, sentarse a los pies de su padre, al lado de su sabio abuelo, cuando éstos rodeados por los ancianos, discutían sobre la inmortalidad del alma y comentaban los nuevos descubrimientos.
Era una mañana de primavera del año 1138. Estaba Averroes cerca de un amplio ventanal que daba al jardín, donde las flores y los pájaros no tenían más marco que el espacio infinito. ¿Cuál será, pensaba el adolescente, la fuerza oculta que da vida a la flor, que anima a los pájaros, que colorea el cielo de azul? Una mano invisible ha de estar tras todo ésto; algún ente poderoso e irresistible. ¡Cómo quisiera saber todo eso! ¡Cómo desearía ver, ver hasta llegar más allá del corazón de las cosas! Pero, ¿dónde encontraré aquél maestro que pueda enseñarme la ciencia total del universo? No ha de haber tal libro.
Una voz, que parecía un suspiro o más bien la brisa que agita los árboles, le contestó: “Sí, existe tal libro y tu lo tienes”.
Se sobresaltó el joven. Rápidamente se levantó de su asiento y miró hacia atrás no viendo más que un blanco manto que desaparecía en la penumbra de la habitación.
Guardó su secreto. El instinto le decía que no debía revelar esas sensaciones internas y su visión.
Después de un largo período volvió su instructor astral hacia él. Las visitas se hicieron más frecuentes; el Maestro de blancas vestiduras había enseñado al mancebo árabe a leer en el libro de todas las ciencias, en su propio corazón. Por eso Averroes fue célebre en todas las artes y en todas las ciencias.
En aquel entonces Yusuf, un príncipe algo melancólico y algo artista, que amaba rodearse no sólo de una corte lujosa y de hermosas bayaderas, sino también de hombres sabios y selectos, contrajo un mal que nadie podía curarle. Fue entonces cuando le recomendaron a un joven médico que hacía verdaderos milagros y que los cristianos habitantes de Córdoba tachaban de brujo. Hizo traer a Averroes al palacio y a medida que éste le iba curando el cuerpo iba saneando también su mente. Tanto afecto cobró a su médico, que lo hizo galeno oficial de la corte.
Desde entonces creció extraordinariamente la fama de Averroes. Contestaba a las preguntas del príncipe con opúsculos escritos, algunos de los cuales, si bien averiados, llegaron hasta hoy.
Explicó maravillosamente el sistema mental de Avicena. Dividió la mente intuitiva, racional e instintiva, también entre partes, llamándolas mente superior, media e inferior.
Pero tanta sabiduría, tanta claridad, no podía quedar sin suscitar enemigos y adversarios. Los odios, los rencores y la inferioridad de algunos formaron una verdadera banda de enemigos suyos.
Almanzor, que sucedió a Yusuf en el Califato de Córdoba, se dejó llevar por sus detractores. Prohibió en la corte el estudio de la filosofía y desterró a Averroes a Lucena.
En la soledad y en la paz de su nuevo retiro, Averroes enderezó todos sus esfuerzos hacia el logro de la vida perfecta y, como muchos discípulos le habían seguido, instituyó una comunidad de Sufíes dirigida por los Iniciados del Fuego, que fue semilla de una poderosísima secta mística que inundó después a todos los pueblos mahometanos.
Se ponía en meditación al anochecer y el sol iluminaba sus espaldas al amanecer.
Fue entonces que tuvo la visión beatífica de la Única Verdad y comprendió que todas las religiones eran una faceta de la misma, como lo atestigua en su libro titulado “Los Tres Mundos Superiores”. Compuso, también entonces, el comentario sobre el “Ensayo de la Fiebre”, escrito por Galeno.
Almanzor quedó por breve tiempo en el error, pues recapacitó; condenó a los enemigos del santo varón y lo hizo volver del exilio, nombrándolo Cadí de Sevilla.
Los últimos años de su vida los pasó Averroes en el estudio de sus ciencias favoritas, en el ejercicio de la medicina y en el desempeño de su cargo.
En un viaje que realizó a Marruecos en 1198, una vez más, mientras estaba enfermo, se le apareció su querido Maestro. Esta vez no para instruirle, sino para prestarle la mano y acompañarlo en el Gran Paso.
Mientras Averroes moría, las luces fueguinas del crepúsculo ahuyentaban los recuerdos de los sufrimientos terrestres, con el último resplandor de la Suprema Iniciación.



Enseñanza 6: El Aristotelismo de Maimónides

Maimónides, Rabí Moisés ben Maimón, nació en Córdoba de España el 30 de Marzo de 1135.
Su primer Maestro fue discípulo del gran filósofo Ibn Badra y eran sus compañeros de estudios el Gran Visir Abu Bevier y el hijo del célebre astrónomo de Sevilla Abu Majmad Drabar.
Maimónides introduce el Aristotelismo entre los sabios judíos y así es posible adaptar la cultura griega al mundo religioso. Indudablemente abre el camino para que los cristianos realicen con Santo Tomás de Aquino la gran obra del conocimiento aristotélico adaptado al dogma cristiano.
En el año 1148 tuvo que huir de su ciudad natal, tomada por los almohades y de allí empezaron sus largas peregrinaciones.
A los 23 años ya escribía un comentario sobre la Mischna. Vivió en Jez, en el Norte de África, y luchó para que los judíos no abandonaran la religión de sus mayores.
Su actividad en el campo de la medicina fue tan conocida que Ricardo Corazón de León le escribió invitándolo a ir a Inglaterra.
Murió a los 70 años el 13 de Diciembre de 1204.
En verdad, si juzgamos la obra de Maimónides excluyendo solamente algunos de sus trabajos sobre el arte de curar, toda ella es esotérica. ¿No es oculto, acaso, el estudio del alma, sus virtudes y sus vicios, sus poderes y sus debilidades, las enfermedades que puede padecer y los remedios prescriptibles?
¿No es esotérico el estudio de la providencia y su forma de manifestarse sobre los seres y las cosas?
¿Y qué decir del minucioso y límpido razonamiento con respecto a la existencia de Dios?
No obstante revélanse en la obra de Don Moisés ben Maimón, dos aspectos: el exotérico y el esotérico.
El primero se percibe especialmente en la Mischne Torah, compendio de ley oral, transmitida de generación en generación hasta él y código clasificador del contenido jurídico disperso en los dos Talmuds y en los escritos de los estudiosos sucesores de los rabinos, hasta su época.
El otro aspecto se halla en la profundidad del vigoroso razonamiento que Maimónides expone en su “Guía de los Descarriados”, verdadero arcano de su sistema, hecho de la filosofía helénica y árabe y del profetismo bíblico.
Era el siglo XII. Largo tiempo había transcurrido ya desde que los judíos fueran desalojados de la Palestina y diseminados por el mundo.
Una gran comunidad se había establecido en España, otra en el Norte de África y Asia Menor. Algunas se habían internado en Francia y se fueron extendiendo hacia el Norte de Europa.
Las colectividades judías de España se hallaban vinculadas con la Judea y Babilonia donde funcionaban los grandes centros religiosos y espirituales; pero las persecuciones de que eran víctimas y que las obligaban a emigrar continuamente, hacía que se dispersaran y alejaran del foco que las mantenía unidas por el monoteísmo de su religión, su fe en la venida del Mesías y las prescripciones de la Torah.
Era necesario, entonces, que un gran espíritu concentrara en su derredor la angustiosa mirada del pueblo; y ese espíritu no solamente debía tener una privilegiada inteligencia, sino también una intensa fe en Jehová y su profeta máximo, pues su misión consistiría, además de unir a la familia hebrea en los postulados de su religión, en renovar íntegramente al judaísmo, infundiéndole nuevas y más racionales convicciones que lo habilitaran para la lucha. Para ello tendrá que dar a la religión judía un contenido científico-filosófico, que hasta entonces no tenía en una forma global y orgánica, sino disperso en las elucubraciones de los talmudistas y las polémicas de los tanaim y de los rabinos. En una palabra: un espíritu capaz de abarcar semejante obra deberá ser un Iniciado, como lo fue Maimónides.
Pero su obra no es solamente judía. Ella pertenece a todo el género humano. Explícase así su influencia en la filosofía judía de los siglos XIII y siguientes; sus huellas en la escolástica cristiana y también en algunas de las más altas manifestaciones de la filosofía moderna. Su faz esotérica se halla quizá en aquella parte de su obra que saliendo del limitado marco de la religión, ha abarcado proporciones mucho mayores y sólo ha podido ser comprendida por sus discípulos o por los seres avezados en los conocimientos esotéricos.
Lo fundamental del sistema de Maimónides no es original de él sino que fue tomado de Aristóteles, a quién conoció a través de los filósofos árabes, y siguió en parte, separándose en otras en lo que contradecía el dogma o revelaciones de la ley mosaica.
De allí su racionalismo, su profunda lógica, su cientificismo tan maravillosamente aplicado al estudio de la Torah, del Talmud y de la tradición oral.
Pero el mérito de Maimónides no consiste precisamente en la interpretación de la filosofía aristotélica ni en la aplicación de su sistema al estudio del judaísmo. Su valor reside en la consecuencia moral que halló en las premisas aristotélicas, a las que asoció una idea de origen árabe, extremando todas hasta el máximo.
“Todos los cuerpos que se hallan debajo del cielo son compuestos de materia y forma”. La forma, “forma natural”, es la esencia de las cosas, es aquello por lo cual la cosa “es lo que es” y se distingue de las otras que no son de su especie. “No ves nunca la materia sin la forma o la forma sin la materia, sino que el hombre con su intelecto distingue los dos elementos de todo cuerpo existente y sabe que está compuesto de materia y forma”.
La materia es de tal naturaleza que la forma no permanece constantemente en ella, sino que continuamente se despoja de una forma y asume otra.
El alma de cada cosa es su forma y el cuerpo es la materia de que esta forma se reviste. Por tanto, cuando el cuerpo -que está formado de los elementos- se disgrega, el alma perece, pues sólo existe junto con el cuerpo y no tiene existencia permanente más que en “la especie”, al par de las otras formas.
El alma es una, pero desarrolla múltiples actividades, a las que comúnmente se les denomina partes del alma, pero que no son tales porque el alma es una. En tal sentido, las partes del alma son cinco: la nutritiva, la sensitiva, la imaginativa, la apetitiva y la intelectiva. Las primeras cuatro son comunes al hombre y a las otras especies de animales por cuanto cada especie de animal tiene un alma. La quinta es exclusiva del hombre.
De lo expuesto resulta que sólo una diferencia hay entre el alma individual humana y las almas de los animales y ella consiste en que la primera es más rica, posee el intelecto; pero en su esencia tanto una como la otra son formas adherentes a la materia con la que perecen cuando ésta se desintegra, incluso la parte intelectiva.
Si Maimónides se hubiera detenido en las ideas aristotélicas precedentemente enunciadas, no hubiera dado al mundo su gran sistema ético, su nueva tabla de valores morales. Mas él había tomado de los árabes una idea cuyas consecuencias llevó mucho más allá de lo que sus mismos autores supusieron. Consistía ésta en la concepción del intelecto en potencia o primordial, el intelecto en acto o adquirido y el intelecto separado.
El hombre al nacer tiene una parte intelectiva -la parte intelectiva del alma-, que perece conjuntamente con el cuerpo. Esa fuerza es una predisposición que torna al hombre capaz de aprehender las cosas inteligibles. Se deteriora, como se ha dicho, si se conserva en su estado de predisposición, sin traducirse en acto. Pero si el hombre la emplea en la comprensión de las cosas inteligibles, entonces el intelecto pasa de la potencia al acto y adquiere “una existencia propia, eternamente permanente”, como esa percepción que ha recogido y “que forma una sola parte con él”. Tenemos entonces el intelecto primordial, que es energía en el cuerpo y el intelecto adquirido, que no es fuerza corpórea y por lo tanto no sufre con éste, sino que es eterno, como los “intelectos separados” del mundo superior.
Si la forma natural es la substancia esencial por la cual cada ser es lo que es y se distingue de los otros, el intelecto adquirido que da al ser que lo posee una existencia eterna, es la substancia del ser que lo ha logrado, es su forma verdadera. La forma común a todos los seres es el alma sujeta a los padecimientos del cuerpo, el alma del nacimiento. El alma del ser que posee el intelecto adquirido no es ya más que una especie de materia y su esencial forma es el conocimiento suplementario, la forma del alma.
Maimónides, siguiendo a los árabes, comienza por distinguir, pues, en el género humano dos especies y sienta las siguientes conclusiones: el hombre se distingue de los animales en cuanto tiene una forma particular, mientras el carácter de su forma es análogo al de la forma de las otras especies de animales, que todas terminan en el individuo, mientras que la forma particular de aquél que posee el intelecto adquirido tiene un carácter especial: que vive eternamente, aún separado de la materia.
Además deslinda Maimónides el contenido y el modo de la inteligencia mediante la cual el hombre llega al intelecto adquirido.
Si la comprensión de los inteligibles y la formación entre el intelecto y ellos, de una sola unidad lleva al intelecto de la potencia al acto y hace eterno al ser, los inteligibles deben contener objetos existentes en acto y de una extensión eterna. Excluye entonces Maimónides del complejo de los inteligibles, las ciencias abstractas que no explican cosas existentes -como la lógica y las matemáticas-, y las ciencias que enseñan lo que no existe, sino lo que se ha de hacer para alcanzar ciertos fines, como la ética y la estética, como también el conocimiento de las formas individuales que son de una duración pasajera, en cuanto se adhieren a la materia.
Los inteligibles cuyo conocimiento conduce al intelecto en acto son aquellos cuyo contenido es la realidad verdadera y eterna, como las formas de las especies, las substancias celestes y las formas separadas -Dios y los ángeles- que son eternos.
Con respecto al modo de la inteligencia, establece Maimónides, que el hombre llega a la inteligencia de las cosas mediante el acto del intelecto mismo, por medio de la razón y no por actos de fe solamente, porque faltaría precisamente la compenetración del intelecto con lo inteligible.
Teniendo presente lo enseñado por Aristóteles respecto de la forma y de la materia, de la adopción del sentido de la forma al del intelecto con sus diferentes grados y de la opinión aristotélica de que el fin próximo de todos los seres del mundo inferior es el hombre, Maimónides extrae las siguientes conclusiones morales:
El fin de la existencia humana es producir lo más perfecto que producirse pueda.
Esta entidad perfecta es el hombre que posee el intelecto adquirido.
El máximo deber moral es, pues, que el hombre logre alcanzar el fin para el cual fue creado.
El bien moral es el logro de ese fin.
Una acción es buena o mala en cuanto coadyuva o turba al hombre en su esfuerzo de lograr el fin de su existencia, esto es: la traducción en acto de su intelecto.
Todas las acciones humanas sólo tienden a sostener la resistencia, a fin de que el ser pueda llegar al cumplimiento de esa única acción.
Pero, además del trabajo intelectual necesario para la realización del fin, es condición sine qua non el perfeccionamiento moral. De modo que en la escala de las buenas acciones se marcan dos direcciones: la una hacia lo especulativo; la otra hacia lo práctico, la acción. En la primera parte tienen importancia los estudios de las ciencias indispensables para el conocimiento del mundo; en el aspecto práctico aquellas obras humanas que conducen al perfeccionamiento moral. Las virtudes no son pues las extremaciones de alguno de los aspectos enumerados sino el camino medio que lo acerca al fin.
Maimónides ha introducido en su ética el elemento social.
Si el género humano puede dividirse en dos especies, la del intelecto en potencia e intelecto en acto y si la segunda especie se forma por una progresiva ascensión, larguísima y dificultosa, propia de los poquísimos, ¿cuál es el fin de la existencia de la mayor parte de la Humanidad que permanece en estado de intelecto en potencia? No se le puede atribuir a la naturaleza experimentaciones malogradas y observando la armonía y orden que en ella reinan forzoso es admitir un fin a la existencia de la mayoría. Y Maimónides encuentra el fin de esa mayoría en la escala evolutiva que conduce a la existencia perfecta; escala que es también medio para la continuidad del hombre después que él lo sea. Esos seres en potencia existen para servir al perfecto en las múltiples actividades que debe desarrollar y en formar la “sociedad para los sabios” a fin de que no sean solos.
De manera que mientras en la minoría selecta se concreta la forma más perfecta, la mayoría implica el instrumento para la creación de las condiciones necesarias para la existencia de esa minoría.
Establécese así un criterio moral más amplio y más factible de ser aplicado que el anteriormente expuesto, más popular: un criterio social.
Todo lo que es útil a la sociedad en el motivo de su existencia o de su misión, es bien moral; todo lo que es nocivo, es mal. A este criterio no pueden sustraerse ni la mayoría ni la minoría. La mayoría porque su existencia no tiene fin alguno fuera de la participación en la obra social cuyo objeto se ha establecido. Y la minoría porque debe velar por el mejoramiento social, ya que cuanto más perfecta sea la sociedad, tanto más frecuente ha de ser la emancipación individual del intelecto en acto y en proporciones mayores.
Todas las actividades humanas que contribuyen al perfeccionamiento social tienen importancia moral en cuanto ayudan a crear el ambiente necesario para que pueda actualizarse una forma más perfecta. La sociedad está entre las dos “especies” de hombres, cuyo enlazamiento constituye.
Estas conclusiones permitieron a Maimónides aproximarse racionalmente a la antigua concepción hebraica que atribuía a la vida universal el fin de la vida particular.

