ÍNDICE:
Enseñanza 1: El Manantial de las Religiones
Enseñanza 2: Los Vedas
Enseñanza 3: El Brahmanismo
Enseñanza 4: El Egipto
Enseñanza 5: Dioses Egipcios
Enseñanza 6: Ordenamiento de las Religiones
Enseñanza 7: Los Caldeos
Enseñanza 8: Los Asirios
Enseñanza 9: Los Persas
Enseñanza 10: Los Sargónidas
Enseñanza 11: Los Griegos
Enseñanza 12: Los Indios
Enseñanza 13: Los Galos
Enseñanza 14: Los Israelitas
Enseñanza 15: Los Romanos
Enseñanza 16: Los Mongoles
Enseñanza 1: El Manantial de las Religiones
Los pueblos de la raza Atlante habían recibido de los Grandes Instructores de esa raza las verdades de sus religiones. Estas verdades, fortalecidas por el poder psíquico de percepción propio de esta raza, eran de carácter completamente intuitivo.
Estas religiones lindaban con el mundo de la conciencia superior y no utilizaban símbolos naturales. Eran de un monoteísmo selecto.
Pero cuando esta raza empezó a decaer y degenerar, las prácticas religiosas fueron suplantadas por actos de poder psíquico y de magia negra.
Los arios mantuvieron una lejana vislumbre de esas Divinas Religiones, aunque completamente oculta bajo el peso del tiempo y de la razón, nueva prerrogativa de la naciente raza.
Los Atlantes, sumergidos en las profundidades del mar en que se hundió su continente, llevaron consigo su Divina Religión.
Pero nuevos Iniciados y la nueva Idea Madre hicieron su aparición y, en consecuencia, surgió una nueva religión que acompañó a la nueva raza Aria y que fue base de todas sus religiones posteriores.
Los Arios, después de la gran lucha sostenida con sus adversarios atlantes, se lanzaron a la conquista del nuevo continente que, cual virgen tierra prometida, había emergido de las aguas para ellos.
Los primitivos hombres, en inmensas caravanas, guiados por sus Divinos Instructores, abandonaron las viejas costas para buscar tierras nuevas y emigraron hacia el centro de Asia y Europa.
Encontraron una tierra fértil, maravillosa, pero terriblemente dura de conquistar. El clima ponzoñoso y ecuatorial a que estaban acostumbrados era suplantado allí por uno áspero y frío.
La pereza cedía a la necesidad y, después de una mortandad espantosa, los habitantes del nuevo continente, aprendieron a luchar poco a poco con la naturaleza para buscarse el alimento y procurarse reparo.
La naturaleza era dura de vencer pero, al ser subyugada, daba maravillosos resultados y revelaba sus secretos. Por eso los hombres primitivos la divinizaron, a ella y a sus fuerzas manifiestas.
La nueva religión, basada en el culto de la naturaleza, era puramente humana y natural y fue el fundamento del politeísmo.
Mas vino el día en que los Arios volvieron a la tierra de donde salieron y encontraron a sus predecesores, los cuales, con un rudimentario monoteísmo, conservaban la Religión Divina de los Atlantes, y los vencieron.
De esas dos corrientes, de una religión Divina olvidada y de otra, natural y humana naciente, se formó el armazón de todas las religiones venideras.
Las religiones Arias, entonces, nacen del recuerdo de un estado divino perdido y del conocimiento de una fuerza natural puesta al alcance del hombre.
Las palabras de los primeros Grandes Iniciados se funden, se cristalizan, con la experiencia material de los pueblos. El recuerdo de lo divino es materializado con una imagen, con el culto a los antepasados y de este manantial en donde Dios y el hombre se encuentran, en donde el círculo y la cruz se abrazan, brota el agua cristalina que inundará al mundo y a los tiempos, que tendrá diversos nombres, que volverá a juntarse un día en el océano del hombre hecho Dios.
En todas las religiones Arias, predomine en ellas el monoteísmo o el politeísmo, siempre se encuentran estas mismas bases fundamentales; el culto al empezar es sencillo y claro como el amanecer, la quietud humana se vuelca en la serenidad divina con cantos e himnos; éstos son transmitidos de padres a hijos, de un pueblo a otro y, con el andar del tiempo, se transforman en textos sagrados e idiomas fundamentales.
La tradición transforma las sencillas elevaciones del alma en ceremonias y cultos y los cultos reclaman las vestiduras, los signos y los misterios.
Todas las religiones Arias siguen las mismas rutas y el mismo sendero; son espirituales y puras al empezar; se hacen fuertes y potentes al seguir su marcha para llegar a su apogeo, cuando la mente y el espíritu de la religión se juntan, se unifican. Después decrecen, se hacen intelectuales y sabias, dogmáticas y rígidas, frías y oscuras y terminan en una organización sectarista, conservadora de las propias divinidades.
Tiene que ser así, irremediablemente; una mezcla de espíritu y materia no puede ser más que una lucha entre el espíritu y la materia. Cuando el espíritu domina, el materialismo es vencido; pero cuando la fuerza material se sobrepone al espíritu, éste se oculta tras espesos velos.
Tras las formas dogmáticas y prácticas de todas las religiones, está un principio Real y Divino.
Enseñanza 2: Los Vedas
Después de la lucha de los mil quinientos años, los Arios que emigraron al Asia Central dejaron a sus descendientes la Revelación y Tradición de una magnífica Religión que fue transmitida a través de los Vedas milenarios.
Los Vedas, palabra que quiere decir “ciencia pura”, son un conjunto de himnos y cánticos que aquellos antiguos pueblos acostumbraban a elevar a sus dioses; himnos que al principio no estaban escritos, sino que eran transmitidos oralmente de generación en generación.
Los Vedas se dividieron con el tiempo en cuatro grandes grupos: 1. Rig; 2. Sutra; 3. Brahmanes y 4. Atharva.
Por estos libros sagrados se deduce que se conocía ya un principio infinito e inmenso, desde donde surgían todas las cosas creadas: Aditi, el Infinito.
Detrás de este concepto universal se formaba la idea de un Dios creador, personal, fuerte, que encierra en sí todo el poder del bien; este es Indra, el segundo Dios hindú, que lucha continuamente contra el mal y contra el espíritu de las tinieblas y de las oscuridades: Vritra.
A Indra le llaman los Vedas: “El único Dios que profesa amor a los mortales, que los auxilia, que derrama a manos llenas sus bienes sobre ellos”.
Los Arios, antes de dividirse en diversos pueblos, poseían el único idioma: el Zenzar; y todos tienen en sus voces primitivas, en sus vocablos básicos, una única raíz, un único relato que recuerda una región donde habitaron anteriormente, fría, de nieves y de largos inviernos.