Enseñanza 7: Inocencio III

Inocencio III aleccionado por las luchas de las investiduras contra las cuales tanto había combatido Gregorio VII, asentó todo el poder del pontificado romano en la faz jurídica absolutista.
En el año 1198 subió a ocupar la silla de San Pedro el hombre de la noble familia de Signa, en la flor de la edad que, bajo el nombre de Inocencio III debía luchar con incontrastable valor contra todos los enemigos de la justicia y de la Iglesia y dar al mundo el modelo más acabado de un soberano Pontífice, del verdadero rey Sacerdote Iniciado, el prototipo del Vicario de Jesús Cristo.
Era gracioso y benévolo en sus maneras. Dotado de una presencia y cualidades físicas poco comunes se dice de él que era de rostro perfecto y de figura exquisita. Confiado y en extremo tierno en sus afecciones, generoso cual ninguno en sus fundaciones y limosnas, grande y profundo jurisconsulto cual convenía serlo al juez sin apelación de la cristiandad, orador elocuente y fecundo, escritor ascético y sabio, celoso protector de las ciencias y estudios religiosos, severo guardián del mantenimiento de las leyes de la Iglesia y de su disciplina, poseía además todas las cualidades capaces de ilustrar su memoria de haberle tocado gobernar la Iglesia en épocas tranquilas y fáciles, o si su gobierno hubiera podido ceñirse al cuidado de las cosas espirituales. Pero le estaba reservada otra misión.
Antes de ascender al trono sacerdotal, había comprendido y dado también a entender en sus escritos, el objeto y destino del pontificado romano. Este no debía atender solamente a la salvación de las almas, sino ocuparse, también, en el buen gobierno de la sociedad cristiana. Sin embargo, lleno de desconfianza de sí mismo, no bien fue elegido se dirigió a todos los sacerdotes del orbe católico pidiéndoles con insistencia oraciones especiales para alcanzar de Dios que le iluminara y confortara. Dios oyó éstas plegarias generales dispensándole los auxilios necesarios para continuar y llevar a cabo la grande obra de Gregorio VII, de la Soberanía Espiritual de Roma.
Mas, al propio tiempo que defendía esta primacía, la constitución de la Europa de esa época le confería la función gloriosa de celador de todos los intereses de los pueblos, de amparo de todos sus derechos y vigilante del cumplimiento de todos sus deberes.
Durante los dieciocho años de su pontificado se mantuvo siempre a la altura de misión tan elevada y vasta.
Amenazado y atacado sin tregua por sus súbditos inmediatos, los habitantes turbulentos de Roma, no por eso dejaba de abarcar con su mirada la Iglesia toda y el mundo cristiano con imperturbable calma, con permanente y minuciosa solicitud, sin que nada escapara a sus ojos de padre y de juez.
De Islandia a Sicilia, de Portugal a Armenia, no se infringía una ley eclesiástica que al punto no fuera por él desagraviada y restaurada; no hubo injuria contra el débil que no reparase; garantía atacada que no protegiera. La cristiandad entera no fue a sus ojos otra cosa que una majestuosa unidad, un sólo reino sin fronteras interiores ni distinción de razas, de quién a él le tocó ser el defensor intrépido en lo exterior y el juez inexorable e incorruptible en lo interior.
Reanimando el entibiado ardor de las Cruzadas las defendió de los enemigos exteriores. Por eso se le vio entusiasmado por los combates en favor de la Cruz, luchas gloriosas que inflamaron el corazón de los romanos Pontífices, desde Gregorio VII hasta Pío II que murió cruzado.
Los Papas eran entonces el foco de donde irradiaba el ardor santo de las naciones cristianas. Sus ojos estaban incesantemente fijos en los peligros que amenazaban a Europa y, mientras Inocencio empleaba su esfuerzo en mandar todos los años un ejército contra los sarracenos vencedores en Oriente, en el Norte propagaba la fe entre los pueblos esclavos y sármatas, y en el Occidente predicando a los reyes de España la unión y concordia, exhortándoles a hacer contra los moros un esfuerzo decisivo, prediciendo sus milagrosas victorias contra la Media Luna.
Sin otras armas que la fuerza de la persuasión y la autoridad de un gran carácter, redujo a la unidad católica a los más apartados reinos, como Armenia y Bulgaria que, vencedoras de los ejércitos latinos, no dudaron en someterse al escuchar la voz de Inocencio.
Su infatigable y ardiente celo por la verdad no le quitaba ser tolerante en alto grado con las personas. Protegía, contra las exacciones de los príncipes y el ciego furor de los pueblos, a los judíos, testimonio viviente de la verdad cristiana, imitando por lo demás, en esto, a todos sus predecesores sin excepción. En favor de la paz y de la salvación de las almas mantenía correspondencia con los príncipes musulmanes. Mientras luchaba con incansable constancia y rara perspicacia contra las mil herejías que, brotando por doquier, amenazaban derribar los fundamentos del orden social y moral del Universo entero, no cesaba de inculcar a los católicos vencedores e irritados, y aún a los mismos obispos, principios de moderación y clemencia.
Es que teniendo su vida identificada con la religión y la justicia, éstas eran todo para él. El amor ardiente por la justicia inflamaba su alma de tal suerte que no reparaba en el rango de las personas, obstáculos ni contratiempos; desde que el derecho figuraba en una contienda, para nada tomaba en cuenta los reveses ni la fortuna. Dulce y misericordioso con los débiles y los vencidos, inflexible con los soberbios y poderosos. En todas partes y siempre protector del oprimido, del débil y de la equidad contra la fuerza triunfante e injusta. Por eso defendió con noble encarnizamiento la santidad del lazo conyugal como la clave de la bóveda social y de la vida cristiana. Nunca la esposa ultrajada se acogió en vano a su mediación poderosa. El mundo admirado le vio luchar por espacio de quince años contra su amigo y aliado Felipe Augusto defendiendo los derechos de aquella infortunada Ingerburga, venida de la Dinamarca para ser el ludibrio y objeto de los desprecios de este Príncipe, sola, prisionera, abandonada de todos en medio de una tierra extraña, excepto del pontífice que supo al fin reintegrarla en el trono de su marido entre los aplausos del pueblo que se consideraba feliz de ver en el mundo una justicia igual para todos. También salió triunfante en la defensa de la reina María de Aragón cuando llegó a servir de carga a un marido libertino; y de la Reina Adelaida de Bohemia a quién su esposo quería repudiar para contraer otra unión más ventajosa y condenada ya por un concilio.
El mismo espíritu de justicia era el que impulsaba a velar con paternal cuidado hasta en los más remotos países por lo derechos y títulos legítimos de los herederos de las coronas y por la suerte de más de un regio huérfano. Supo mantener en su derecho y patrimonio a los príncipes de Noruega, de Polonia y Armenia (1199); a los infantes de Portugal, al joven rey Ladislao de Hungría y hasta a los hijos de los enemigos de la Iglesia como Jaime de Aragón, cuyo padre muriera en las filas de los herejes y que habiendo caído prisionero del ejército católico, fuera puesto en libertad por orden de Inocencio; Federico II, único heredero de la raza imperial de Hohenstaufen, el rival más temible para la Santa Sede, pero que, puesto bajo la guardia de Inocencio durante su minoría, es educado, instruido y amparado por él, y mantenido en su patrimonio con el afecto y celo, no ya de un tutor, sino de un padre.
¿Podría ya causar admiración que en una época en que la fe se miraba como la base de todos los tronos y, cuando la justicia personificada de tal manera se sentaba en la cátedra de Pedro, trataron los reyes de unirse a ella con los vínculos más fuertes? ¿Parecerá extraño que el valiente Pedro de Aragón no encuentre para la naciente independencia de su corona mejor garantía que atravesar los mares para deponerla a los pies de Inocencio y recibirla de su mano como un vasallo? ¿Que Juan de Inglaterra, perseguido por la justa indignación de su pueblo, se proclame también vasallo de aquella Iglesia a quién él tan cruelmente había vejado, seguro de hallar en ella el asilo y el perdón que los hombres le negaban? ¿Que, además de los reinos mencionados, los de Navarra, Portugal, Escocia, Hungría y Dinamarca se honrasen de pertenecer en algún modo a la Santa Sede por medio de un vínculo de protección enteramente especial?
Nadie ignoraba que para Inocencio el derecho de los reyes respecto de la Iglesia era tan sagrado como los de ésta respecto de aquéllos. El culto que tributaba a la equidad iba unido a una elevada y previsora política, imitando en ésto a sus ilustres predecesores.
Por eso, oponiéndose a la incorporación del imperio por herencia en la casa de Suabia, sosteniendo la libertad de las elecciones en Alemania, fue como salvó a este noble país de la centralización monárquica que, alterando su naturaleza, hubiera ahogado todos los gérmenes de la prodigiosa fecundidad intelectual de que justamente blasona.
Así, restaurando y defendiendo con infatigable constancia la autoridad temporal de la Santa Sede, aseguró la independencia de Italia no menos que la de la Iglesia. Con su ejemplo y sus preceptos forma toda una generación de pontífices igualmente adictos a esta independencia y dignos auxiliares suyos, como lo fueron Esteban Langton en Inglaterra, Enrique de Gnesen en Polonia, Rodrigo de Toledo en España, Foulquet de Tolosa en medio de los herejes; o dignos de morir mártires de esta causa santa como San Pedro Parenticio y Pedro de Castelnau (muertos ambos en manos de los herejes; el primero en Oviedo en 1199 y el segundo en Languedoc, en 1209).
Su gloriosa vida termina con aquél célebre concilio de Letrán (1215-16), que convocó y presidió. Su obra espiritual más grande fue presentar, al orbe cristiano, las dos grandes instituciones u órdenes religiosas de Santo Domingo y San Francisco que debían infundirle una nueva vida y que Inocencio III tuvo la gloria de ver nacer, ambas, bajo su Pontificado.

Enseñanza 8: Hernán de Salza y la Orden Teutónica

A fines del siglo X y comienzos del XI, en la época que se emprendieron las primeras cruzadas para la conquista de la Tierra Santa por la Cristiandad, como resultado y efecto de las mismas -y muy especialmente por la carencia de previsiones con que éstas se efectuaron-, se provocó un marco saliente dentro de esa época constituido por la cantidad de enfermos, desvalidos y pobres que, carentes de protección, pululaban por Jerusalén y otras ciudades.
Las enfermedades propias de Oriente y los heridos carentes de atención constituían una fuente propicia para el desarrollo de las infecciones, pestes y otros descalabros que, cual piedra de toque, pusieron en conmoción los sentimientos humanitarios de ciertas personas, las que no escatimaron esfuerzos de toda índole para aliviar esta crítica situación de sus semejantes.
De allí nacieron las Órdenes Religioso-Militares que tanta importancia tuvieron en la Edad Media y que bajo sus insignias guerreras y religiosas desempeñaron, en realidad, una profunda misión social.
En el año 1128 un alemán llamado Wuldpott fundó, juntamente con su esposa, un hospital en la ciudad de Jerusalén para la protección de todos los peregrinos de origen alemán, como así también para subvenir sus más importantes necesidades. Anexo a dicho hospital habíase instalado un oratorio dedicado a la Virgen María. Otros alemanes aportaron sus caudales para el desarrollo de tan noble causa y consolidaron esta Institución que llamaron Hermanos de Santa María.
En el año 1190, después del sitio a la ciudad de Tiro, un grupo de ciudadanos alemanes, originarios de las ciudades de Bremen y Lübeck, con las velas de sus naves levantaron un espacioso pabellón para los heridos de habla alemana. Dado la similitud de fines que a éstos guiaba con los fundadores del hospital mencionado en el párrafo precedente, se asociaron a los mismos. Fueron éstos, según diversas fuentes, los verdaderos orígenes de la Orden Militar-Religiosa que nos ocupa.
Si bien Hernán de Salza no fue el fundador directo de la Orden Teutónica, fue sin embargo el que le dio su mayor brillo y su verdadero sentido espiritual. Viviendo en el Oriente con sus hermanos de religión conoció a algunos árabes doctos que lo ilustraron en la antigua ciencia Universal. Reconocieron éstos en él a un ser extraordinario y pensaron iniciarlo en su ciencia. Por eso fue llevado al Hoggard y allí iniciado en los Antiguos Misterios.
Comprendió, Hernán de Salza, que la verdadera sabiduría es guardar el Santo Sepulcro; no sólo el sepulcro material de Jesús sino el Sepulcro Místico de Cristo. ¿No es, acaso, el cuerpo del hombre el sepulcro material en donde se oculta el vivificante espíritu?
En los años 1189-91, durante el sitio de la ciudad de San Juan de Acre, Federico de Suabia erigió esta asociación en Orden Militar y la llamó Casa Teutónica de la Santísima Virgen de Jerusalén, pero luego únicamente fue conocida con el nombre de Orden Teutónica u Orden de los Caballeros Teutónicos.
La constitución de esta Orden contó desde el primer momento con los auspicios y apoyo de los Grandes Señores de la época y del Papa Clemente III, quién autorizó su constitución en base a la regla de San Agustín.
Los constituyentes de esta Orden denominábanse Hermanos. Con respecto a la atención de los heridos, enfermos, protección a los pobres, viudas y huérfanos, regíanse por reglas análogas a las de los Hospitalarios; en cuanto a la parte eclesiástica y militar, se ajustaban a las rígidas normas establecidas para los Templarios, contando por ello con todos los privilegios propios que a esa clase de Órdenes confería el Papa.
Usaban un manto blanco con una cruz negra en el pecho. El color blanco como símbolo de Fe y Pureza; la cruz en el pecho característica de los cruzados y el color negro, al igual que el anaranjado, constituían los colores divisa de los alemanes. En tiempo de Hernán de Salza se agregó posteriormente la Cruz de Oro de Jerusalén.
Para ingresar a esta Orden era indispensable ser Hidalgo Alemán (sólo en los grados inferiores se permitía el ingreso a simples ciudadanos), ser célibe y comprometerse a renunciar a todos los compromisos y afectos que no fueran los provenientes de la Orden y de sus obligaciones inherentes a la misma; renunciar a todas las pretensiones sobre los bienes de la Orden, la que únicamente y a cambio de ello, podría facilitarle los más elementales medios de subsistencia y una habitación. Además debían llenar todas las exigencias que se requerían para el ingreso en la generalidad de las Órdenes de Caballería similares a la misma.
El jefe tomaba el nombre de Gran Maestre de la Orden y tenía diversos ayudantes con denominaciones características de acuerdo a las funciones que se les atribuía.
Por primera vez se ordenaron cuarenta nobles alemanes. El Rey de Jerusalén le donó la cruz al primero, el Duque de Suabia; el segundo y los treinta y ocho restantes las recibieron de otros Señores de gran alcurnia. En la Orden, al igual que en la de Malta, había tres divisiones.
La elección del Gran Maestre se efectuaba por el voto de los Caballeros y sus insignias jerárquicas eran un anillo y un sello, atributos de los cuales jamás se apartaba a no ser en el momento de la muerte en que hacía entrega de los mismos al Caballero que él designaba Regente de la Orden. Interín se elegía al nuevo Gran Maestre, esta designación suya quedaba, sin embargo, librada a la aceptación por parte de los Caballeros.
El Regente convocaba a elección del Gran Maestre por medio de un sistema de designaciones de ayudantes que permitían la recolección de los votos de todos los Hermanos de la Orden; previamente a la elección se leían las reglas establecidas, todos los Hermanos recitaban 15 veces la oración dominical y enseguida daban de comer a 30 pobres. El que resultaba electo Gran Maestre se hacía cargo de su puesto y recibía el anillo y el sello, investiduras de su autoridad.
Hernán de Salza comprendió la inutilidad de que sus Caballeros permanecieran inactivos en Jerusalén, ya que muchas otras órdenes religiosas se habían establecido allí y constituido en una colonia europea. Así fue que transfirió su Orden a Venecia en espera de poderle dar una tierra en el Norte, en donde establecerla definitivamente. Se vio esta ocasión presentada cuando consiguió que el rebelde emperador de Alemania hiciera las paces con el Papado.
Comenzada la actuación de la Orden en la ciudad de Venecia, aumentó cada vez más su radio de acción y su influencia, que se hacía cada vez más poderosa. Era en ciertos casos la que inclinaba la balanza entre las diferencias que se suscitaban entre el Emperador y el Papa. Así Hernán de Salza, Gran Maestre de la Orden, resultó ser el verdadero árbitro de las diferencias planteadas entre el Papa Honorio III y el Emperador Federico II, y precisamente al solucionar las diferencias mediante su intervención en tal forma que satisfacía a ambos contendientes, pudo la Orden adquirir nuevas posesiones en Italia, Hungría y Alemania. El Papa autorizó al Gran Maestre agregar a la Orden la insignia de la Gran Cruz de Oro y el Emperador las insignias del Águila Imperial.
A insistencia continua de los Papas, tanto el Emperador como diversas Órdenes trataron de expulsar a los bárbaros que aún dominaban la Prusia. Pero pese a las repetidas tentativas para desalojarlos, todas ellas fracasaron. Fue la intervención de la Orden Teutónica la que en el año 1228, por instigación del Papa Gregorio IX, emprendió la conquista de Prusia, desalojando a los bárbaros y logrando establecerse. Dirigió la Orden los destinos políticos de la misma hasta fines de 1618. Desde esta conquista y bajo la dirección de distintos Grandes Maestres, fueron acreciendo cada vez más sus poderes, en forma tal que su influencia se hacía sentir no sólo en la Prusia sino también en Hungría, Polonia, Livonia y los Ducados de Curlandia y Semigal.
La Orden vio reforzados también sus efectivos y poderío por la incorporación a la misma de la Orden de los Hermanos de la Milicia de Cristo, que llevaban delineada en el manto blanco la cruz roja y una espada, por lo cual originó que se la llamase la Orden de Portaespadas, Orden que fue instituida por el Obispo Alberto de Alperdern en Livonia en el año 1204 y que por tener finalidades muy comunes a la Orden de los Teutónicos decidieron incorporarse a la misma, ejerciendo en este sentido el poder y las influencias que tenía la Orden Teutónica.
La historia de la Orden Teutónica, en los tres siglos que dominaron en Prusia, es la de mayor poder temporal de la misma y toda la historia de Europa Central y Oriental está íntimamente ligada con el desarrollo en influencia de esta Orden. En el año 1253, siendo Gran Maestre Poppón de Osterne, construyeron la ciudad de Köenigsberg, y en el año 1275 siendo Gran Maestre Hartman de Heldhugen, que se instaló en Venecia, fundaron la ciudad de Marienburg.
Consecuente con el reflujo producido en Europa por las luchas y derivaciones provenientes de la Reforma de la Iglesia Católica, la Orden recibió la repercusión de tales hechos en su vida pública y allí comienza la época de la pérdida de gran parte de su inmenso poder temporal. Así en el año 1525, con motivo de haber su Gran Maestre Alberto Margrave de Brandeburgo abrazado la religión reformada de Lutero y haberse casado con la hija del rey de Dinamarca, se produjo un cisma en la Orden encabezada por el Maestre Teutónico de Livonia Walter de Kletemberg, que se independizó del Gran Maestre y en tal carácter fue reconocido por Carlos V. Mientras ésto sucedía muchos Señores Católicos disgustados se retiraron a sus respectivos castillos, donde en forma independiente, por largo tiempo, trataron -cada Señor dentro de su feudo-, de mantener subsistentes las tradiciones de la Orden.
En el año 1618 perdieron la Prusia y desde entonces la Orden dejó de ser una organización de carácter político. Una parte de la misma pasó a establecerse en la Franconia, pero pese a la pérdida de sus dominios la Orden siguió existiendo. Así es que en el año 1805, a raíz del tratado de Presburgo, se establece una cláusula en la que se concede al Emperador de Austria los títulos, derechos y rentas del Gran Maestre de la Orden.
A principios del siglo XIX Napoleón I la abolió oficialmente.
Durante el tiempo de las Cruzadas en Tierra Santa, al cesar el fervor de la guerra, ocupábanse preferentemente en la defensa del pueblo y del desarrollo creciente de sus condiciones morales, adoptando modales cultos. En la paz, después de haber desterrado las atrocidades superfluas de la guerra, inspiraban una fraternidad común tan grande como notable en esos tiempos de aislamiento universal practicando, predicando y enseñando el bien. De este conjunto de impresiones y atributos, en cuyo crisol se fundían armoniosamente sus instintos bélicos y religiosos, daban nacimiento a un tipo ideal superior, exaltando la imaginación al ofrecer en sus vidas concepciones variadas y emociones más puras y elevadas que las que se encuentran en la vida común.
Continuando con la similitud existente en su organización con las sectas persas, tenían tres grados: el de Paje, el de Escudero y el de Caballero. Los dos primeros correspondían al noviciado y el de Caballero al que le brindaban el conocimiento de los misterios mayores.
Las Pruebas a las que estaba sujeto el Escudero, antes de su promoción a la categoría de Caballero, consistían en un ayuno riguroso el día anterior a la consagración, pasando la noche blanca, que consistía en estar toda la noche arrodillado al pie de los altares, en medio de la oscuridad más profunda.
Las armas y las insignias de su nueva condición, tienen también un sentido más amplio que el que justifica su uso. Las espuelas que recibía el Caballero para hacer obedecer su caballo a todos sus deseos, significan la figura de los transportes interiores de su alma que le excitarán a amar a Dios profundamente y a defender su ley con valor y entereza. La espada de doble filo símbolo de la fuerza, significa que sabrá humillar el valor e inducirle a dominar el orgullo que se cree de él inseparable, en la práctica virtuosa de la humildad y la abnegación por el prójimo.
Todos sus actos estaban regidos en principios que tendían al desarrollo de las condiciones superiores del ser humano, cuya importancia y valor conocían y apreciaban.

Enseñanza 9: La Poesía Mística de Jacopone de Todi

Se llama asceta a Jacopone de Todi porque su camino espiritual fue un constante esfuerzo para acercarse a Dios, sin llegar nunca, por espíritu interior de sublime sacrificio, al estado místico de Unión Divina.
Se suele confundir la ascética con la mística; la ascética señala en el candidato su esfuerzo, con la práctica de los ejercicios purgativos y amorosos y el estudio teórico sobre los diversos modos de alcanzar la perfección, desde sus comienzos hasta llegar a la contemplación; mientras que en la mística él penetra, por la práctica volitiva y el rapto extático, hasta la Divina Unión.
En la ascética hay esfuerzo, lucha, porque hay dualidad: el Ser y su Esencia Pura; el hombre y Dios; mientras que en la mística hay sosiego, quietud, porque hay unidad: la pequeña llama se ha juntado a la gran llama Divina; el hombre es como fundido en Dios.
Los ascetas cristianos han tenido como base de sus vidas espirituales en el camino, la Imitación de Cristo y, los Franciscanos en particular, eligieron la Imitación de Cristo pobre y crucificado, tanto que San Francisco de Asís, fue llamado Alter Christus y llevó en su cuerpo las señales de la Pasión.
Pero Jacopone de Todi, que también fue franciscano, tomó como centro de sus aspiraciones y como ejemplo de amor y de dolor en la vía ascética a la Virgen de los Dolores.

Stabat Mater dolorosa Estaba la Madre dolorosa
Juxta Crucem lachrymosa y lagrimosa a los pies de la
cruz
Dum pendebat Filius. de la cual colgaba su hijo.

Es la imagen femenina que lo inspira siempre: su vida, su musa, su santidad.
Por la imagen de la mujer idealizada aprende a amar, es impulsado a escribir y a crear, gime, desespera y se convierte a vida perfecta.
De niño ama a su madre sobre todas las cosas.
Nacido Jacopone de Todi en el año 1228 es su madre el centro de toda su atención y su cariño.
Es educado con todo esmero, según la costumbre de los nobles de aquellos tiempos y adiestrado en el arte del bien escribir y guerrear.
Su alma dura y varonil se rebela a las disciplinas, por eso sólo encontraba sosiego en el amor de su dulce madre. Sus versos lo indican:

Ben vegio che ama il figlio Bien se ve que el hijo quiere
Lo patre per natura a su padre por naturaleza
E matre con dolzura pero a la madre le da todo
Tutto suo cuor il dona. su corazón con suavidad.

Su padre era seguro, de carácter duro y únicamente pensaba en dar a su hijo una verdadera educación, cosa no fácil en esos tiempos en los cuales el idioma italiano no estaba aún bien formado y se hablaba en la península italiana el latín, el provenzal y los modismos locales; el mismo Jacopone sería un precursor, junto con Bruneto, del idioma gentil que culminó con Dante, Petrarca y Boccaccio; además el que Italia estuviera dividida en pequeños estados y siempre en guerra entre sí, requería una gran pericia en el arte de la guerra, de la estrategia y la jurisprudencia. Benedetti no ahorraba a su hijo ni castigos, ni disciplinas para ahogar en él los ímpetus de rebelión y la tendencia a las quimeras propias de la niñez y de la adolescencia.
En esos momentos de tormenta interior siempre encontraba una caricia y amparo en los brazos de su madre y a ella se apegaba, con fuertes lazos de amor, cada vez más.
De su padre se alejaba día a día, llegando hasta el odio; él mismo lo confiesa:

Staba a pensare Iba pensando
Mio pater morerse que si mi padre moría
eh io piu non staesse yo ya no estaría ligado
a queste brigata. a estas obligaciones.

Pero, a pesar de todo, no pudo eludir la influencia ni la autoridad del padre, que le obligó a frecuentar las escuelas, a estudiar fuerte y a doctorarse en leyes en la Universidad de Bolonia.
Y no por un día, por cuarenta años fue abogado y procurador en su patria, dedicándose con muy buena voluntad a su profesión.
¿El rebelde había muerto? ¿El fogoso muchacho había sido substituido por el hombre reposado? ¿Ya él no pensaba en abandonar lo que antes tanto le fastidiaba?
Así parece.
En 1267, Jacopone, ya cerca de los cuarenta años, se casó con Vanna, hija de los condes de Coldimiezzo; y todo el amor que había puesto en su madre lo trasladó a su esposa. Era ésta joven, hermosa, buena y discreta y llevaba consigo el encanto promisor de una felicidad plena. Así pareEn 1267, Jacopone, ya cerca de los cuarenta años se casó con Vanna, hija de los condes de Coldimiezzo ; y todo el amor que había puesto en su madre lo trEra
Jacopone siguió su adoración a la Imagen Femenina en la de su esposa, acercándose a ella con entera dedicación y con una devoción tierna y sincera.
Pero en el año 1268 sucedió algo terrible. Los habitantes de Todi daban una gran fiesta en la plaza mayor; en el palco reservado a las damas, entre todas, brillaba la joven esposa del poeta. Los ojos de Jacopone, que estaba entre los del jurado, admiraban más la belleza de su Vanna que el desenvolvimiento del torneo.
Pero la visión y la fiesta son de pronto interrumpidas por un ruido infernal, seguido de gran pánico.
El palco de las damas se ha derribado y el caprichoso destino no se ha llevado, sin embargo, más que una víctima: la esposa de Jacopone.
Mientras el dolor de las profundas heridas y el deseo de vivir dan expresión al rostro de Vanna, él espera salvarla: la llama con dulces nombres, le suplica que no lo deje, ofrece su vida por la de ella. Pero, cuando la serenidad y el abandono de la muerte componen de dignidad el rostro de ella, Jacopone siente en su pecho la más negra desesperación.

Cuis animan gementem Esa alma que lloraba
Contristatam et dolentem triste y dolorida
Pertransivit gladius. fue traspasada por una espada.

Se acordaría de ese momento doloroso de su vida mientras componía la segunda estrofa de su “Stabat Mater”.
En esas dolorosas tinieblas se sentía Jacopone herido de muerte; pero la muerte es vida y él sale de esa terrible prueba convertido a nueva vida.
Su conversión religiosa despierta al mismo tiempo su antigua personalidad, que parecía aniquilada; surge de nuevo el poeta, el rebelde, el santo y sobre todo el asceta.
Ya no se rendirá más el varón de Dios; aquí empieza su camino ascético que no terminará sino con el fin de su vida.
El centro y fin del camino ascético de Jacopone de Todi es María, la Dolorosa.
Del suave amor a la madre, del apasionado amor a la esposa, pasa al amor de la suave Madre de Dios. La Divina Madre triunfa en él, dándole como objeto de su búsqueda y de su amor a la Imagen de Aquélla que el tiempo no desmorona, ni el viento esparce, ni cambian los años, ni toca la muerte.
El fuerte y varonil corazón de Jacopone, su acentuada hombría, se pliegan delante de la Madre de Dios en el momento que expresa el Gran Dolor.
Cuando habla de Dios no puede recordarlo sino como juez implacable y justiciero que mide al hombre con vara de hierro pronto a descargar el castigo sobre la tierra; si es verdad que él compuso el “Diae Irae”, como algún historiador afirma, bien se puede ver su concepto religioso; cuando habla de Jesús sólo ve en Él al Gran Rey, al incomparable Salvador que redimió a los hombres con su sangre y muerte de Cruz.
Pero cuando habla de María, cuando canta su dolor, se conmueve, se suaviza, vierte lágrimas y se enciende su corazón en una ola incontenible de compasión y ternura.
La Dolorosa es su centro y él va a Jesús Crucificado y a la perfección a través de las lágrimas de la Madre.
En pos de Ella tiene fuerzas para aborrecer al mundo y a su vida pasada y es por Ella que hace penitencia y mortifica y destruye al viejo hombre.
Ella le inspira el ansia de la renuncia de su propia voluntad y el deseo vehemente de borrar sus pecados. Él estalla de arrepentimiento:

Quis est homo qui non fleret ¿Qué hombre no llora
Matrem Christi si videret Si ve la Madre de Cristo
In tanto suplicio? Sufriendo tanto?