Al Zenzar le sucede el Sánscrito que se transforma después, con el tiempo, como todos los idiomas primitivos, en leguas sacerdotales y religiosas.
La lengua Sánscrita es, para los indos, Vak, la vibración eterna, que ellos transforman en divinidad.
Los versículos de los Vedas, cuando son modulados según las antiguas entonaciones, tienen una vibración de especial poder, a la cual se llama Mantra.
Agni, el fuego; Phritivi, madre de la tierra; Mitra, el sol; Varuna, las nubes; Arimau, el lar familiar; en una palabra, todas las manifestaciones de la naturaleza, todas las costumbres, las virtudes, el bien y el mal, son materializados y transmitidos a la posteridad como divinidades.
Enseñan que aquellos antiguos y nómadas pueblos de pastores fueron asentándose poco a poco, desde la Pañchala, que quiere decir país de los cinco ríos, hoy Penjab, hasta alcanzar una civilización de proporciones fantásticas.
Las leyes del Manú, el más antiguo código indo, describe cuales fueron las bases, el orden de este pueblo y de su religión.
También se encuentra en la religión inda, después de un Dios infinito, Aditi; después de un Dios creador Indra y de un principio de lucha entre el bien y el mal, Indra y Vritra; después del culto a las fuerzas naturales y atmosféricas, el culto a la Trinidad, principio que se encuentra en todas las religiones Arias.
Este concepto es muy posterior a los Vedas y representa un Dios Uno, pero con tres aspectos: el de Brahma, Vishnú y Siva, que son imagen de la mente cósmica, de la energía primaria y de la sustancia indiferenciada.
La religión Aria es Una, natural y divina, pero sucesivamente los pueblos le han dado diversos nombres.
Enseñanza 3: El Brahmanismo
Sobre los Vedas asentaron los Arios todas sus religiones, sus filosofías, leyes, letras y artes.
Los Upanishads, los Sutras, que constituyen la moral y la filosofía del Hinduismo, no son más que amplios comentarios de los textos primitivos basados en su religión.
Crece el pueblo Ario, se hace fuerte y potente, hasta que el deseo de poderío fomenta contiendas intestinas y guerras espantosas.
En los Puranas, se describe la guerra entre los dioses y los elementos; en el Ramayana, se describe la guerra de los Arios guiados por la Divina Encarnación de Rama contra los Atlantes; en el Mahabharata está descrita la guerra de los Hindúes entre ellos. Es en esta epopeya que aparece Krishna, el octavo Avatar de Vishnú, guiando a Arjuna a la victoria.
La conversación sostenida entre estos dos, descrita en el Bhagavad Gita, es aún hoy la base espiritual de muchos devotos de la India, y los que siguen esa religión se llaman Vaichnavitas.
Al final del Mahabharata aparece Siva, el dios del destino y de la destrucción, y Kali, su esposa. Estos dioses tomaron desde entonces gran incremento y serán aquellos que más templos tendrán en la India, generando esa prole de yoguis y tántricos, místicos y ejercitantes de los poderes psíquicos, que nadie en el mundo podrá superar. Aún Yaghannart, el rey del mundo que se pasea, una vez al año, sobre su carro milenario, es imagen de Siva.
Los ejercicios de los Yoguis están especialmente descritos en la Yoga de Patanjali, en el Sivagana, en el Chakra Nirupana. Este amor de los hindúes por su religión y por las prácticas espirituales, les hace aptos para que sus religiones se multipliquen en infinidad de sectas, que sería imposible nombrar; todas ellas impulsan al estudio de las cosas internas y abstractas.
La Vedanta Purana es la filosofía que afirma que todo fuera de lo Inmanifestado es Maya.
La Vedanta Advaita que admite como única realidad lo absoluto, tolera, sin embargo, un principio creador, Purusha (el Espíritu), y un principio vital y substancial, Prakriti (la materia).
Detrás de estas filosofías y teologías, hay una infinidad de Pandits (sabios) y Brahmacharin (monjes), de Sanyasis (místicos), que renuncian a todas las cosas, de Yoguis Iniciados, que renuevan, mantienen, purifican y depuran continuamente la única religión primitiva de los Vedas; entre ellos, Chaitanya-Sankaracharya, y últimamente Ram Mhum Roy (el fundador del Brahmosamaj), Ramakrishna y Vivekananda (el fundador de la Misión Ramakrishna) y el poeta filósofo Tagore.
La pura religión de los Vedas tuvo, como se ha visto, también su época de oscurantismo después de la guerra descrita en el Mahabharata.
Debilitados los pueblos, los sacerdotes toman las riendas del gobierno.
Ellos eran llamados Brahmanes y constituyen su nombre en lugar del de Indra, como el nombre que hay que atribuir a la Divinidad: Brahma. Y para consolidar su poder, dividen la raza en cuatro castas, poniéndose ellos a la cabeza como dinastía divina.
A pesar de esto, muchos Brahmanes eran verdaderamente descendientes de los antiguos Reyes Iniciados Arios.
Las cuatro castas fueron divididas del siguiente modo:
1) Brahmanes: Sacerdotes y dirigentes espirituales del pueblo.
2) Chatriyas: Casta de los reyes y guerreros.
3) Vaisyas: Casta de los industriales y comerciantes.
4) Sudras: Casta de los sirvientes.
Como consecuencia negativa de estas leyes, llevadas al despotismo, se han tenido terribles resultados, que aún hoy en día son difíciles de extirpar totalmente.
Enseñanza 4: El Egipto
El antiguo Egipto se extendía más allá del costado Nord-Oeste de África a una isla completamente sumergida actualmente. Las primeras cinco dinastías cuya memoria se pierde en el tiempo, pertenecían íntegramente a la raza Atlante.
Vencidos estos antiguos Atlantes por las nuevas razas Arias, fue Egipto la cuna de los Arios de tipo Semita que pobló la parte Sud del Egipto actual, después que el viejo Egipto Atlante fue sepultado en el océano.
La antigua leyenda egipcia recuerda este gran diluvio cuando asegura que el Rey Menes torció el curso del río Nilo, para edificar en la nueva orilla, la ciudad de Menfis.
De allí que la religión egipcia fue la que más relaciones y parecidos tuvo con la Sabiduría Atlante y con los secretos Divinos e Iniciáticos del continente perdido.
Las ciencias del Egipto, que han construido obras que aún asombran al mundo, han sido perdidas y ocultas porque pertenecían a la Escuela Sacerdotal de los descendientes de los Atlantes, las cuales los Egipcios Faraónicos habían aprendido por herencia.
La costumbre de poner al Faraón por encima de los sacerdotes, a la inversa de lo que hicieron los Brahmanes Hindúes, demuestra cuán arraigado estaba en el pueblo el recuerdo de los Grandes Reyes Primitivos del tiempo de la Gran Lucha, que eran a un mismo tiempo Sacerdotes Videntes y Reyes Iniciados.
La religión egipcia se funda esencialmente sobre este concepto: un reino humano y poderoso, imagen del Reino Divino y Superior.
El Faraón, el Rey, el dirigente absoluto de todos los habitantes del gran territorio, es el poder único, la voz primera, una verdadera imagen de Dios.
Dispone de la vida y de la muerte; es el Rey verdadero, protector de su gente; es el Sacerdote único, intermediario entre la tierra y el cielo. No hay otro sobre él; no hay otro más que él.
Él no sólo tenía a su disposición el ejército sino también a todo el Colegio Sacerdotal, mejor dicho, el ejército era la fuerza humana del Faraón y la casta sacerdotal, su fuerza divina.
Un Faraón no era solamente el Marte de la Guerra sino también el Supremo Oráculo del Templo.
En esta imagen del Rey Iniciado de Egipto está condensado todo el poder de esta raza que cruzará los milenios impávida y altiva, sin ser derrotada hasta que haya cumplido su misión y aprendido toda la experiencia que le era necesaria.
La vastedad del Reino Egipcio no era causa para que no fuera bien reglamentado y dirigido. Este pueblo, que veía en su Faraón la expresión de un Dios, no dejó por eso de divinizar a la naturaleza y a las fuerzas que de ella emanaban; y como era un pueblo netamente campesino y agricultor divinizó a la tierra y a sus frutos, al sol y a las estrellas, y sobretodo, al caudaloso Nilo, el gran río que les podía proporcionar abundante cosecha o abandonarlos sin pan.
Este río fue tan divinizado que se reputaba sacrilegio intentar averiguar el lugar de su nacimiento, pues la leyenda rezaba que su manantial estaba en el cielo, en el seno de la divinidad.
Este pueblo sencillo y trabajador, que no tenía más religión que los impulsos del alma y las manifestaciones naturales que lo rodeaban, y que no tenía más potestad que la del Rey, luchó intensamente contra los pueblos que querían arrebatarle su suelo.
Enseñanza 5: Dioses Egipcios
El recuerdo de la Divina Religión Atlante, fomentó entre los Egipcios el culto a los dioses solares: Ra (el sol), Atonu (el dios solar), Shour, Anuri, Amon (dioses de los días).
El recuerdo de los grandes Instructores, de los Divinos Iniciados que habían guiado a ese pueblo, inspiró a los dioses de los muertos: Sokaris, Osiris, Isis, Anubis y Neftis, son sus exponentes.
Pero el culto de la naturaleza característica de la nueva Raza Aria, crea los dioses de los elementos: Gabu (la tierra), Nuit (el cielo), Nu (el agua primordial), Hapi (el Nilo).
Estos dioses se transformaron de generación en generación, cambian y viven como los hombres, son adorados en una comarca y abandonados en otra, casi como si tuvieran vida humana.
Pero los dioses de los muertos son los que más profundamente estuvieron arraigados en el corazón de los Egipcios desde su Gran Rey Iniciado Menes.
Los dioses solares no eran considerados supremos en todas las regiones, sino cada región tenía su dios predominante.
En Denderah se adoraba a Hathor, en Sais a Nit, en el Kab a Nekhabit y en Elefantina a Harmakhis.
Los dioses de Egipto tuvieron templos maravillosos en Menfis, en Tebas, en Elefantina, edificados todos ellos sobre las riberas del Nilo. Aún pueden verse las ruinas de Karnac, Denderah, Edfú y Philae.
En donde se ve la magnificencia del recuerdo religioso del Egipto es en la esfinge de Gizeh, en las pirámides milenarias, que son a un tiempo tumbas funerarias, templos de veneración a los antepasados, cámaras iniciáticas y libros de piedras sobre las cuales está escrita la ciencia del Universo.
Osiris, el señor de la muerte, con sus cuarenta y dos jueces infernales, recibe al alma mientras el corazón del muerto habla en pro o en contra de sí mismo. Isis es su esposa, es símbolo de la Luna, reina de la muerte.
Osiris es el Bien pero lucha constantemente contra Sit-Tifón imagen del Mal. Osiris es vencido por Sit-Tifón, es despedazado y sus miembros mutilados arrojados al Nilo; pero su esposa Isis, dolorosamente busca esos mutilados miembros en el agua, los junta y llora sobre el cadáver del Dios muerto y sacrificado por el Bien.
De ese cuerpo mutilado surgirá el Libertador; nace un casto niño, Horus, que vencerá definitivamente a Sit-Tifón.
En el antiguo Egipto, cuando se conmemoraban los Misterios de Osiris, se hacían grandes fiestas, se velaba el cuerpo del Dios muerto, se revestía la imagen de Isis con negros velos; pero cuando resucitaba Él en Horus, todo era fiesta y alegría.
Hermes Trimegisto, el tres veces sabio, es la imagen sobre la tierra de la Divina Encarnación.
En todas las Religiones Arias, se encuentra este hombre Uno entre todos, que es venerado por la posteridad como una Divina Encarnación.
El concepto de Trinidad no falta en la religión egipcia, pero siempre con el aspecto de la constitución de una familia divina.
Osiris e Isis, engendran a Horus; Ftah, dios masculino y Sokhit, diosa femenina, dan vida a Nefertunus.
Sobre todas las tumbas de este antiguo pueblo se encuentran estas tres divinas cabezas entrelazadas.
Los grandes libros de esta religión, cuidadosamente guardados por los sacerdotes, de centuria en centuria, poseedores de todos los secretos de la sabiduría Atlante, fueron completamente destruidos por los sacerdotes para que no fueran entregados a los profanos.
Algún texto oral transcripto existía en la biblioteca de Alejandría; pero las llamas destruyeron para siempre ese tesoro. Únicamente se conoce algún fragmento, mal transmitido del Libro de los Muertos.
Los Egipcios tenían una idea exacta de la existencia del cuerpo astral y lo llamaban el doble del hombre o Ka, de allí el gran culto que tuvieron a los muertos y su arte de embalsamar tan bellamente que nadie ha sabido copiar. Ellos procuraban conservar la apariencia del cuerpo físico para que el ser, al volver a renacer, tomara el mismo aspecto de la vida anterior.
Decían que el Ka o cuerpo doble era una imagen sutil, reproducción de la física, que envolvía al alma que ellos llamaban Khu y que emitía sutiles radiaciones y fosforescencias.
Enseñanza 6: Ordenamiento de las Religiones
Se ha explicado en las lecciones anteriores que dos grandes religiones fundamentales se habían encauzado en los comienzos de la Raza Aria. Los Vedas fundaron una religión humana que se transforma luego en Humana-Divina. Los egipcios mantuvieron una religión divina, que luego se transformó en Divina-Humana.