La conversión y el Santo Amor lo hacen poeta.
Es opinión común de muchos que Jacopone empezó a escribir versos sólo después de su conversión; pero es de suponer que ya desde antes, si bien a hurtadillas, escribía versos. El poeta no se hace, nace.
Sus laudes escritas en italiano y sus himnos escritos en latín nos dicen que un escritor de tal envergadura no pudo hacerse en un día.
El “Stabat Mater”, atribuido a otros autores, es ahora reconocido como obra suya.
Al principio de su conversión Jacopone se propone hacer vida más perfecta. Su camino ascético, inicialmente, consiste en un gran odio a los pecados capitales, en una constante lucha, temor y mortificación contra las tentaciones, para poder perseverar en sus propósitos. Aparentemente es el de antes, pero en su interior se está efectuando un cambio completo.
De los 40 a los 50 años camina lentamente, como si temiera efectuar la gran renuncia, pero avanza y comprende que el Foro, la vida cómoda, los amigos, su ciudad natal de Todi, son todos lazos que le impiden su dedicación total a Dios.
Muestra deseos de hacerse fraile, pero sus amigos lo disuaden una y otra vez: un hombre a los 50 años ya no puede amoldarse a la vida austera del claustro; además él puede hacer mucho bien estando en la vida seglar, escribiendo versos, cumpliendo sus deberes y siendo ejemplo de vida religiosa.
Él titubea y no sabe que decidir.
Teme que siguiendo así pierda el tiempo inútilmente y le asusta al mismo tiempo una vida de tanto sacrificio.
Se hablaba mucho, en el centro de Italia en esos días, de la conversión de Margarita de Cortona, la cual de una vida cortesana había pasado a la Orden Tercera de San Francisco y vivía entre los rigores de la penitencia, el éxtasis y las revelaciones divinas. De todas partes corrían a Cortona para ver a la mística en su humilde celda.
Jacopone decide ir a consultarla ¿No decían que a ella le había hablado Jesús desde una Cruz, llamándola: pobre pecadora mía, y en lo sucesivo la había honrado con los títulos de: Hija y esposa mía?
¿Quién mejor que ella podía decirle una palabra de orientación?
Como siempre, es una mujer la que guía los pasos de Jacopone.
A Cortona fue y oyó de los labios de la extática la confirmación de su vocación religiosa.
En 1278 Jacopone de Todi entró en la Orden de los Frailes Menores, pero únicamente como lego, por espíritu de humildad.
Bajo el sayal de San Francisco él reconoce siempre al antiguo pecador y como tal se trata, despreciándose y deseando el desprecio de todos.
Su camino ascético es árido y duro, sin esperanza de descanso y de recompensas sobre la tierra.
En él sólo ha de encontrar espinas, dolor, penitencias, azotes y renuncias; para él solo será concedido la tristeza, el cáliz, la hiel y las lágrimas de la Pasión.

Eia Mater, fons amoris Oh Madre, fuente de amor
Me sentire vim doloris que yo sienta tus dolores mucho
Fac, ut tecum lugeam. haz que llore contigo.

Cuando le es concedido a Jacopone un poco de tregua a sus terribles luchas y pruebas, el único descanso, el único bien que se permite es el amor sangriento de la Cruz, es llegar a reproducir en su mente, en su corazón y sus carnes las espadas de la Dolorosa, las llagas de Cristo.

Sancta Mater, istud agas, Haz Santa Madre
Crucifixi fige plagas que las llagas del crucificado
Corde Meo valide. Sean fijadas para siempre en mi
corazón.

Nada de goces exteriores ni interiores para él. Rechaza el deleite de llegar a una quietud pues quiere esforzarse en su ascética de dolor hasta que muera: Donec ego vixero.
Todo el deleite sea para él en el cielo, con su Divina Madre, después de la muerte, si Dios Juez lo absuelve de sus pecados.
En el convento desea vivir como simple lego, ejercitándose en los más humildes oficios.
Pero no le basta.
Quiere ser vilipendiado, despreciado y que lo consideren como a un loco.
Quiere estar siempre con los más pocos, más humildes, más estrictos.
Su camino ascético es desolación, por eso únese a los Espirituales. Los Espirituales eran unos Franciscanos que deseaban vivir las reglas y costumbres primitivas de la Orden, tener una vida rígida y no poseer absolutamente nada. Los dirigía el venerable Pedro de Juan de Oliva y a ellos se unió Jacopone de Todi. Pero deseando hacer vida más austera y apartada se unió a los Franciscanos, llamados Ermitaños Celestinos, así llamados porque formando un grupo independiente de la Orden Conventual, fueron aprobados por el Papa Celestino V en 1294.
Pero al advenimiento de Bonifacio VIII fue disuelto este grupo por dicho Papa.
Algunos volvieron a los franciscanos con el Bienaventurado Conrado de Offida; pero otros se rebelaron abiertamente, entre ellos fray Jacopone.
Ya el camino de Jacopone está definido; ya tendrá que ir errante, el rebelde, siempre perseguido, siempre acosado, siempre huyendo; sin esperanza de algún descanso.
No era enemigo de Bonifacio VIII como Papa, sino como supuesto usurpador del Papado; se supone más por espíritu de compañerismo con los de su Orden de Ermitaños abolida, que por creer verdaderamente viciada la elección del Papa.
Tampoco se ve que esperaba mucho de Celestino V como Papa, ya que había escrito en una poesía suya:

Che farai, Pier da Marrone ¿Que harás, Pier de Marrone
Sei venuto al paragone? Ahora que te pusieron a prueba?

Y acontece que en 1297 participa en la reunión de Lunghezza con los Colonna y sus partidarios, Deodato Rooci y Benedicto de Perussa, firmando el manifiesto de oposición a Bonifacio VIII.
En el año 1298 las milicias papales ocupan Palestina, fortaleza de los Colonna, en donde estaban sitiados los opositores y Jacopone es hecho prisionero.
Por cinco largos años permanece en la cárcel y sólo es libertado de allí la Navidad de 1303, por Benedicto XI.
Tres años le quedan de vida ya que terminará sus días la Navidad de 1306.
Murió en el Convento de las Clarisas de Calazzone.
Una vez más, las buenas hermanas se le mostraban en la hora suprema como único amparo en este pobre mundo.
Dicen sus biógrafos que su corazón estalló por el deseo vehemente que tenía del cielo. Tal sendero no podía terminar sino con un incendio, un incendio de amor, que le abría las puertas del cielo, de la Divina Unión.

Enseñanza 10: Juan Pico de la Mirándola

Una de las figuras más discutidas en el mundo literario y filosófico es la de Juan Pico de la Mirándola. Ni aún las luces del naciente y glorioso Renacimiento lograron disipar las tinieblas medioevales de superchería y superstición que rodearon a la figura de este hombre, pues él fue, verdaderamente, uno de los nexos principales entre la edad medieval que fenecía y la del renacimiento.
Todo lo que rodeó su nacimiento fue, quién sabe por eso, de tétrico y añejo aspecto. Tal era el castillo de la Mirándola, con sus puntiagudas torres, con sus altas murallas escuetas, con sus crujientes puentes levadizos, situado entre las oscuras montañas de la Toscana Central.
Nacido de antigua familia, de noble estirpe, predestinada a la guerra y a las armas, éste fue el ambiente que lo rodeó de niño. Pero sucede un milagro. El niño de blondos y largos cabellos, de inmensos ojos azules, de cara ovalada y femenina, resalta entre todos. Los duros guerreros habituados a las blasfemias y al griterío, no osan abrir la boca en su presencia.
Su dulzura se impone, su modestia atrae, su belleza física resplandece como llama portadora de una luz interior. Todo lo viejo le aburre: guerras, costumbres, modo de vivir. Lo único viejo que ama son los libros; y como de un manantial puro, brotan de los labios del niño, espontáneamente, las mas bellas poesías.
Nadie puede con él; su dulzura vence a todos. Ya su padre está resignado a no hacerlo hombre de armas, ni sacerdote, sino a dejarle libre para que siga sus quimeras.
Y Pico no tiene más de 10 años; sin embargo ya es toda una expresión nueva, una imagen viva del renacimiento al cual tanto aportará.
A los 14 años ya está en Bolonia discutiendo temas de derecho canónico con los más ancianos doctores, derrotando a los escolásticos y decantando la filosofía griega.
Pero hay aún más. A esa misma edad es laureado.
Pero ¿quién puede poner sosiego a su ansia de saber? El mundo es pequeño para él; el tiempo, breve.
Año tras año, peregrino del saber, corre por todas las universidades, conoce todos los centros de estudios y asiste a las cátedras de todos los sabios conocidos entonces. Siete años dura esta peregrinación.
Se dice que a los dieciocho años sabía ya 22 idiomas y conocía todas las ciencias oficiales de la época.
¿Donde puede asentarse este hombre renacentista, sino en Florencia, cuna de la nueva era, vivero de hombres de ciencia, de artes y de letras?
Lorenzo el Magnífico, duque de Florencia, cobra un entrañable afecto a este sabio adolescente; no puede desprenderse de él. No compone poesías, ni las da a publicidad sin que éste las apruebe. A pesar de las manchas que volcaron los hombres sobre las intimidades de estos dos amigos, fue ésta una de las más bellas y duraderas amistades, que sólo la muerte pudo separar; y por breve tiempo.
Fue entonces cuando el joven Pico publicó sus noventa proposiciones denominadas “De Omni Re Scibili”, que fueron condenadas por el Papa. Se proponía con éstas estimular el estudio de todas las cuestiones universales y humanas; pero fracasó por la intransigencia eclesiástica.
La obra más maravillosa de Pico de la Mirándola fue la de colaborar con Marsilio Ficino, el gran filósofo platoniano, para hacer renacer el estudio y el amor a los filósofos griegos y fundar la célebre Academia Florentina.
Como era profundamente religioso y deseaba ser instruido sobre la parte esotérica del cristianismo, se relacionó con sacerdotes venerables e influyó en el ánimo de Lorenzo de Médicis para que hiciera volver a Florencia a Gerónimo Savonarola.
Gerónimo y Pico eran dos tipos completamente distintos. Contrastaba el aspecto severo, duro y apocalíptico del fraile, con el bello, señorial y refinado del poeta. Sin embargo, debía haber en estas dos almas una única aspiración espiritual cuando las unió tan estrecha intimidad.
En ese entonces también había en Florencia algunos Iniciados del Fuego amantes de la astrología, de la metapsíquica y de la cábala. Pico no era persona de limitarse a un solo concepto. Conocía a estas personas y estudió con ahínco las ciencias ocultas; si hubiera vivido unos años más seguro habría colaborado con ellos en la fundación de la Orden Secreta de los Frates Lucis, instituida en 1498.
Ya había él terminado su misión; la filosofía griega estaba en auge, firmemente asentada. Por siglos y siglos no dejarían los hombres de admirarla y estudiarla. Ya podía Pico retirarse a los mundos superiores.
Lorenzo el Magnífico había muerto en el año 1492 y el otro gran amigo, el poeta Angel Policiano, el 29 de Septiembre de 1494.
El 17 de noviembre de ese mismo año, contando tan sólo 31 años de edad, mientras Carlos VIII entraba en la ciudad de Florencia con un poderoso ejército, este gran Iniciado abandonaba el plano terrestre.
Unos meses antes la vidente savonaroliana, Camila Rucellai, le había predicho la hora de la muerte y él, atemorizado, había procurado tomar el hábito dominicano; pero aplazando su proyecto de un día para otro no lo pudo realizar.
Sin embargo, en la última hora, al igual que el Policiano, pidió a su amigo Savonarola ser enterrado con el traje blanco y negro de la Orden de los Predicadores; éste se lo prometió y cumplió después su promesa.
Si bien no se puede saber exactamente si Pico de la Mirándola tuvo conocimiento de la gran misión que le asignaron los Iniciados del Fuego sobre la tierra, lo cierto es que la reconoció instantáneamente en la hora de su muerte pues, desde su convento, mientras estaba en oración, vio Camila Rusellai el alma de Pico de Mirándola que se elevaba al cielo nimbada por un aura de fuego.


Enseñanza 11: El Humanista Tritemio

Tritemio aparece en los albores del renacimiento y fomenta el aspecto científico de éste, convirtiéndose en padre de grandes humanistas.
Nació el 1° de febrero de 1462 y murió el 13 de diciembre de 1518. Su verdadero apellido era Heidenberg, aunque se le conoció bajo el de Trithemius (Juan), o Trittenheim (Alemania) por el lugar de su nacimiento.
Pese a su condición de noble, su educación fue muy descuidada, tanto que a los 15 años aún no sabía leer ni escribir. Huérfano a los dos años, su padrastro puso trabas a su formación educacional a tal punto que tuvo que recurrir a horas de la noche y en casa de un vecino, ocultándose, para adquirir los primeros rudimentos del saber. Aprendió así a leer, escribir, declinar y conjugar palabras latinas. De esta manera a la par que satisfacía sus propias inclinaciones, acataba las imposiciones de su padrastro.
No satisfacía ésto todas sus ansias de saber, y así determinó abandonar la casa de su madre, dirigiéndose a Tréveris y otras ciudades y finalmente a Heidelberg, donde completó sus estudios y adquirió todos los conocimientos que un hombre podía poseer en aquel tiempo.
Después pensó volver a la casa materna, pero al llegar el 25 de enero de 1482 a la abadía benedictina de Spanheim una fuerte nevada le impidió continuar el viaje, accidente providencial que él aprovechó para conocer y estudiar la vida de aquellos monjes y al cabo de una semana, prendado de aquél género de vida, determinó quedarse y tomó el hábito el 21 de noviembre de aquél mismo año.
Poco tiempo pudo seguir la regularidad del simple monje, pues no tardó en ser elegido abad pese a su juventud y el poco tiempo de haber ingresado a la Orden.
Tritemio encontró al monasterio en un estado lamentable, tanto en lo temporal como en lo espiritual y su celo emprendedor trató en primer lugar de restaurar lo material de la abadía, que al poco tiempo volvía ya a igualar y superar su prosperidad primera; después tocó su turno a la tarea más difícil pero más meritoria: la reforma interior y moral de sus monjes, comenzado por el cumplimiento de la regla conforme a la reforma de Bursfeld, y luego la determinación del trabajo reanimando los estudios sagrados y profanos.
En las conferencias a sus monjes les exhortaba sin cesar a leer y escribir copiando libros e iluminando los títulos y letras capitales; y gracias a esto pudo reunir una rica colección de libros en su biblioteca, llegando a contar en el año 1502, 640 volúmenes y algunos años más tarde más de 2.000 de toda clase y lenguas, cuando sólo contaba 48 volúmenes al ser nombrado abad.
El estado floreciente a que llegó con esto la abadía acrecentó la fama de Tritemio, y de todas partes acudían a Spanheim para conocerle; príncipes, obispos, sabios, todos tenían interés en consultarle y aprovecharse de sus vastos y profundos conocimientos en cualquier género de ciencias y artes.
Esta fama de virtud y sabiduría no era compartida por todos unánimemente. La envidia de alguno de sus monjes, que no se avenían bien con la regular observancia, causábale muchos sinsabores y disgustos, llegando a llamársele injustamente de hechicero.
En 1505, hallándose en Heidelberg en la corte de Felipe, Conde de Palatino del Rhin, llegó a sus oídos la noticia de que sus monjes se habían levantado contra él y le habían depuesto de su cargo de abad. Para poder cerciorarse mejor de lo ocurrido se retiró a Colonia, luego a Espira, pero las noticias que le llegaban no eran nada satisfactorias; los monjes se mantenían firmes en su resolución.
En vista de esto Tritemio renunció volver a su abadía, en donde había vivido más de veinte años, sintiéndose verse privado de su casa de profesión y de la rica biblioteca, reunida gracias a sus trabajos y desvelos, retirándose a la abadía de Wurzburgo, que le confiaron, y allí vivió los últimos diez años de su vida entregándose a sus estudios favoritos sin escuchar las promesas de puestos honoríficos que muchos le ofrecían.
Tritemio ha sido objeto de muchos trabajos y aún hoy excita la curiosidad de muchos sabios. Aparte de sus trabajos ascéticos, monumento imperecedero de la vigorosa reforma de Bursfeld, las demás compilaciones, por razón de sus numerosos errores y contradicciones que encierran y del carácter superficial a veces de su composición, han perdido casi todo su valor científico, salvo para la segunda mitad del siglo XV. Ha habido, sin embargo, algún escritor como G. Mentz, que ha tratado de defenderlo de las falsificaciones históricas de que se le acusa, como el haber inventado las fuentes que le sirvieron para su “Historia de los Francos” (Maguncia 1515) y los “Anales de la Abadía de Hirsangia” que son, respectivamente, Hunibaldo y Meginfrido, cuyos escritos eran ya enteramente desconocidos en el siglo XVI. Sin embargo no es posible convencerse de la entera veracidad de Tritemio ante las dificultades que levantan sus procedimientos literarios, en especial de algunas de sus contradicciones flagrantes.
Las obras de historia literaria son más seguras.
En definitiva, Tritemio fue un escritor fecundísimo, como lo atestigua el número de sus escritos, entre los cuales algunos fueron acusados de tener carácter de nigromante. Su obra, pese a la crítica posterior de que fue objeto, cumplió en su época con la extraordinaria misión de despertar el interés por la ciencia convirtiéndose, en consecuencia, en verdadero precursor del renacimiento científico.


Enseñanza 12: Paracelso

Paracelso nació en Einsiedeln, Suiza, siendo su padre, médico prestigioso, quién dirigió sus primeros pasos en la ciencia, llevándolo luego a Carintia, donde aprendió prácticamente en minas y fundiciones las propiedades de los metales, que tan útil le fueron como base para el estudio metodizado de los elementos terapéuticos. Esta educación objetiva primera debe tener su parte cuando luego, ya maduro, enseñaba que “el progreso sólo puede fundarse en la experiencia y en las conjeturas de ella extraídas”.
Pasó luego al Norte de Italia con el fin de estudiar la medicina. En esta decisión es de presumir también la influencia del padre, quién se hallaría al corriente del impulso renacentista sobre las ciencias comenzado en la península a raíz de la venida de los sabios de Bizancio, motivada por la caída de Constantinopla en manos de Mohamed II. Paracelso recorrió también todo el suelo alemán por espacio de 10 años y después de dos años de reposo en Karuten, pasó a Salzburgo.
Había adquirido Paracelso en sus múltiples traslados fama de mago y de escandaloso.
Estas exageraciones son explicables, como así las torcidas o intencionadas interpretaciones, considerando el nivel cultural de la época, tan intolerante en lo señalado a emitir conceptos; y más debería chocar con éstos el carácter independiente, altivo, arremetedor contra las autoridades espirituales y temporales de Teofrasto Paracelso, en cuyo retrato, pintado por Holbein, puede adivinarse estas facultades al contemplar su perfil autoritario, su nariz algo prominente y aguileña, su mentón bien marcado en unas mandíbulas desarrolladas, su boca más bien fina, sus ojos mirando a lo lejos como en la actitud del hombre que sabe lo que hace y lo que dice.
Dictó sus escritos a sus discípulos, en un estilo que es mezcla de teorías con claras conjeturas e intuiciones geniales.
Se publicaron: Chirurgia Nagua -1536-, un Manual donde se recomienda el uso del mercurio para la sífilis; Frankfurt, De Gradibus -1568-; Von der Bergsucht -1567-. En la ópera Omnia hay un notable capítulo sobre “Degeneratione Stultorum”.
En ellos y en sus polémicas aparecen delimitadas las diferentes partes constitutivas del organismo, en espirituales y materiales. La vida procede de Dios, que creó el principio vital o Archeaus, contenido en un vehículo invisible o mumia, que se identifica fácilmente con el doble de los egipcios y que por lo tanto nos revela el origen espiritualista de sus enseñanzas.
Lo material proviene del fango primordial o Ilíaster, que sufriendo transformaciones queda substancialmente formado por los tres elementos figurados con las palabras simbólicas de azufre, mercurio y sal, significando con ello las materias que tienen diferente comportamiento con el fuego. Tuvo la idea de lo que él llamó signaturas, o sea que las enfermedades manifestadas por ciertos síntomas podían curarse con vegetales que llevaran en sí mismos algunas manifestaciones interpretadas como semejantes. Así, la ictericia debía curarse con jugo de col.
Esta idea es el germen de aquella del simil similibus curantur, sobre la cual Hannemann, 4 siglos más tarde, edificó la Homeopatía.
Por la Astrología dedujo el tratamiento de sacar del cuerpo a la mumia por procedimientos magnéticos e injertarlo en la planta adecuada para recibir la influencia de los Astros. De aquí el nombre de Cuerpo Astral.
Su admiración por Hipócrates lo encarriló en un paralelismo en cuanto a la observación estrictamente científica, sin prejuicios que obscurecieran los avances de las experimentaciones y sus consecuencias. Indudablemente lo inspiraba también el pensamiento hipocrático: “el amor a los enfermos es el origen del amor al arte medicinal”. Por eso decía a los alquimistas: “no deben buscar el oro que es paja vana, sino los medicamentos que curen las enfermedades”.
Con este pensamiento se revela el fundador de la Química. En dicha actividad descuella de tal modo que es visible su soplo genial, adivinado ya cuando rompía lanzas contra los maestros consagrados, en su célebre quemazón de Basilea.
Estudió las propiedades farmacológicas del opio, laudano, plomo, azufre, hierro, arsénico, sulfato de cobre y sulfato de potasio -Specificum Purgaus Parcelsi-. Observa los beneficios de las termas de aguas minerales ya aconsejadas por los antiguos germanos, analiza sus aguas y las recomienda.
Distingue el alumbre del sulfato ferroso y encuentra el hierro contenido en el agua por medio del ácido tártrico.
Popularizó las tinturas y extractos alcohólicos.
Estudia los cálculos biliares y renales, clasificándolos como enfermedades tártricas, por precipitación, como la formada en el fondo de las cubas de vino.
Además intuye genialmente el poder catalítico de algunos cuerpos químicos al hacer notar que influían no por la cantidad, sino por la quintaesencia.
Como clínico observa y describe magistralmente el cretinismo y sus relaciones con el bocio endémico en el Tirol, estudiados durante los viajes numerosos de su vida nómade, pero fructuosa.
Como cirujano fue hábil. Sus operaciones y considerandos se hallan en la “Chirurgia Maqua”. Fue el único partidario de la antisepsia.
En síntesis, Teofrasto Paracelso fue un hombre bien completo. Hay múltiples facetas sobresalientes en su manera de ser.
Su eterna búsqueda de la verdad, a la que perseguía incansablemente en sus investigaciones dentro de sí mismo, en sus semejantes y afuera en las visitas innumerables por todo el panorama europeo, es genial.
Sembró obstinado la parte de aquella verdad que llegó a su conocimiento demostrando generosidad y visión profética. Pero en aquellos días supone esta conducta una valentía que atrae la simpatía cuando menos y así debió parecerle al pueblo con quién alternaba y a quién servía, creándole una fama legendaria después de su muerte.
Su modalidad era la acentuación de su tenaz lucha contra el dogma, el cual necesitaba abatir como primer paso de la misión que se había fijado la nueva medicina, y a iluminar la obra de los continuadores con chispazos admirables que trazaron directivas en el eterno camino del conocimiento.
Como precursor, como constructor, a pesar de las inevitables exageraciones de los destinados a ser fermentos en el desarrollo de la Humanidad, tiene un lugar bien conquistado en la historia de sus benefactores.
En el año 1541, se apagó esta vida en Salzburgo.

Enseñanza 13: Los Místicos de Port Royal

No se puede hablar de la vida de Pascal sin antes describir a Port-Royal, que tan estrechamente vinculado fue al alma y a la misión de este gran Iniciado.
Cuando en 1602 entraba, en el antiguo monasterio de Cister, la nueva abadesa Angélica Arnaud de 11 años de edad, nadie sospechaba que una nueva era empezaba para la iglesia de Francia y el desenvolvimiento espiritual del cristianismo.
Era Port-Royal uno de los tantos monasterios de Francia, en donde las monjas, señoritas distinguidas, transcurrían su tiempo entre la conversación elegante, las vanidades mundanas y las fiestas.
Ser abadesa de un monasterio así equivalía representar una familia acaudalada, distinguida, la cual había logrado esta dignidad para su hija, a fin de proporcionarle honores, riquezas y alcurnia.
Sin embargo, la pequeña Angélica no se sentía feliz entre tantas delicadezas. Una tristeza desconocida consumía su suave rostro. Inútilmente las trece hermanas que componían la comunidad procuraban distraerla. Se sentía sola y con su vida vacía.
A la edad de 15 años la prédica de un franciscano sobre la pasión de Cristo despierta en ella un deseo irresistible de perfección y de reforma de vida. Poco a poco logra hacer sentir sobre las demás religiosas ese dominio irresistible de su personalidad, que ejercerá luego durante toda su vida sobre los seres. Logró así reformar paulatinamente al monasterio.
En estos tiempos era cosa admirable esta vida ejemplar en un convento de monjas. Hasta el padre de la joven y toda su familia se encontraron envueltos en el misticismo de la adolescente abadesa que, incorruptible, impuso la clausura, el silencio y la vida pobre y recoleta en su convento.
Port-Royal se va transformando gradualmente en el faro de la Iglesia de Francia. Todos los ojos devotos miran hacia allí, como hacia un puerto de paz y salvación.
Pero en 1619, de pronto, la fama de la madre Angélica sube hasta las nubes. En Maubisson, la abadesa Angélica D’Estrées, con su vida disipada, escandaliza a su convento y a sus amigos, hasta que el clero, indignado, la saca de allí para recluirla entre las penitentes de París. La madre Angélica Arnaud es designada, entonces, para dirigir y reformar esta nueva comunidad. Es recibida allí fríamente y, cuando le ofrecen el lujoso cuarto de la abadesa, lo rechaza y se instala en la más humilde habitación, que queda cerca de las cloacas. Poco a poco atrae a las religiosas, impone las reglas y reforma el monasterio.
Pero una noche, la D’Estrées, que se ha escapado de las penitentes, acompañada de un ejército de caballeros amigos, se presenta a la puerta del convento, reclamando sus derechos. No se atemoriza la joven Angélica, ni quiere abandonar su puesto; mas, cuando a mano armada es invadido el claustro y ella duramente golpeada, abandona con toda dignidad la abadía, acompañada por treinta religiosas.
Su padre, Arnauld, corre, seguido por los arqueros del rey, al convento. Huye la D’Estrées con sus acompañantes y esa misma noche puede regresar la madre Angélica a Maubisson, con sus religiosas.
Desde todos los conventos del Cister la llaman para que imponga las reglas y la vida ejemplar; pero es siempre a Port-Royal donde ella anhela volver y en donde encuentra la paz, el sosiego y la verdadera hermandad.
Un alma así, en las manos de un director suave, hubiera dedicado su vida a la contemplación pasiva. Esta parece ser su orientación cuando conoce a San Francisco de Sales y se pone bajo su dirección.
Pero también un alma así, en otras manos, puede convertirse en una gran batalladora. Y en tal se convierte esta fundadora y maestra del jansenismo, cuando, después de la muerte de San Francisco de Sales, conoce y se pone bajo la dirección de Saint Cyran.
Este venerable sacerdote había sido amigo íntimo de Jansenio, obispo de Ypres, que había escrito el comentario sobre la doctrina de San Agustín “El Augustinus”, en visible contradicción con la doctrina tomista.
Ni se imaginaba este obispo, al morir, que había dejado con su libro un arma que levantaría un fuego terrible dentro de la iglesia católica. Promulgando la supremacía de la gracia contrariaba el libre albedrío; de allí la gran lucha que sostendrían después los jansenistas, hijos de la austeridad y de la divinidad en su concepto abstracto, en contra de los jesuitas, pioneros de la fuerte e inquebrantable voluntad y el libre albedrío.
En pocas palabras y en sentido esotérico: los jansenistas todo lo hacen por intuición y por la ley de predestinación; mientras los jesuitas todo lo hacen por el análisis racional o ley de posibilidades.
Ni unos ni otros están exactamente en el medio ni en la razón; porque las dos leyes son indispensables y caben dentro del universo.
Desde luego que, periódicamente, en los grandes movimientos religiosos y éticos predomina una tendencia, ora otra, así como había pasado en el cristianismo con el advenimiento de Lutero y su fe en la predestinación.
A pesar de su contrarreforma, los católicos no podían dejar de ver los resultados beneficiosos, que tomaban fantásticas proporciones de quienes ellos, despectivamente, llamaban protestantes. La severidad del culto, el puritanismo moral, la obediencia ciega a la ley de Dios, el ascetismo que, saltando a pies juntos sobre la razón se asienta únicamente en la fe, no dejaba de admirar a los envidiosos romanos. Con pasión y ahínco eran sacados de los archivos los antiguos textos de San Agustín, fundador de la primitiva iglesia, que habían sido abandonados después de las normas aristotélicas y escolásticas.
El jansenismo era un poco de todo esto: vuelta a la fe ciega, al concepto de predestinación, a la severidad de las costumbres de los principios cristianos, basándose exclusivamente en la doctrina de San Agustín, como un querer implantar, dentro del credo romano, una reacción similar a la luterana, pero con fines completamente opuestos y ortodoxos.
En esos años aparece en el drama del mundo Blas Pascal. Nace en Clermont, en 1623; su familia, de severos católicos, lo educa en el más estricto sentido religioso. Pero un impulso natural e interior demuestra desde los primeros años de este Iniciado, como estaba destinado a descubrir grandes misterios físicos.
A la edad de 9, años un cálculo algebraico solucionado por él deja atónito al padre, quién le otorga plena libertad para que se aplique a sus estudios favoritos. Desde entonces empieza esa búsqueda afanosa, que hará que Pascal pueda, científicamente, demostrar las teorías de Galileo y de Torricelli.
Sucesivamente evidenciará, con el experimento llamado de la vejiga, la existencia del vacío; dará la fórmula para demostrar la pesantez del aire y el equilibrio de los líquidos, base fundamental de la hidrostática.
En 1643 recién entra en la corriente Jansenista, después de oír un sermón del padre Singlin, discípulo de Saint Cyran.
Parece una contradicción que un hombre tan positivista en sus descubrimientos, se afiliara a ese cristianismo abstracto. Sin embargo es muy clara y consecuente esta espiritualidad. La razón dogmática de los jesuitas no puede llenar ni compartir la racionalidad práctica de este hombre que, si razona de las cosas positivas, necesita amplios campos de libertad allende la razón para volar por los espacios espirituales.
Su hermana Gilberta, la mayor, y su dulce y bienamada hermana menor Giacomette, son también atraídas por esta novedad religiosa tan en boga y tan discutida en los salones y en las aulas de París. Pero hay más. Giacomette se hace presentar a la madre Angélica y vehementemente desea hacerse religiosa. Esta idea espanta a Pascal, que se opone terriblemente y la aleja, momentáneamente, de sus nuevos amigos espirituales. Pero Giacomette vence todos los obstáculos y, después de la muerte del padre, toma el velo en Port-Royal, para transformarse en la hermana Santa Eufemia.
Empieza aquí el período de la vida mundana de Pascal. Es el hombre del día, buscado por todos; su aspecto etéreo, su cara lánguida y su porte distinguido le atraen la simpatía y el amor de las mujeres. La amistad del duque de Roanés le abre las puertas de toda la aristocracia parisiense y parece que con sus estudios, con sus cátedras y con sus amistades ha olvidado por completo la orientación espiritual; pero súbitas tristezas y descontentos le asaltan. Una rara enfermedad, que le afecta de vez en cuando y le deja dolorido y como paralizado, se le repite con frecuencia.
La noche del 23 de noviembre de 1654, estando en su habitación en la casa del duque de Roanés, donde vivía, una repentina luz invade su mente. Cae como en éxtasis. Seres maravillosos se descubren a él. Nunca podrá explicar lo que siente y sabe; pero desde ese momento, que él llamó de su conversión, ya su vida no perderá su verdadera orientación.
En el umbral de la nueva vida le espera, gozosa, el alma de su hermana religiosa, que le aconseja compartir la vivienda con los ermitaños de los campos, los jansenistas, que se asilaban al lado de Port-Royal. Entre esos señores busca refugio su alma, confiando su dirección espiritual a De Saci.
Mas, empiezan para los jansenistas los tiempos malos y de persecución. Los jesuitas los acosan por todas partes, hasta que consiguen que el Papa los condene, en 1661. Es un desbande general.
La madre Angélica había muerto por entonces, contenta, como decía, de huir de aquel mundo de iniquidades. Tres meses después, muere también, víctima del dolor, la suave hermana Santa Eufemia. Con los demás jansenistas, Pascal tiene que huir de casa en casa, siendo perseguido por todas partes.
Fracasa la obra espiritual, no siente deseos ya de vivir, ni quiere firmar la renuncia a su credo. Cada vez más su enfermedad lo acomete y atormenta hasta que, el 17 de Agosto de 1662, en la casa de su hermana Gilberta, rompe los lazos físicos y logra la tan anhelada libertad.
Hermoso ha de haber sido para él ese instante, cuando contempló que su obra no era un fracaso, pues había asentado sobre la tierra dos verdades que conquistarían al mundo: el predominio de la intuición y de la fe sobre la razón, y la necesidad de la demostración práctica de todo descubrimiento teórico.