Se tienen entonces dos religiones fundamentales: la Védica y la Egipcia.
Una y otra alternativamente se vencieron, se superaron, se asimilaron, se desprestigiaron; pero la finalidad fue que triunfara la religión Védica y que se perdiera la religión egipcia.
Los Vedas fundaron una religión humana que se transformó en Divina; mientras que los egipcios desaparecen con su pueblo, después de haber entregado a los hombres el tesoro de su Divina Religión.
Las dos grandes corrientes védica y egipcia fueron las fundadoras de las diez grandes religiones del mundo antiguo hasta el advenimiento del budismo.
Los Vedas fomentaron las religiones de los Caldeos, Persas, Griegos, Galos y Romanos.
Los egipcios fomentaron las religiones de los Asirios, Sargónidas, Indios, Israelitas y Mongoles.
Estas diez grandes religiones plasmaron la Idea Madre de la raza Aria, la lucha entre el espíritu y la materia, el balancear de los pares de opuestos, la intensa lucha entre una razón humana y una intuición divina.
Los Caldeos, los Persas y los Griegos eran de tez blanca, grandes propulsores de la vida y de la civilización por el esfuerzo propio. Son un vislumbre de lo que podrá alcanzar el hombre con el solo empuje de su voluntad y discernimiento.
Los Galos, enjambres de Arios olvidados en las regiones del centro de Europa, tuvieron la misión de conservar lo más pura posible la religión de la naturaleza.
Los Romanos, formados por el refinamiento griego y empujados por la ola de bárbaros del Norte, formaron entre estas dos corrientes la religión más fuerte de nuestra raza, pues sobre ellos se fundó el cristianismo y toda la actual civilización.
Los Asirios y los Sargónidas, fueron en sus orígenes de tez oscura y transmitieron con su extraordinario desarrollo, más intuitivo que racional, la Divina Religión de los egipcios.
Los Indios, conservaron la primitiva religión egipcia a través de sus dioses y ritos mágicos.
Los Israelitas, tienen la misión de mantener con su religión el concepto de un Dios Único y Personal, perpetuándose durante todo el transcurso de la Raza Aria, como símbolo vivo del origen de nuestra misma raza.
Los Mongoles, fueron los que transmitieron las altas enseñanzas de Confucio y Lao-Tsé.
Enseñanza 7: Los Caldeos
Como dos inmensos ríos que se encuentran y se juntan entre sí, la antigua religión divina de los Atlantes y la nueva religión de los Vedas se juntaron y florecieron en la naciente raza Aria.
Al Nordeste de África se extendía una tierra inhospitalaria y casi inhabitada.
Como inmensa masa de sal, la finísima arena del desierto era la única dueña del territorio, pero en el linde oriental de este desierto, se estableció una nueva raza que fue después conocida con el nombre de Meda.
Dos grandes ríos, el Eufrates y el Tigris, surcaban ese desierto y alivianaron y ayudaron la tarea fundadora de los nuevos habitantes.
Más adelante la historia de la destrucción de la Atlántida, será escrita en los anales caldeos con la leyenda del "Dios Belo". Por la maldad de los hombres, Dios decide destruirlos y encarga a Xisutros que construya un arca y guarde en ella a todo ser bueno y que navegue hacia la tierra de Nicir, tierra prometida de salvación.
El Titán y el Ner, gigantes caldeos, son también vislumbres del conocimiento que tenían de la gigantesca raza Atlante.
La lucha de los primitivos caldeos contra la rebelde naturaleza e incomodidad del terreno que habitaban y el recuerdo del culto natural de sus antepasados arios, hizo que divinizaran los elementos y fenómenos naturales. Pero el culto más arraigado de este pueblo, que alcanzaría un grado elevadísimo de civilización, es aquél de la existencia de la vida después de la muerte, de la reencarnación y de la influencia de los seres buenos y malos sobre la tierra y los hombres.
Por eso, el primitivo Sacerdote Caldeo es el mago, que con perfecta vocalización, aleja a los espíritus inferiores e invoca la protección de los buenos.
Este estudio profundo de las artes mágicas, hace de los sacerdotes e Iniciados caldeos grandes químicos y grandes conocedores del aspecto oculto de la naturaleza. Como aprendieron que toda influencia humana está sujeta a la influencia estelar y sideral, fueron astrónomos consumados. Tan cierto es esto, que los templos caldeos se pueden considerar como grandes observatorios.
Los antiguos templos eran rectangulares y se llamaban Ziggourat, con tres, cuatro o siete pisos sobrepuestos. Estaban construidos sobre grandes cerros artificiales y el piso superior de forma semiesférica, era un perfecto aparato telescópico fundido en plata y oro. Allí estaba la cámara secreta de la Diosa Ishtar a la cual no podían entrar más que los Grandes Sacerdotes Iniciados o los Iluminados que hubieran logrado la clarividencia mental.
Los pueblos caldeos, que primitivamente se constituyen en clanes para la disciplina de su organización, alcanzaron bien pronto un gran poder y civilización. No ponían piedras ni mármoles como los egipcios; pero supieron escribir su historia sobre grandes ladrillos de barro que han llegado hasta los días actuales.
También adoraron a un Dios Único, Zi Ana (Dios Creador), Si Kia (el Dios humanizado), el redentor hecho hombre, llamado el Grande y Sublime Pez.
Enlil, es el aspecto malo de Dios, rey de los lugares tenebrosos, de los infiernos y del mal.
También conocieron los caldeos el concepto religioso de la Trinidad, ya que dignificaron a Anu, Bel y Ea, como un Dios solo con tres cabezas.
Enseñanza 8: Los Asirios
El pueblo Asirio estaba destinado a formar una religión semita por excelencia. Se había formado fuerte, indómito y peleador, ya que era destino de Asiria mantenerse independiente a costa de guerras continuas pues la rodeaban potencias enemigas.
Es lógico, entonces, que la religión Asiria sea por excelencia guerrera y personificación de los poderes de la guerra, del combate y de la victoria.
El Rey de los Asirios, Asur, es un Iniciado Semita que guía a ese pueblo a la conquista de una civilización nueva: la civilización por la fuerza.
Los Asirios, al saberse fuertes, no fueron crueles con los vencidos para poder aprender sus enseñanzas, asimilar sus buenas costumbres y entrefundir los valores constructivos.
Asur, Rey Iniciado, se transforma en Ciudad Santa y la Ciudad Santa se transforma en el Santuario vivo que tiene por culto supremo a Asur.
Fue testimonio de este valor progresista de los Asirios, la gran biblioteca de Asur. Estaban reunidos allí documentos de la antigua civilización Atlante, de la historia de los primitivos Asirios y el libro de la profecía y de la construcción de la gran pirámide de Cheops.
Como la Asiria es la religión del combate, el Dios constructor de ellas es el Gran Rey vencedor; el aspecto femenino de la Divinidad está representado por Semíramis, la hija divina de Derketo de Ascalón.
Semíramis fue abandonada al nacer y la recogió un pastor llamado Simas que la crió amorosamente y la instruyó en el arte de la guerra. Casada con Oanes, lo siguió en los combates; Nino se enamoró de ella, la arrebató al esposo y la asoció al imperio. Desde entonces ella cruzó la vida sobre un resplandeciente caballo de batalla, yendo de victoria en victoria, venciendo enemigos, fundando templos, enriqueciendo de tesoros de arte la gran Nínive. Luego, su hijo Ninias conspiró en su contra y cuando ella lo supo, herida por el dolor, se transformó en una blanca paloma que desapareció en el cielo.
El culto primitivo de los Asirios era el mismo que el de los Caldeos. Adoraban al Dios Belo y le ofrecían sacrificios, pero después formaron un culto propio divinizando a sus reyes o transformando esos dioses extranjeros en dioses nacionales.
De esta antigua religión no queda al día de hoy resto alguno en el mundo, pero su historia de grandeza religiosa, de un Dios Uno y Trino, de un castigo y de un premio después de la muerte, está escrita en todas las religiones que le sucedieron.
Cuando el pueblo Asirio decreció y empezó su decadencia, los cultos primitivos, puros y fuertes, que imploraban la victoria antes del combate o celebraban el triunfo después de la batalla, con ritos sencillos y primitivos, fueron suplantados por ceremonias lujosas y sacrificios humanos.
Enseñanza 9: Los Persas
A medida que se iban sucediendo las civilizaciones Arias, una tras otra, se iban cambiando, modificando y transformando las religiones.
En la cuenca del Tigris, en el Asia Central, se había levantado un pueblo fuerte e indómito, el Asirio, que creció pronto y desarrolló una potente civilización.
La grandeza de este pueblo, lo recuerdan las ciudades populosas y perdidas de Asur, Nínive y Gale.
A imitación del pueblo egipcio, su gran enemigo, al cual venció y por el cual fue vencido a su vez, divinizó el aspecto de la naturaleza, de la Diosa Paloma, la gran reina Semíramis, mientras la adoración del aspecto masculino de Dios, fue simbolizado por el fuego sagrado, que ardía constantemente en los templos.
Había de seguir una nueva religión, una religión que divinizara y exaltara más el concepto divino, despejándolo de la gran cantidad de ídolos, estatuas y cultos variados en que había caído.
La Divina Religión Atlante, estaba aplastada bajo las estatuas monstruosas de numerosos dioses y la pura y natural religión de los primitivos Arios había sido suplantada por formas groseras.
Asur, el dios alado, que sale del disco solar, había perdido toda significación armoniosa de la Humanidad enlazada con la Divinidad.
En una vasta meseta del Asia, circunscripta por los ríos Indo, Tigris y Mar Caspio, se formaba una raza nueva, mezcla de Persas, de Medas y de Asirios, la raza Irania o Pérsica.
En los albores de su civilización, para restaurar y armonizar el culto religioso, bajó entre ellos un Gran Iniciado, Zoroastro. Este Gran Ser destruyó la idolatría y levantó el estandarte del Gran Dios, el Dios Único, el Verbo Solar: Ahuramazda.
Desde entonces el culto solar, símbolo de la Religión Divina de los Atlantes, brillará otra vez sobre todos los estandartes, sobre todos los tronos, sobre todos los altares.
En su juventud, Zoroastro es llevado por Vohumano, dios tutelar de la raza, a una alta montaña en donde Ahuramazda le entrega el Avesta, código sagrado de la nueva religión.
Estableció la religión Irania, los dos principios fundamentales del bien y del mal. El bien ha de ser premiado en ésta y en la otra vida; el mal ha de ser castigado en esta vida por la ley y en la otra por la pena y el castigo divino.
Hasta en la muerte se despoja esta nueva religión de las muchas formas, ya que expone sus muertos sobre altas torres, para que las aves de rapiña coman las carnes de los cadáveres y los huesos sean calcinados al sol.
La religión Irania abre un paréntesis nuevo entre las religiones Arias que habían perdido su primitiva armonía basada en el culto monoteísta y politeísta a un tiempo, si bien después con el andar del tiempo y como todas las religiones, ella también se materializó y adoró a dioses diversos, todas las religiones sucesivas jamás perdieron el verdadero concepto de la religión de la raza, que es un recuerdo divino encerrado en una forma humana.
Desde las orillas del Oxus y del Laxartes situadas cerca de la mística meseta de Pamir, descendían los Iranios hacia Bactriana y Nizaya. De esa multitud de nómades tribus surgieron los imperios Medo y Persa.
Como un sueño han llegado hasta los presentes días los relatos de las grandes ciudades de esas naciones: Ecbatana y Persépolis.
El idioma primitivo de ellos es del tipo zenzar y sánscrito y estaba relatado en el Avesta, libro que se perdió completamente, pues el Zend-Avesta no era sino un comentario del texto primitivo (Zend: comentario).
El concepto religioso de los Persas era natural y divino. Todo emanaba de lo Eterno, el llamado Zervani Akerena. El Inmanifestado se expresaba en un dios manifestado: Ormuzd o Ahuramazda. Había también un dios del mal: Ahriman.
El concepto que tenían de la vida no era ni de bien absoluto ni de mal absoluto, porque regía para ellos el más alto concepto de los pares de opuestos. Ormuzd no siempre es el que triunfa, sino periódicamente: existe la edad del bien y del mal. Una cosa contrabalancea la otra. Pero el gran dios de los Persas es Mitra, imagen de la energía cósmica.
Ormuzd, Ahriman y Mitra, forman la Trinidad Sagrada. El bien y el mal pasan, pero la Energía Divina permanece eternamente.
Este concepto de adoración al Sol, hace que la imagen solar brille sobre los palacios y los estandartes de los Persas. Todo el Irán es la ciudad del dios sol.
Como resultado de esta ardiente veneración surge la adoración al fuego.
En esos templos resplandecientes de oro el fuego es el único símbolo, la única imagen.
Por las llamas del altar predicen los sacerdotes el futuro y a través del fuego llega la voz de los dioses.
El Gran Profeta del Irán fue Zaratustra, la Divina Encarnación aparecida para renovar al pueblo persa decaído; no hay que confundir a este Profeta con Zoroastro, que fue el Iniciado que trajo a los primitivos Iranios desde Bactriana hasta la meseta del Irán.