Enseñanza 14: Visiones de Manuel Swedenborg

Manuel Swedenborg nació en Estocolmo, Suecia, el 29 de enero de 1688 y falleció en Londres el 29 de Marzo de 1772.
Hijo de un obispo luterano, completó sus estudios en Upsala y en 1709 se trasladó a Inglaterra donde se entregó por entero al estudio científico, mostrando marcada predilección por Newton y sus teorías.
Toda su vida parece indicar que desde su primera niñez fue divinamente inspirado, guiado para la misión que desempeñó en el mundo y hasta físicamente venía preparado desde su nacimiento pues su sistema respiratorio, en los momentos de éxtasis, cesaba casi por completo en lo exterior para continuar respirando internamente en forma silenciosa y en pleno uso de sus facultades mentales y físicas.
Refiere Swedenborg en “Arcana Coelestia” que, los primitivos hombres, tenían una respiración interior, siendo la exterior apenas perceptible, razón por la cual no hablaban tanto con palabras como los de su posteridad y como actualmente se habla, sino como lo hacen los ángeles, es decir, con las ideas del pensamiento, expresadas mediante innumerables modificaciones de las facciones del rostro, especialmente de los labios en los cuales hay innumerables combinaciones de fibras musculares que en el hombre de nuestro tiempo no se hallan desarrolladas.
A los 4 años, su gusto predilecto era hablar con sus padres de religión; y a los 7 años se deleitaba en conversar con ministros de la Iglesia, sosteniendo que el alma de la fe es la caridad y que nadie tiene fe verdadera si no realiza su vida basándose en los divinos preceptos del Decálogo, dados al hombre por Dios para su guía en el camino de la regeneración.
Recibió esmerada educación, mostrando predilección por las ciencias y viajando por Inglaterra, Holanda, Francia y Alemania, dedicado a la preparación de experimentos en el terreno de la física.
Hasta los 56 años, su producción es eminentemente científica y según algunos biógrafos estaba 100 años adelantado con relación a su época.
Es así como proyecta un barco de guerra capaz de navegar con su tripulación bajo las aguas y capaz de causar graves daños a la flota enemiga; un fusil de aire capaz de disparar 60 a 70 tiros sin necesidad de recargar y también un aparato mecánico para volar.
No obstante, en sus estudios científicos predominaba siempre el anhelo de indagar y resolver los problemas espirituales; todos sus esfuerzos se encaminaban hacia un mismo fin sublime: demostrar la existencia de Dios y descubrir la verdadera relación entre el alma y el cuerpo, entre el espíritu y la materia.
Científicamente fracasó en esa búsqueda hasta que, el segundo día de Pascua de 1744, se produjo en él la percepción espiritual, según lo relatado en su diario, de apuntes que minuciosamente registraba, para su uso particular y que fueron publicados un siglo mas tarde.
Dice Swedenborg: “Puesto que el Señor no puede manifestarse en persona, y habiendo sin embargo anunciado que vendrá y establecerá una nueva Iglesia, que es la Nueva Jerusalén, sigue que lo hará por medio de un hombre, que puede, no sólo recibir la doctrina de esta Iglesia con su entendimiento, sino también publicarla por medio de la prensa. Que el Señor se ha manifestado en mí, su siervo, enviándome con ésta misión, y que luego abrió la vista de mi espíritu, introduciéndome en el mundo espiritual y permitiéndome ver los cielos y los infiernos y conversar con ángeles y espíritus continuamente durante muchos años, testifico en verdad, así como que desde el primer día de mi llamamiento no he recibido cosa alguna, perteneciente a la doctrina de esta Iglesia de ángel alguno, sino del Señor sólo, mientras leía el Verbo”.
Esta continua visión le permitió ser instruido mediante ángeles y espíritus de todo cuanto era necesario saber para restablecer las verdades perdidas de la Iglesia y observar la relación universal que por creación existe entre lo espiritual y lo natural, a cuya relación llamó: la Ley de la Correspondencias, cuyas bases son que en la existencia de la creación hay dos dominios: el de lo espiritual y el de lo físico.
Lo espiritual es lo real y lo físico es sólo su símbolo y reflejo. Entre uno y otro hay en todas partes perfecta correspondencia y el sentido real y verdadero de la Naturaleza y la vida natural no se puede concebir hasta que se reconozca esta ley y se familiarice con su uso.
El conocimiento de esta ley, aplicada a su versación sobre el mundo físico y especialmente al cuerpo humano, le permitió interpretar las Sagradas Escrituras por hallarse éstas escritas mediante puras correspondencias, encontrando que así se revelaba el exacto sentido espiritual en el cual está su verdadero alcance, virtud y santidad y mediante el cual el Señor verifica su segunda venida al mundo.
Manuel Swedenborg, que designado por el Rey en un alto cargo en el Real Negociado de Minas, lo renunciara en 1747 para dedicarse por entero a su labor teológica, mantuvo sin embargo su contacto con el mundo, ocupándose de su puesto en el parlamento y destacándose en el estudio de problemas que afectaban la buena marcha de su patria, mencionándose una memoria sobre temas financieros como la más documentada y mejor escrita en la materia. Así como un proyecto sobre Defensa Nacional lo tuvo como iniciador del mismo.
Como científico basta decir que su famosa obra “Opera Philosophica et Mineralia”, presenta una teoría detallada sobre el origen del Universo visible y expone su hipótesis sobre las nebulosas, teoría que fue luego atribuida a Kant y Laplace.
De su clarividencia ha quedado una experiencia notable. En circunstancias en que viajaba hacia Estocolmo debió detenerse en Gotemburgo, ciudad situada a 250 kilómetros de la Capital y, almorzando con las principales personalidades de la localidad, solicitó autorización para retirarse, regresando al poco rato profundamente afectado manifestando que se había producido un gran incendio en Estocolmo y que el fuego había llegado hasta una casa situada a tres puertas antes de la suya.
Poco rato después se retiró nuevamente y al regresar junto a sus amigos pudo tranquilizarles, informándoles que se había logrado detener la propagación del siniestro, antes de que llegara a su propia casa. Sólo tres días después, se conocieron exactamente estas noticias oficialmente en Gotemburgo y los detalles coincidieron con aquellos que proporcionó Swedenborg.
Investigaciones efectuadas algunos años después por el célebre filósofo Kant, le permitieron comprobar detalle por detalle la exactitud de la visión, verificándola con testigos de primer orden que aún vivían y que por su posición y cultura eran irrecusables.
A estas pruebas de su clarividencia en el plano físico como así también a sus percepciones en el mundo espiritual no daba mayor importancia, pues manifestaba que el objeto de ellas era aclararle el sentido espiritual del Verbo. Con respecto a estas percepciones en el mundo espiritual y celestial, destacaba que no había similitud alguna con los éxtasis y visiones de los Profetas y Apóstoles, a punto tal que su misión “estaba limitada a deducir el sentido espiritual de los textos que se le presentaban, sin poder poner de su parte una página de doctrina”.
Tampoco encontraba similitud con las visiones de los santos, agregando que hay dos clases extraordinarias de visiones “y yo he sido llevado a ambas situaciones para que supiera cómo son. La primera es ser llevado con el cuerpo físico y solamente dos veces se me hizo esta experiencia. La segunda es de ser transportado por el espíritu a otro lugar. Este me fue demostrado sólo dos o tres veces”.
Sus percepciones, que duraron 27 años, le permitieron permanecer al mismo tiempo en el mundo espiritual y en el mundo natural, hablar con los ángeles como con los hombres, conocer el estado de los más ilustres de entre los muertos de todos los tiempos y visitar los habitantes de Mercurio, Saturno, etc.
Agrega Swedenborg, “que este don de percepción no puede ser transmitido de una persona a otra a menos que el Señor por sí mismo abra la vida del espíritu de esa persona”.
“A veces se concede que un espíritu entre en un hombre y le comunique alguna verdad, pero no se le concede a ese hombre el poder hablar directamente con el espíritu”.
Sus percepciones se producían con absoluta posesión clara y neta de su razón, y tanto ocurrían en estado de vigilia como durante el sueño, en ensoñaciones o en estado de vigilia y sueño.
Pocos meses antes de su fallecimiento, en una carta dirigida al Jefe de los Metodistas Ingleses, John Wesley, predijo con toda exactitud su muerte, la que se produjo el 29 de marzo de 1772, en Londres, a los 84 años de edad.
En 1908 el gobierno de Suecia trasladó sus restos a su ciudad natal, siendo depositados en la catedral de Upsala, al lado de la tumba del naturalista Linneo.

Enseñanza 15: Saint Martin

Llamado “El Filósofo Desconocido”, pseudónimo que adoptara en sus escritos, nació en Amboise (Francia), el 18 de Enero de 1743, en el seno de una familia de la nobleza. Fue educado por su padre con la gravedad de costumbres de la época y por su madrastra -pues su madre había fallecido a poco de darle luz-, con ternuras tales que esta impresión sería decisiva en el futuro para todos sus afectos.
Ellas le harían amar a Dios y a los hombres con gran pureza, y su recuerdo sería siempre gratísimo al filósofo en todas las fases de su vida.
Habrá siempre una mujer santamente amada en cada una de las etapas a recorrer.
Su corazón, así dispuesto por el amor, recibió desde las primeras lecturas hechas a la edad en que despuntaba su inteligencia, una impresión y tendencias más decisivas todavía, más internas y más místicas. El libro de Abbadie, “El arte de conocerse a si mismo”, le inició en ese conjunto de estudios de sí mismo y de meditaciones sobre el tipo divino de todas las perfecciones, que sería la gran obra de toda su vida.
Físicamente preparado para los grandes vuelos espirituales, tenía un organismo muy delicado, pero indudablemente predispuesto a la vida del espíritu. A éste respecto dice en su “Mi retrato histórico y filosófico”: “cambié de piel siete veces durante mi niñez, y no se si a causa de éstos accidentes debo tener tan poco de astral”.
Poco se sabe de sus primeros años escolares. Por complacer a su padre y al protector de su familia, el duque de Choiseul, sigue la carrera de derecho, “pero preferiría dedicarse a las bases naturales de la justicia, que a las reglas de la jurisprudencia, cuyo estudio le repugnaba”, afirma su biógrafo M. Gence.
Esto se explica pues a los 18 años ya conocía a los filósofos de moda: Montesquieu, Voltaire y Rousseau, y cuando se ha tomado el hábito de aprender de leyes y costumbres con tales maestros es lógico suponer que Saint Martin oiría con frialdad la palabra de simples profesores de jurisprudencia. En cuanto a la repugnancia que sentía por los códigos y tradiciones de la costumbre aplicadas a la justicia, se explica también por su carácter eminentemente espiritualista.
No obstante continúa sus estudios y se recibe de abogado y siempre por complacencia hacia su padre ingresa en la Magistratura, carrera que abandona seis meses después, a despecho de las perspectivas que ella le deparaba, ya que con la protección del duque de Choiseul le hubiera resultado fácil suceder a un tío suyo que desempeñaba por aquél entonces un puesto de Consejero de Estado.
Ingresa a la carrera de las armas, pese a que detestaba la guerra, no para hacerse una posición o distinguirse en forma llamativa, sino para poder ocuparse de sus estudios favoritos, la religión y la filosofía, evadiéndose así de las doctrinas materialistas de su época que llenaban de alarma su alma tierna y piadosa.
Gracias a la protección del duque de Choiseul, ingresa como subteniente en el regimiento de Foix, que se encontraba de guarnición en Burdeos, aún cuando no tenía instrucción militar alguna.
En aquella ciudad encontró el alimento que su alma pedía: el conocimiento.
En efecto; encuentra allí a uno de esos hombres extraordinarios, Gran Hierofante de iniciaciones secretas: Martines de Pasqualis, portugués de origen israelita, que desde el año 1754 iniciaba adeptos en varias ciudades de Francia, sobre todo en París, Burdeos y Lyon.
Al parecer ninguno de sus alumnos logró el conocimiento total de sus secretos, pues el mismo Saint Martin, que debió ser uno de sus más ilustres discípulos, manifestaba que el Maestro no los encontró suficientemente adelantados como para darles a conocer el supremo secreto.
En esta escuela Martines de Pascualis ofrecía un conjunto de enseñanzas y simbolismos que unidos a ciertos actos de teurgia, obras y plegarias, formaban una especie de culto que permitía ponerse en contacto con las Entidades Superiores.
A este respecto, Saint Martin diría 25 años después que la Sabiduría Divina se sirve de Agentes y Virtudes para hacer conocer el Verbo en nuestro interior, entendiendo por estas palabras a potencias intermediarias entre Dios y el hombre, para lo cual eran condiciones indispensables una gran pureza de cuerpo y de imaginación.
Estos intermediarios serían necesarios hasta tanto el hombre completara el ciclo de evolución, al terminar el cual sería igual a Dios y se uniría a El.
Saint Martin prosigue estos estudios esotéricos en Burdeos desde 1766, y bien pronto despierta en él el deseo de hablar al gran público y de actuar fuertemente sobre las masas.
Siguiendo los deberes de su profesión abandona Burdeos en 1768 para estar de guarnición en Lorient y Longwy, año en el que también su Maestro se traslada a Lyon y París, donde funda nuevas logias.
Esta separación es posiblemente la causa de que Saint Martin abandone la carrera de las armas en 1771, determinación grave en su caso pues implica el bastarse a sí mismo careciendo de medios de fortuna y corriendo el riesgo de disgustar a su padre, lo que felizmente al parecer no sucedió.
Su vocación está ya perfectamente establecida. Él será un Director de almas. De lo alto viene el mandato y su vida se dedicará por entero a ello y a su propio perfeccionamiento.
Se traslada a París, donde bien pronto se pone en contacto con los alumnos de Martines de Pasqualis: el conde D’Hauterive, la marquesa de la Croix, Cazotte y el abate Fournié.
Con los dos primeros persistirá la amistad durante toda la vida por la gran afinidad en sus aspiraciones y especialmente con el conde D’Hauterive, con el que se encuentra desde 1774 en Lyon, ciudad a la que se traslada Saint Martin y en la que Martines de Pasqualis había fundado la Logia de la Beneficencia. En ella siguió un curso de estudios y en compañía de D’Hauterive durante tres años se dedicaron a experimentaciones tendientes a entrar en contacto con los Seres Superiores y lograr el conocimiento físico de la “Causa activa e inteligente”, nombre con que se conocía en esa escuela teúrgica al Verbo, la palabra o el Hijo de Dios.
Por esta época, o sea cercano ya a los treinta años de edad, Saint Martin era ya muy bien recibido en el gran mundo. Se le describe como dueño de una figura expresiva y noble gesto, lleno de distinción y reserva. Su porte anunciaba a la vez el deseo de agradar y el de dar algo. Bien pronto fue muy conocido y buscado en todas partes con gran interés.
Le tocaba actuar en el seno de una sociedad muy mezclada, poco seria y mundana, en la que el rol a desempeñar fue considerable desde el principio.
Nacido en el mundo y amándolo, siempre alegre y espiritual cuando le convenía serlo y habitualmente teósofo grave y humilde con apariencia de inspirado, él gozaba de toda la deferencia que semejante actitud otorga en la sociedad femenina.
Su doctrina, completamente opuesta a la filosofía superficial que reinaba en aquellos días, era justamente la llamada a golpear en los espíritus preparados a oír la gran verdad.
Y mientras iba cumpliendo su misión de director de almas en tan abigarrada sociedad, fructificaban los viejos estudios en largas meditaciones que culminarían en 1775 con la publicación de su obra “De los errores y de la Verdad” publicada en Lyon, con el pseudónimo de El Filósofo Desconocido.
Este libro, refutación de las teorías materialistas en boga en esa época, muestra que la gran fuerza que se manifiesta en el Universo y que le guía, su causa activa, es la Palabra Divina, el Logos o el Verbo. Es por el Verbo, por el Hijo de Dios, que el mundo material fue creado, como así también el mundo espiritual. El Verbo es la unidad de todos los poderes morales o físicos. Es por él, o tal vez emanado de él, que se tiene todo cuanto existe.
Esto último, la teoría de la emanación, provocó la ira de sus adversarios, pero sus amigos, viendo en él un audaz y poderoso campeón del espiritualismo que el siglo quería o parecía considerar como definitivamente perdido, se agruparon a su alrededor con gran deferencia. Este debut parecía revelador de un escritor profundo, y aunque en ese entonces Martines de Pasqualis vivía entre ellos, nada publicaba y por el contrario pasaba enteramente desapercibido. Esto trajo posiblemente la confusión de atribuir a Saint Martin la fundación de la escuela de los Martinistas en Alemania y otros países del Norte, lo que al parecer no fue así, pues se trataba de un conglomerado de logias y santuarios que adoptaron las teorías secretas de Martines de Pasqualis más que las de su discípulo.
Saint Martin fracasó, al parecer, como fundador y en realidad la escuela de los Martinistas debió llamarse Martinesistas para distinguirla de los discípulos de Saint Martin.
No era una obra externa su verdadera misión, sino la ya mencionada de director de almas, a punto tal que de sus escritos y correspondencia íntima se deduce claramente que aparte de su labor de propio perfeccionamiento, era su labor de misionero de la Gran Obra que le estaba encomendada. Y a ella se dedicó lleno de ardor, rico en fuertes convicciones, gozando con prudencia de una juventud bien gobernada, empujado por el éxito y muy bien recibido aún donde no lograba su objetivo o sea la dirección del alma, siendo su propaganda activísima en el gran mundo.
Tenía contacto con innumerables personas en muchas localidades de Francia y en todas ellas existían grupos que efectuaban experimentos psíquicos y de mediumnidad. No era éste el fuerte de Saint Martin y aunque reconocía la realidad de ciertos resultados, prefería su papel de enseñante, que le daba muchas satisfacciones y en algunos casos admirables resultados.
Buscaba sus discípulos entre las personalidades más destacadas en la época, ya fueran hombres de ciencia como el astrónomo Lalande que no lo comprendió, o el Cardenal de Richelieu con quién mantuvo varias entrevistas, pero al que por fin debió abandonar debido a su edad y sordera.
Al duque de Orleans, que se haría celebre pocos años más tarde por la revolución, también lo desechó, pese a que ya en ese entonces era el exponente más elevado de las nuevas ideas que iban a cambiar la faz de Francia.
No se apegaba a los hombres; sólo buscaba las almas que necesitaban su dirección.
En 1778, ya en sus 35 años de vida, se traslada a Tolosa, donde por dos veces su corazón parece querer traicionarlo y apegarse afectivamente, a punto de pensar en el matrimonio. Pero poco tiempo después consideraba ambas experiencias como verdaderas pruebas, de las que había sacado como consecuencia que no había nada en la tierra que pudiera apegarlo y alejarlo de su misión.
Pocos meses permaneció en esta localidad, retornando a París, ciudad a la que llamaba su purgatorio.