Toda religión persa es cosmogónica y astronómica, en su símbolo y en su forma. El Sol es la morada de las almas bienaventuradas; pero para ascender hasta él, las almas han de pasar por siete puertas, imagen de los planetas; pero también imagen de las etapas iniciáticas que se deben escalar para llegar a la liberación o estado de Iniciado Solar.
Ninguna prueba queda de la civilización ni del gran adelanto de los Persas, ya que la historia únicamente conoce algo desde la dinastía de los Sasánidas.
Los Persas también tenían en Persépolis una gran biblioteca y un museo con ejemplares de los tiempos más remotos de los Sirios, que fueron destruidos por los griegos al mando de Alejandro.
Ya la religión Persa ha desparecido totalmente del Irán; pero en la India existe el mazdeísmo que es una imagen de aquella antigua religión, la segunda, después del Hinduismo, que ha llegado hasta nuestros días. Aún hoy, el sacerdote mazdeísta o parsi enciende el fuego sagrado sin tocarlo; coloca en alto, sobre dos palos de sándalo la lumbre para que prenda y en algunos templos permanece sin prender este fuego, esperándose, durante años, un rayo del cielo que lo encienda.
Antiguamente, los sacerdotes persas, que dominanban perfectamente a los elementales, atraían sobre el altar un rayo del cielo para que lo encendiera.
Enseñanza 10: Los Sargónidas
También se acostumbra llamar Asiria a la segunda gran época Asirio Semita de este pueblo Iranio; sin embargo, existe una gran diferencia entre estas dos épocas y entre uno y otro pueblo.
Ya se vio que los Asirios eran descendientes de los Ario-Semitas, que habían asimilado a los pueblos negros primitivos, sometidos a ellos.
Crecieron y se hicieron poderosos y sabios, pero vino también para ellos el tiempo de la decadencia.
Ya no adoraban al Dios Único; ya los sacerdotes no eran los mensajeros entre el Altísimo y los hombres; ya los potentes templos, depósitos de energía guerrera, no eran más que galerías de estatuas de dioses de toda forma y dimensión; ya los reyes no eran los rectos descendientes del mitológico rey Nino, sino que se abandonaban a los vicios y a la molicie.
Mientras tanto las provincias semitas, sujetas a los Asirios, se habían hecho fuertes, aborreciendo las costumbres paganas y deseando volver al culto del único y verdadero Dios.
Dios creó un hombre, guerrero indómito, de gran valor y fortaleza, de nombre Sargón y de origen Semita.
Él instigó a sus hermanos de raza contra los reyes reinantes; se levantó en guerra y venció poco a poco a los dominadores, quedando como señor y rey de todo el territorio Asirio.
Por eso se le llama "Sargón el Usurpador" y con él empieza la época de los Asirios Sargónidas, de origen Semita.
Este hombre renovó al pueblo y a las ciudades, fundó nuevas, aplastó las provincias rebeldes, destruyó los ídolos y restableció el culto a Dios venerado en espíritu y verdad.
Toda su vida hasta que fue asesinado fue de guerra y reforma. Venció la barrera que ponían a Asiria el Egipto y el Elman e hizo su reino inmensamente grande.
Después de la conquista de Caldea y de haber saqueado por segunda vez a Babilonia, edificó templos de siete escalinatas en los cuales se veneraba el árbol sagrado, imagen de las siete manifestaciones eternas y copiado de los misterios de la diosa Ishtar y del dios Belo de Babilonia.
Antiguos trozos de barro representaban al rey Sargón de pie, delante del árbol sagrado, con la cabeza inclinada como si lo estuviera adorando.
El árbol sagrado era imagen, según los sacerdotes sargónidas, de Dios manifestado.
La primera parte compuesta de tres ramas, representaba la manifestación inferior o animal, la segunda parte, ramas de color rojo, representaban la vida del hombre; otras ramas de color celeste, representaban la existencia de los mundos intermedios, donde moraban los antepasados guerreros.
Las otras ramas superiores, de color amarillo, representaban la morada de los ángeles o espíritus superiores. Las quintas, las sextas y las séptimas ramas eran imagen del Dios Trino e Invisible.
Esta fuerte raza fue la que más tarde dejaría sus enseñanzas, sus símbolos y sus escrituras a los Moabitas y a los Hebreos.
Enseñanza 11: Los Griegos
En las islas Egeas crecía un pueblo bárbaro que había de ser el brote de los Celtas y fundador de Grecia.
Parece que el destino dejara en la más profunda oscuridad y abandono a los pueblos que habían de ser fundadores de grandes razas y de dinastías gloriosas.
Estos pueblos semisalvajes no conocían la escritura, las artes, ni sistema social, pues vivían completamente en contacto con la naturaleza, practicando una religión puramente humana y externa, residuo de la primitiva religión Aria.
Todas las fuerzas de la naturaleza, todas las manifestaciones de la vida, se transformaban para ellos en divinidad. No tenía este pueblo un concepto de un Dios Único, ni de un Rey Iniciado que gobernara sobre la tierra como lo tuvieron los Egipcios de los Faraones.
Se constituyeron en clanes y nunca fue más grande Grecia que cuando se gobernó como república.
Con estas tribus Egeas, Jónicas y Dóricas, se formó Grecia.
Sus más antiguos recuerdos, están relatados en dos epopeyas nacionales: la Ilíada, que describe la destrucción de Troya y la Odisea, que canta las aventuras de Ulises.
Grandes ciudades surgen alrededor de los templos de las distintas divinidades y son al mismo tiempo cabezas religiosas y legislativas de estos pueblos, entre ellas: Atenas, Esparta, Corinto, Tebas, Samos y Mileto.
Con su adelanto, Grecia se extendió hasta la parte meridional de Italia, llamada la Magna Grecia.
Zeus, hijo de Rea, les inspira aquel sentimiento de fuerza que tiene que vencer a toda costa.
Demeter, la diosa de la tierra y de la fertilidad, les asegura el fruto del trabajo bien ejecutado.
Afrodita, la diosa del amor, nacida de blancas espumas del mar, les concede el derecho al placer y a la vida.
Y el Olimpo, monte de Macedonia, se transforma en el paraíso, donde moran sus muchos dioses y donde la juventud y la felicidad son perennes.
Los Griegos después de haber vencido a los Persas, se hicieron cada vez más fuertes y grandes, y en tiempos de Alejandro hijo del Rey Filipo de Macedonia, su esplendor llegó a su apogeo.
Alejandro fundó una ciudad en Egipto, que sería la sede del nuevo imperio de los Ptolomeos y se fundaron allí el museo y la biblioteca más grandes y más ricos en documentos eruditos e históricos que haya visto la Humanidad.
A medida que Grecia se iba engrandeciendo, adquiría conocimiento de la unidad de Dios.
De ella saldrán los filósofos más grandes: Sócrates primero, el cual, por creer en un Dios Único, fue condenado a muerte; y después su discípulo Platón, que tan maravillosamente afirmó la existencia de un ente supremo y explicó el significado oculto de las distintas divinidades griegas.
A éste siguieron Aristóteles, Jenofonte y muchos otros.
La sabiduría griega está proféticamente sintetizada en Pitágoras. Él explica el sentido Vedantino de la eternidad y el aspecto creador del universo con una exactitud matemática.
Ninguna religión expresa, como la griega, la pureza y la sencillez del culto primitivo de los Arios. Las fuerzas naturales que van tomando cuerpo poco a poco, transformándose en personas vivas y divinidades, son de una belleza tal que miles y miles de años después de haber desaparecido los griegos y su religión, siguen viviendo en los tratados de sus filósofos estudiados hasta el día de hoy y en los testimonios artísticos que inmortalizaron aquellas leyendas.
En la antigua Grecia el culto verdadero con dioses, imágenes y ceremonias, empezó en el período llamado Micénico. Pero no tuvieron los ídolos Griegos su apogeo sino en la edad Helénica.
La edad Helénica está constituida por las dinastías de los Eolios, Jonios y Dorios. La unión de estas tres fuerzas enriquece a la antigua Grecia en religión, poesía, escultura y música, pues el culto Helénico es un resultado de las bellas artes y no son las bellas artes un resultado del culto como en otras religiones.
Toda fuerza, todo empuje, todo acto de valentía, se une a las artes y crea un dios.
Se puede observar esto en el nacimiento de la mitología de los pueblos. Cronos y los antiguos titanes son la civilización en pañales, la cultura en sus comienzos, pues de este pueblo ignorante y fuerte, surge Zeus, el Gran Dios.
Ya es un Dios símbolo de fuerza, orden, de victoria, de una ley constituida para el progreso y engrandecimiento de los Griegos.
En el Olimpo, donde él reina, reúne a su alrededor a las divinidades todas: del aire, del mar, de la tierra, del cielo y del infierno.
Él es el Absoluto que encierra en su puño invulnerable, en su voluntad inquebrantable, todas las fuerzas humanas y divinas, así como soñaban ser los Helénicos, un pueblo único que dominara a todos los otros y los tuviera bajo su dominio por la persuasión, por la fuerza, por todas las artes.
Zeus divide su reino celestial con sus hermanos Poseidón y Ares; Hera, esposa y hermana del Dios, es símbolo del poder potencial y manifiesto; una multitud de hijos ayudan a los severos dioses a reinar.
Palas Atenea es la diosa de la fuerza y de la guerra; protege a Atenas y a los estudiosos, ya que nació de un pensamiento inspirado de Zeus.
Febo, dios de la luz solar, símbolo de la energía vital del astro rey, adornado de belleza y de gracia, llevando la saeta y la lira, hiere a los deseosos del saber y los encanta con la inspiración de la poesía, de la música y de las bellas artes.
Artemisa es la hermana del sol, símbolo de la noche clara, de la luna, de las campiñas, de los cazadores; protege y regula la vida fisiológica de la mujer.
Hermes, símbolo del hijo de Dios, es venerado como mensajero de los dioses; protege a la juventud, promesa futura del pueblo, y por último salva las almas y las guía a la mansión de la paz.
Hefaístos es el Dios del fuego, nadie tiene como él la habilidad de trabajar los metales; símbolo del fuego místico y de la corriente vital generadora de los seres. Sin él, sin su gran poder, no podría Afrodita, la diosa de la belleza, del amor y de la generación, dar vida a los hombres. Hefaístos es el único, el legítimo consorte, a pesar de que ella tiene otros amantes, porque el poder generador es uno en su aspecto fundamental.
Ares es el dios de la guerra violenta, aborrecido por los demás dioses.
Hestias es la protectora del hogar, es el ángel de la guardia.
Poseidón imagen de la materia instintiva, es el soberano de las aguas y del mar, de las tempestades y de los terremotos; lleva en la mano un tridente, símbolo del poder de los elementos o del triángulo inferior: mente, energía y materia.
Demeter, hermana de Zeus, es la madre tierra que da vida a la naturaleza; hace florecer los árboles; fecunda las cosechas y enriquece a las vides.
Pero el dios del vino, como símbolo de Bacanal, de olvido, de goce astral, es Dionisio o Baco.
No son estos los únicos dioses del Olimpo Helénico, pues le siguen una cantidad de dioses menores como ser las Parcas, símbolo de las diosas del destino; las nueve Musas; y las tres Carites, símbolo de la gracia y de la belleza.
Los Griegos divinizaron también a los héroes, pero el verdadero culto se esforzaba en encontrar al Dios Único detrás de todos los aspectos de cada divinidad.
Jenófanes, el gran filósofo, deploraba el concepto del vulgo de adorar al símbolo externo de los dioses y olvidar al Dios Uno. Aquél que no tiene ni cuerpo, ni forma, sino que es pura esencia.
La poesía ayudó mucho a enriquecer el culto, con los cantos nupciales, funerarios y épicos.
Ya desde antes de que el divino Homero escribiera su Odisea, son recordados los nombres de grandes poetas como ser: Lino, Himeneo y Orfeo.
Todas las artes fueron creadoras y colaboradoras del culto.
Ningún pueblo llegó en las artes y en la filosofía tan alto como el Griego, a tal punto que será difícil superarlo.
Esta civilización, nacida entre las columnas de las siete ciencias, tocó y profundizó todos los conocimientos, descubrió y sintetizó todas las bellezas y dio un nuevo sentido a la vida mediante la poesía, la literatura y la filosofía.
Es imposible enumerar todos los artistas del período arcaico, pues son numerosísimos. Entre ellos se puede recordar a Solón, que además de poeta, dictó las leyes de Atenas y fue uno de los siete sabios de esas épocas heroicas. Ni se puede olvidar a Safo, la maravillosa poetiza del amor, que cantó los placeres de la vida, con tan delicados acentos como muy pocos pudieron hacerlo después de ella.
Pero el lírico más grande de Grecia fue Píndaro, cuyas poesías han llegado fragmentariamente al día de hoy.
Como ellos muchos: Esquilo, Sófocles, Eurípides, Epicarmo y Aristófanes.
Ni hay que olvidar a Esopo, el autor de las prosas satíricas, ni a Heródoto el historiador.
Lo que más enriquece el saber griego es esa legión de hombres estudiosos y amantes de la verdad: los filósofos.
Con Jenófanes empieza aquella columna de sabios maravillosos. Ya entonces éste escribía altamente sobre el origen del Universo y el concepto de la divinidad.
Pero en el período Ático, es cuando brotan los filósofos como flores.