Enseñanza 16: El Filósofo Desconocido

Saint Martin es el enlace entre las logias místicas de la pre-revolución francesa y las logias sociales de la época liberal.
Hacia fin del siglo XVIII Francia estaba llena de logias masónicas fundadas por Cagliostro y, cercanas a París, en Versailles, Martines de Pasqualis había fundado las que posteriormente se denominarían de los Filaleteos y Orades Profes. Saint Martin, que espiritualmente se sentía alejado de la masonería, tampoco pudo ponerse en contacto con éstas últimas, pues al parecer se dedicaban a experimentos de alquimia, lo que chocaba a su espíritu amigo de un misticismo puro.
Es en esta época, que corresponde también al alejamiento de su Maestro en viaje a Santo Domingo donde moriría, y en la que Saint Martin es, si no el sucesor reconocido por lo menos el principal iniciador de la doctrina de la escuela, cuando se diferencia la nueva era en que entra. En efecto, dejando a un lado todo el ceremonial y experimentaciones teúrgicas, Saint Martin busca resultados superiores, mediante el recogimiento, la meditación, la oración, que lleven a la unión con Dios.
A este apostolado dedica su existencia entera y a ese fin busca las almas en el gran mundo, los grandes escritores y los hombres de ciencia, convencido de que su palabra directa ganará con más facilidad las almas que con cualquier otro método, ya que tiene a Dios en su ayuda.
No es vanidoso al pensar así; por el contrario, es tan humilde que llega a la timidez y comprende y sabe que necesita tener quién le estimule para dar de sí todo lo que puede. Éste fue el gran mérito de la Marquesa de Chabanais, mujer eminente y a la que siempre estuvo muy agradecido por tener el raro privilegio de ayudar a su espíritu dándole el impulso necesario para elevarlo a mayores alturas.
Es en esta época cuando también toma la dirección espiritual de la Duquesa de Borbón, hermana del Duque de Orleans y madre del Duque de Enghien, del que fue amigo, protegido y huésped habitual cuando habitaba en París.
Sus relaciones abarcan los nombres más famosos de la época. Pasa 15 días en el castillo del duque de Bouillon, donde tiene oportunidad de conocer a Madame Dubarry, a la que aún se trataba como princesa favorita pese a que su reinado hubiese pasado. El duque de Bouillon fue, al parecer, un discípulo dispuesto a las enseñanzas de Saint Martin, lo que es de hacer notar ya que era uno de los pocos amigos bien recibido por el rey Luis XV.
Dice Matter: “Es ésta tal vez la mejor época de su vida. ¡Maravilla ver un gentilhombre de pequeña nobleza y de fortuna mediocre, un simple oficial, sin duda muy estudioso, pero escritor poco conocido aún, desempeñar un rol tan considerable en tan gran número de familias de las mejores del país, llevado tan sólo de sus grandes aspiraciones y de su piedad poco madurada aún!”.
"En general se le escucha con singularidad, pero no se le secunda. Pareciera que en medio de esa sociedad tan sensual, escéptica y materialista, todos desearan luz, pero una luz dulce y agradable, y al encontrarse con una forma algo austera, tal como la presentaba en su primer libro, la rechazaban".
Exigido por sus discípulos a exponer en forma aún más clara su doctrina, publica en 1782 el “Cuadro natural de las relaciones que existen entre Dios, el hombre y el universo”, manifestando en el mismo que las cosas deben ser explicadas mediante la constitución del hombre y no el hombre por las cosas.
Agrega que nuestras facultades internas y escondidas son las verdaderas causas de las obras externas, y así también en el Universo son las potencias internas las verdaderas causas de todo cuanto se manifiesta en el exterior. Lejos de querer ocultar a nuestros ojos las verdades fecundas y luminosas que son el alimento de la inteligencia humana, Dios las ha escrito en todo lo que nos rodea. Las ha escrito en la fuerza viva de los elementos, en el orden y la armonía de todos los fenómenos del mundo, pero aún mucho más claramente en aquello que forma la característica distintiva del hombre. Por lo tanto, estudiar la verdadera naturaleza del hombre y deducir de los resultados que surjan de este estudio la ciencia del conjunto de las cosas, apreciarlas a los rayos de la luz más pura, ése debe ser el gran objetivo del filósofo.
Como el anterior, este libro es poco claro en muchas de sus expresiones, posiblemente debido a las exigencias del secreto comprometido en la escuela de Martines de Pasqualis.
Si bien la crítica poco se ocupó de este nuevo libro, él le valió ser considerado por los Martinesistas como el sucesor natural de su fundador, invitándolo a reunírseles para terminar conjuntamente la obra. Los trabajos de esta Sociedad eran aparentemente conciliar las ideas de Swedenborg con las de Martines de Pasqualis, pero, al parecer, secretamente perseguían fines políticos y el descubrimiento de algunos de los grandes misterios, entre ellos, la piedra filosofal. Saint Martin que bregaba por un espiritualismo puro y que miraba con cierto recelo las operaciones teúrgicas, rechazó la invitación y se dedicó con más ahínco a buscar sus discípulos entre el gran mundo que frecuentaba y entre los sabios de la época.
Él sabía que no se domina sino desde arriba y por ello afinaba su puntería en alto. No pretendía marchar a la cabeza de los sabios, pero sabiendo que no se puede influir a la opinión pública sin éstas, comprendiendo que ésta se gobierna por medio de ellos, deseaba llegar al gran público con los sabios.
Había entre todos un cuerpo ilustre que parecía ir a la cabeza del movimiento filosófico de la época: La Academia de Berlín en la que Mendelsohn, Bailly y Kant habían animado los concursos por medio de sus escritos.
A pedido de Federico el Grande, en 1776, la Academia había planteado una grave pregunta, a saber: “Si es útil engañar al pueblo”, y había repartido el premio entre dos concurrentes que habían enviado conclusiones enteramente opuestas, una de las cuales sostenía audazmente que hay ocasiones en que conviene dejar al pueblo en el error. Las repercusiones de este debate habían sido inmensas, y posiblemente Saint Martin soñaba con una publicidad semejante.
Por lo tanto, al proponer la Academia de Berlín un concurso sobre el tema “Cual es la mejor manera de llamar a la razón a las naciones salvajes o civilizadas que se encuentran libradas a los errores y supersticiones de todo género”, encontró Saint Martin la oportunidad de ocuparse de uno de los errores que a su juicio era el más grave de la época: la substitución de la razón divina por la humana.
Trató la cuestión con toda la profundidad y la importancia que le daba su punto de vista iluminado. Deseaba introducir en el mundo, bajo un ilustre pabellón, la gran doctrina que le preocupaba, la de la profunda ruptura que tenía alejada a la Humanidad de las primitivas relaciones con su Creador.
Su escrito trataba al comienzo de dar una clara definición de la razón y demostrar que para someter a ella a los hombres hay que llevarlos a la condición y a la ciencia primitiva de la especie humana. Esta ciencia fue durante mucho tiempo transmitida secretamente de santuario en santuario, de escuela en escuela, y establecía fuertemente esa espiritualidad que diferencia al hombre de la bestia.
Agregaba que lo que le falta al hombre cuando llega a la tierra para cumplir la ley común de su especie es el conocimiento de un lazo tranquilizador que lo una con la fuente de donde emanó, mediante relaciones evidentes y positivas, y concluía manifestando que los únicos conocimientos que tendrán sobre nosotros sus derechos asegurados son las luces que logremos sobre nuestras primitivas relaciones, y que es en nosotros mismos donde debemos encontrar la clave de esta ciencia, que son los rayos de luz divina que iluminan nuestro interior. Haced reconocer esa divina irradiación, esa relación primitiva entre el hombre y Dios, y se habrá resuelto el problema, barriendo del seno de la Humanidad los errores que cubren la verdad y vueltos a la razón los pueblos que están librados a la superstición. Pero para ello hace falta que aquéllos que deben guiarlos se iluminen los primeros. Mientras se mire a la naturaleza y al hombre como seres aislados, haciendo abstracción del único principio que vivifica a ambos, no se conseguirá otra cosa que desfigurarlos de más en más, engañando a aquellos a quienes se desea enseñar a definirlos.
Pero aunque se adoptara este punto de vista, no habría que imaginarse que un hombre tenga el poder de hacer mucho en favor de otro, pues “así como un árbol no necesita de otro para crecer y dar sus frutos dado que él lleva en sí mismo todo lo necesario para ello, asimismo, cada hombre lleva en sí mismo la forma de cumplir su cometido sin pedir prestado a otro”.
Terminaba con este apóstrofe: “Si el hombre no remonta por sí mismo hasta esta clave universal, nadie sobre la tierra vendrá a depositarla en su mano, y creeré haber respondido en la mejor forma posible si he logrado convenceros de que el hombre no puede responderos”.
Sus contemporáneos juzgaron que no era una respuesta ajustada a la pregunta formulada, a lo que repuso Saint Martin que no había sido su intención dar una contestación en el sentido del racionalismo dominante y que lo que ofrecía era un manifiesto.
Por entonces se planteó en Francia la cuestión del magnetismo de Mesmer ante la Academia de Ciencias de Paris, y habiendo sido designado Bailly entre los miembros de la comisión encargada de la investigación, se apersonó a él con el objeto de combatir las prevenciones que suponía Saint Martin en él, pues aunque no era entusiasta de los descubrimientos de Mesmer a los que miraba como un conjunto de fenómenos magnéticos y sonambúlicos que pertenecían a un orden de cosas inferior, consideraba que eran materia digna de estudio.
No pudo vencer las prevenciones de Bailly, y al juzgar en una de sus cartas la memoria presentada por éste, su juicio fue completamente despectivo, ya que demostraron en el hombre de ciencia poco espíritu investigador y verdaderamente científico.
Estos dos fracasos no influyeron en él y trasladándose a Lyon, continuó en 1785 su obra externa de dirección de almas, y la interna del propio perfeccionamiento.
De Lyon se dirigió a Inglaterra donde tuvo oportunidad de conocer a William Law, ministro anglicano de intenso misticismo con el que tuvo gran amistad. Con el conde de Divonne formaron un terceto de fraternidad mística. En poco tiempo estaba en contacto con la mejor sociedad. Conocía de antemano a la marquesa de Coislin, esposa del embajador francés, la que posiblemente lo introdujo en el gran mundo en el que tuvo oportunidad de dedicarse a su tarea predilecta de propagandista místico, tarea en la que no tenía preferencias especiales pues, durante su estadía en Inglaterra, ocurrió que encontró mayor cantidad de adeptos entre los rusos que entre los ingleses, citando como buenos teósofos al príncipe Alexis Galitzin y a M. Thieman.
Pocos meses más tarde partió rumbo a Italia, país que visitaba por segunda vez, encontrándose en Roma en el otoño de 1787.
Frecuentó también allí el gran mundo, entre el cual varios cardenales, duques y príncipes y es de suponer, pese a que nada se sabe al respecto, que todas esas vinculaciones sólo servían para la búsqueda continua de adeptos.
En junio de 1788 se encuentra en Estrasburgo, ciudad en la que permaneció tres años y a la que se trasladó posiblemente en su deseo de estudiar a fondo las doctrinas de Boehme, que tanta influencia tendrían sobre él posteriormente.
Esta ciudad era la cuna de las experiencias de Mesmer y acababa de ser el teatro de las iniciaciones tan famosas y curaciones milagrosas del conde Cagliostro. Era una ciudad libre e imperial, que se caracterizaba por ser de amplia y cordial hospitalidad, donde se codeaba la juventud aristocrática de Rusia, Alemania y Escandinavia, con la de Francia y un Metternich con Galitzin y Narbonne.
Allí se encontró con una de sus dilectas discípulas: la princesa de Borbón, a la que sacrificaba gustoso horas de recogimiento que tanto amaba; pero lo que es más, encontró una nueva fuente de espiritualidad que le abrieron el filósofo Rodolfo Salzmann y una dama, madame de Boecklin, al iniciarlo en el estudio del iluminado Jaques Boehme decidiéndolo a que aprendiera el alemán, ya que las traducciones inglesas y francesas no podían darle ninguna idea de cuanto encerraban los originales.
Con madame de Boecklin, Salzmann, el mayor de los Meyer, el barón de Razenried, madame Westermann y otra persona cuyo nombre no menciona, formaron un grupo muy unido, al que seguramente se acercaron muchísimos más. Pero de todos ellos es Madame Boecklin a quien Saint Martin gusta de atribuir el más fecundo suceso en su vida de estudios: el conocimiento de la doctrina del teósofo Jacobo Boheme. Y así como puso a este filósofo por encima de todos sus maestros, así también puso a Madame de Boecklin por sobre todas sus amigas.
Por todo esto Estrasburgo se transforma en su paraíso; y por la tragedia que atravesaría Francia, París sería su purgatorio.
Madame de Boecklin tuvo el privilegio de exaltar la espiritualidad de Saint Martin en tal forma cual nadie supo hacerlo hasta entonces. Los tres años que Saint Martin pasó en Estrasburgo son decisivos en su vida, pues desarrollaron considerablemente su capacidad en materia científica, histórica, filosófica y crítica.
Conoce, a poco de estar en ella, a un sobrino de Swedenborg llamado Silferhielm en circunstancias en que aún Saint Martin continuaba los estudios sobre el visionario sueco y, aconsejado por él, escribe una nueva obra titulada “El nuevo hombre”.
Algo más tarde, y deseoso de desviar a su amiga la Princesa de Borbón de ciertas prácticas que la perjudicaban, escribió otro libro que tituló “Ecce Homo”, en el que se hace referencia a las falsas misiones y falsas manifestaciones, indicando con esos nombres la clarividencia y las curas maravillosas del magnetismo por una parte y las apariciones de los elementales que se valen de ellas para llevarnos por un camino equivocado, por la otra.
La estadía de Saint Martin en Estrasburgo resultó de enorme importancia, pues al profundizar los estudios sobre Boehme su espíritu se desenvolvió aún más, ya que en ese ambiente de libre discusión adquirió nuevas disciplinas de estudio y mayor amplitud de miras, y pudo así, alejado del drama que se gestaba en Europa, comparar sus ideas y las de sus maestros con las de los filósofos contemporáneos, con Kant a la cabeza.
En 1791 Saint Martin, llamado por su padre que se encontraba gravemente enfermo, debe abandonar Estrasburgo para trasladarse a Amboise, su infierno, como él lo llamaba. Infierno de hielo, pues la indiferencia del ambiente hacia el ideal que él profesa le provoca un gran sufrimiento. Es ésta una de las pruebas más terribles que debe soportar pues al alejamiento de sus amigos y sobre todo de Madame de Boecklin, debe agregar la soledad espiritual en que se encuentra. Pasados algunos meses, ya en 1792, comprende que es una nueva prueba a la que es sometido y se resigna.
La publicación de las dos obras antes mencionadas le lleva varias veces a París en ese año en el que también comienza la correspondencia con su amigo Kirchberger de Liebisdorf, que le serviría de gran consuelo y al mismo tiempo obraría sobre él como impulso hacia nuevos estudios místicos y la continuación e intensificación de los estudios sobre los escritos de Boehme.
Este noble, miembro del Consejo soberano de Berna y de varias comisiones cantonales y municipales, hombre de mucho espíritu, muy instruido y de viva curiosidad, que sentía hacia Saint Martin una sincera admiración, significó para éste el mejor de sus discípulos, y la correspondencia que con él cambiaba era uno de sus asuntos al que atribuía la mayor importancia.
Serviría también de gran distracción y le ayudaría a olvidar los años dichosos pasados en Estrasburgo, los que contrastaban aún más con los tiempos dificilísimos que transcurrían. Francia se debatía en el terror y pese a ello jamás Saint Martin tuvo el menor pensamiento de abandonar su país. “Se le pinta dueño de una impasibilidad estoica, con una plena confianza en la protección divina, calmo y radiante, viendo la mano de la Providencia caer pesadamente sobre la dinastía y el país, sobre las instituciones envejecidas, pueblo y jefes enceguecidos” (Matter).
“Esperando siempre en nombre de esas leyes eternas cuyo estudio había preferido al de la jurisprudencia vulgar, la mirada elevada hacia un horizonte superior y desde un plano muy distinto al de la multitud, atravesó los años de la revolución, profundamente emocionado, pero sin la menor turbación. Meditaba los mismos problemas, proseguía con la misma misión y conservaba las mismas amistades” (Matter).
“Mientras que otros filósofos, gentes de letras y hombres de Estado y de guerra daban la espalda con espanto a los acontecimientos, plenos de terror, él no veía más que principios que no debían ser confundidos con accidentes” (Matter).
En 1793 dos golpes rudos le esperan: la muerte de su padre, que le afecta no obstante ser esperada, y la del rey de Francia, que lo había hecho Caballero de San Luis por manos del Príncipe de Montbarey en 1789.
Para culminar, en ese año, su correspondencia con Estrasburgo aparece como sospechosa a las autoridades, y con la más grande de las penas y a fin de evitarle trastornos a su amiga la condesa de Boecklin debe suprimir lo que era tan caro a su alma.
Después de pasar una temporada en el castillo de la Princesa de Borbón, regresa a Amboise por asuntos relacionados con la sucesión de su padre. Es éste un lugar de calma comparado con la tormenta que ruge en París, ciudad a la que no podía regresar en virtud del decreto sobre las castas privilegiadas que le afectaba personalmente por haber nacido noble. En Amboise es querido y se le asigna la misión de catalogar los libros y manuscritos retirados de las casas eclesiásticas suprimidas por ley. Acepta esa labor como si se tratase de una misión importante y aprovechable para su espíritu, y no se equivocó, pues le proporcionó goces deliciosos a su corazón como cuando leyó la vida de la hermana Margarita del Santo Sacramento, al comprobar el magnífico desarrollo espiritual por ella logrado.
Su trabajo fue tan bien apreciado por las autoridades que se le designó representante del distrito ante la escuela Normal, cargo que también aceptó, ya que como ciudadano estaba siempre dispuesto a prestar apoyo al país “mientras no se trate de juzgar o matar los seres humanos”.
Se trataba de que ciudadanos eminentes de cada distrito hicieran una especie de entrenamiento en la escuela Normal a fin de darse una idea del tipo de instrucción que se deseaba generalizar entre el pueblo, y una vez adquirida esta experiencia dichas personas serían las indicadas para formar los futuros instructores.
Saint Martin tiene en esa época más de 51 años y pese a que le choca un poco la misión desde ciertos puntos de vista, acepta en el convencimiento de “que todo está ligado en nuestra gran revolución en la que se me da la oportunidad de ver la mano de la Providencia; de tal modo nada hay de pequeño para mí y aunque no fuese más que un grano de arena en el vasto edificio que Dios prepara a las naciones, no debo hacer resistencia cuando se me llama”. “El principal motivo de mi aceptación”, prosigue diciendo Saint Martin en una carta a su amigo Liebisdorf, “es el pensar que con la ayuda de Dios puedo esperar que con mi presencia y mis plegarias, llegue a detener una parte de los obstáculos que el enemigo de todo lo bueno ha de sembrar en esta gran carrera de la enseñanza que va a abrirse y de la que puede depender la felicidad de tantas generaciones”.
“Esta idea me resulta consoladora y aún cuando no consiguiera desviar más que una sola gota del veneno que ese enemigo tratará de echar sobre la raíz misma de ese árbol que ha de cubrir de sombra todo mi país me sentiría culpable de retroceder”.
No hay duda que una de sus esperanzas era poder hacer proselitismo hacia el ideal de su vida entre los dos a tres mil profesores con los que iba a encontrarse en la escuela, pero su mejor provecho de esta experiencia fue la adquisición de una filosofía metódica que le serviría más tarde para poder servirse de ella contra aquellos que se habían encargado de enseñársela.
Pocas oportunidades tuvo en la Escuela Normal de hablar ante los demás miembros; sólo dos o tres veces y cuando más 5 ó 6 minutos en cada caso. Pero él dejaba todo en manos de la Providencia e insensiblemente iba adquiriendo gran gusto a la discusión metódica, que pudo poner en práctica en lo que se llamaría “La Batalla Garat”, discusión mantenida con el entonces ministro de justicia, ministro del interior y comisario general de la instrucción pública, Garat, que desempeñaba el cargo de profesor de análisis del entendimiento humano, en la Escuela Normal, y con el que mantuvo un debate que hizo sensación tratando de establecer la existencia en el hombre de un sentido moral y la distinción entre las sensaciones y el conocimiento.
Todas sus ilusiones puestas en la Escuela Normal fracasaron, y ésta se disolvió en 1795, sin haber alcanzado los objetivos propuestos.
Habituado ya a discurrir con método filosófico y siguiendo las inspiraciones de su conciencia, deseoso de llevar a los debates propios de la época palabras de espiritualidad dedicadas a demostrar que la finalidad de la vida y la salud del cuerpo social está en las vías espirituales, publicó su “Carta a un amigo sobre la Revolución Francesa” en 1795, seguida por “Claridad sobre la asociación humana” en 1797, y un tercer libro en 1798 titulado “Cuales son las instituciones más apropiadas para fundar la moral de un pueblo”.
El fondo de estas publicaciones es el siguiente: aún cuando simpatizando con las causas profundas y justificables del movimiento revolucionario, Saint Martin propone principios que los organismos de la revolución estaban lejos de admitir. No se detiene Saint Martin en la forma exterior de los gobiernos, ya sean republicanos, monárquicos, aristocráticos o mixtos; busca más profundamente las condiciones de una asociación legítima y ellas le parecen posibles de subsistir bajo todas las formas políticas. Él desecha una idea muy corriente en aquella época que la asociación está fundada en la necesidad de garantirse mutuamente el goce de la propiedad y demás ventajas materiales que de ella dependen, y busca el origen de esta asociación en un pensamiento que debe ser sabio, profundo, justo, fértil y bondadoso; este origen es ante todo providencial. A los ojos de Saint Martin, el hombre ha descendido de un estado superior a una situación en la que se encuentra rodeado de tinieblas y miserias; todos sus esfuerzos actuales deben tender a levantarse de esa caída y todo el trabajo de la Providencia no tiene otro objeto que facilitarle esa tarea.
Por lo tanto las diversas asociaciones humanas deben constituirse con la misma finalidad y sostenerse dentro de ese mismo espíritu, bajo pena de ser desaprobadas por la sabiduría divina.
Su gran objetivo, su Gran Obra era, sin embargo, siempre la misma: estudiar la vida espiritual del hombre tomado en su perfección ideal o más bien en su primitiva naturaleza; tomarlo en las relaciones puras con la causa primera del mundo espiritual, y enseñarle a aquellos que tienen orejas para oír el arte de llevarlos a esa perfección.
Era ese, a su juicio, el único estudio que realmente merecía toda la atención de los hombres y como a su parecer Boehme era el mejor maestro en esa ciencia, continuamente volvía su atención a los escritos del gran místico alemán. Estos estudios le llevaron a la conclusión de que ambas escuelas, la de Boehme y la de Martines de Pasqualis se completaban a la perfección.
Por entonces había podido reanudar su correspondencia con Madame de Boecklin, y continuaba siempre la de su gran amigo y discípulo Liebisdorf.
Su situación económica era bastante difícil, no obstante lo cual continuaba siendo generoso y manteniéndose siempre sereno, confiado en los designios de la Providencia.
El 7 de febrero de 1799 pierde a su amigo Liebisdorf, cuya desaparición deja en el alma de Saint Martin un vacío irremplazable, y su único consuelo es siempre volver a los escritos de Boehme, de quién traduce tres obras, a saber: “La Aurora Naciente”, “La Triple Vida” y “Los Tres Principios”.
En 1800 publica un volumen titulado “El espíritu de las cosas” en el que el autor busca la razón más profunda de las cosas que llaman nuestra atención, ya sea en la naturaleza como en las costumbres, etc. La idea fue sugerida por una obra de Boehme titulada “Signatura Rerum”.
En 1802 publica un libro titulado “El Ministerio del Hombre - Espíritu”, en el que exhorta al hombre a comprender mejor el poder espiritual de que es depositario y a emplearlo en la liberación de la Humanidad y de la naturaleza.
Ya en 1803 comienza a sentir los mismos síntomas de la enfermedad que llevara a la tumba su padre. El no teme a la muerte y llama a su enfermedad “spleen”, aclarando que no es el “spleen” inglés que hace ver todo negro y triste, pues el de él, por el contrario, tanto interior como exteriormente lo vuelve todo color de rosa.
Un ataque de apoplejía puso dulce fin a una dulce existencia, dejándole aún algunos minutos para orar y dirigir emotivas palabras a sus amigos que acudieron de inmediato.
Les exhortó a vivir en fraternal unión y con la confianza puesta en Dios, y pronunciando estas palabras, expiró el místico a quién M. de Maistre llamara “el más instruido, sabio y elegante de los filósofos”.
Dice su biógrafo Matter: “Podía cerrarse su carrera; había visto las cosas más grandes que puedan verse en tiempo alguno; había pasado serenamente por duras pruebas y había cumplido grandes trabajos. Ni la gloria del mundo ni la fortuna le habían pertenecido en vida y a sus ojos nada hubieran significado. Pero había gustado los más profundos y dulces de los gozos; amado de Dios y de los hombres, había amado mucho él también y siempre esperó más del porvenir que del presente”.
Amó su obra y no esperó nunca el pago en la tierra. Así lo decía con propias palabras: “No es en la audiencia donde los defensores oficiales reciben el salario correspondiente a los pleitos; es fuera de la audiencia y después que ha terminado”. “Esa es mi historia y así también es mi resignación de no ser pagado en este bajo mundo”.
En su libro titulado “Retrato”, expresaba: “No he tenido más que una sola idea y me propongo conservarla hasta la tumba, y es que mi última hora es el más ardiente de mis deseos y la más dulce de mis esperanzas”.
He aquí el código moral de Saint Martin mediante cuyas reglas el alma llega a unirse con su Creador:
1a.: Tú eres hombre y por tanto no olvides jamás que representas la dignidad humana. Respeta y haz respetar la nobleza; es ésta tu misión más general y alta sobre la tierra.
2a.: Es dentro de ti mismo, en la luz que ilumina tu ser, imagen de Dios y no en los libros que no son otra cosa que las imágenes del hombre, donde encontrarás las reglas que deben guiar tu vida.
3a.: Vela sobre esta luz interna y no permitas que se disipe en vanas palabras. Quien vela severamente sobre su palabra, vela sobre sus pensamientos; quien vela sobre su pensamiento, vela sobre sus afectos, y quien vela así, gobierna bien su mente.
4a.: Quien se gobierna bien se deja llevar por Aquél que todo lo guía y nuestra alma es llevada así hasta la meta final del perfeccionamiento mediante la purificación que da el dolor y la fortaleza que otorga el combate incesante, etapa por etapa.
5a.: Él nos hace triunfar en el seno mismo de las tentaciones y por medio de ellas. Son las tentaciones el medio más vivo que tiene Dios para guiarnos, pues sucumbimos a ellas cuando nos guía el espíritu mundano, y nos alejamos cuando es el espíritu divino el que nos guía.


ÍNDICE:


Enseñanza 1: La Muerte de Cleopatra
Enseñanza 2: Amonio Saccas y el Neoplatonismo
Enseñanza 3: El Misticismo Extático del Mundo Antiguo
Enseñanza 4: Isidoro de Sevilla y sus Familiares
Enseñanza 5: El Renacimiento Aristotélico de Avicena y Averroes
Enseñanza 6: El Aristotelismo de Maimónides
Enseñanza 7: Inocencio III
Enseñanza 8: Hernán de Salza y la Orden Teutónica
Enseñanza 9: La Poesía Mística de Jacopone de Todi
Enseñanza 10: Juan Pico de La Mirándola
Enseñanza 11: El Humanista Tritemio
Enseñanza 12: Paracelso
Enseñanza 13: Los Místicos de Port Royal
Enseñanza 14: Visiones de Manuel Swedenborg
Enseñanza 15: Saint Martin
Enseñanza 16: El Filósofo Desconocido

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