El más antiguo es Tales de Miletos, quien basó su filosofía en el estudio de la física, de la geometría y de la astronomía; consideraba al agua como el principio originario de todas las cosas naturales.
A su escuela pertenecen Anaximandro y Anaxímenes, ambos oriundos de Mileto, que consideraban al Universo, además de su concepción física, como resultado de un elemento más sutil, desconocido, que llamaban “Masa concreta infinita”.
Heráclito de Efeso perteneció también a la escuela física y atribuía a los elementos un espíritu divino.
Se tiene por ese entonces a Jenófanes, el filósofo monoteísta, que aborrecía las imágenes y parece predecesor de los iconoclastas.
Pero la escuela filosófica que alcanzó más alto relieve fue la itálica, dirigida por Pitágoras. Él fue ante todo un gran matemático que aplicó los fundamentos de las matemáticas y del álgebra al Universo y a las leyes metafísicas. Es uno de los primeros que expresaron la idea de la metempsicosis o reencarnación.
Leucipo de Elea fundó una filosofía atómica sosteniendo que el alma del hombre es un resultado causal y energético de la agrupación atómica celular.
Empédocles quiso sintetizar el espíritu con la materia. Por eso imagina el Universo como dos grandes corrientes que al confundirse entre sí, crean la manifestación de la vida.
El primero en dividir los elementos y agruparlos fue Anaxágoras; también lo hizo Hipócrates, el médico filósofo.
Las filosofías griegas habían decaído y cada vez se habían materializado más hasta llegar a la sofística y su escuela.
Fue entonces que surgió Sócrates, el gran filósofo del espíritu.
Su obra la completó su discípulo Platón, fundador de la escuela académica, que dejó un número grandísimo de obras escritas en las cuales se ve a las claras su profundo sentido espiritualista y esotérico.
Desde entonces empiezan los filósofos a volar por los espacios de la mente y a buscar las sutiles cuestiones de las cosas imponderables.
Aristóteles es el filósofo de las ideas, de la mente, de las concepciones espirituales, del sentido estático de la vida, fundador de la escuela peripatética.
Mientras estas escuelas espirituales se iban difundiendo, otras dos escuelas habían nacido en Atenas: la epicúrea y la estoica.
Epicuro, fundador de la primera, enseñaba a sus discípulos que los dioses no se ocupan de los asuntos humanos y que el hombre ha nacido para gozar sabiamente de los placeres de la vida, satisfaciendo con recto equilibrio sus deseos, desechando el dolor y la zozobra y que no hay que temer la muerte, puesto que no es más que una disolución del cuerpo.
La escuela estoica, fue fundada por Zenón de Cippo y sostenía que la felicidad del hombre consiste únicamente en la virtud, en dominar por completo las pasiones.
La moral cristiana está basada en esta escuela, que consideraba al alma humana como una parte y no como una emanación de la divinidad y que el supremo bien consiste en poder auxiliar a los semejantes.
Los últimos filósofos griegos, llamados del período romano, ya muy influenciados por la grandeza de Roma, fueron Jámblico, Heliodoro, Dionisio y muchos otros. Entre ellos hay algunos cristianos pertenecientes a la escuela neoplatónica, como ser Justino, Plotino, Orígenes, Basilio y Eusebio.
Es digno de nombrarse el gran filósofo de Alejandría, Amonio Saccas, fundador de la escuela esotérica neoplatónica.
Basílides perteneció también a esta escuela y puede decirse que con ella pereció aquella legión magnífica de filósofos griegos fundadores de todas las escuelas que aún rigen en el mundo.
Enseñanza 12: Los Indios
Por una estrecha franja de tierra que había escapado a los muchos sismos vinieron restos de tribus Atlantes, emigrando hacia el centro del continente americano.
Este se extendía, virgen y espléndido en su estado salvaje hasta el sud-oeste, donde la cordillera asomaba sus crestas inmaculadas, surgiendo de la espuma del mar.
Estos pueblos atlantes fundaron allí, en el corazón de la selva, florecientes colonias.
Dicen las tradiciones Incas que cuatro hermanos fueron los fundadores de Cuzco; pero uno de ellos mató a los demás y los transformó en peñascos, convirtiéndose él mismo, después de su muerte, en peñasco para ser adorado.
El culto primitivo de los Indios era el de las piedras, sobre las cuales depositaban sus ofrendas y hacían sus sacrificios.
Luego de la gran catástrofe que sumergió el antiguo continente atlante, nuevas tribus, de las pocas que se salvaron, fueron llegando.
Estos conocían en la gran ciudad de las puertas de oro el puro culto de la Divinidad Solar.
Establecieron los mismos ritos sobre la peña de Huiracocha, dios esencial y principio infinito; encendieron el fuego sagrado del dios Pachacamac para que éste elevara perennemente su llama hacia el dios solar, el gran dios Inti.
Se levantaron grandes templos, todos de oro, pues el rito solar no admitía para su servicio instrumentos ni adornos que no fueran del áureo metal.
Vírgenes vestidas de blanco y adornadas con coronas de oro, a las que sólo un rey inca podía desposar, mantenían constantemente encendida la llama en el santuario.
El aspecto masculino, simbolizado por el sol, era completado por el culto femenino de la diosa Mama-Quilla o Coya, la luna. A sus templos, que eran totalmente de plata, concurrían de noche los fieles en largas filas para rendirle culto y reverenciarla.
También adoraban los incas a otros dioses: Catequil, dios del trueno; Cuicha, el arco iris, dios de la paz; Chozco, dios del amor, similar a Venus.
Este pueblo conocía el principio fundamental del universo porque tenía idea de un dios inmanifestado. Piguerao, aquel que desaparece cuando el universo se manifiesta, gemelo de Atachucho, dios personal, nacido del huevo primitivo.
La primera pareja, el Adán y Eva americanos, eran Manco-Capac y Mama Oello Huaco, aunque no todos creían que estos habían sido los fundadores de la raza humana, pues algunos estimaban como fundador de la misma al Inca Roca, descendiente directo del Sol.
Muy parecidos en religión y costumbres a los incas y también descendientes de los Atlantes, fueron los aztecas, miltecas y toltecas.
Al revés de los pieles rojas de las Montañas Rocosas, que habían conservado en alto grado las costumbres de una religión completamente espiritual, con hábitos patriarcales y venerables, estos indios de Centro América eran materialistas, feroces y sanguinarios.
El universo para ellos había sido creado por Citlantonac, el universo sutil, en unión con Citlalique, el universo denso.
Recordaban en sus anales cosmogónicos cuatro edades: la edad del agua, cuando la tierra habitada por los gigantes había sido anegada por el diluvio.
La segunda edad, la de la tierra, donde se habían refugiado los gigantes sobrevivientes, fue destruida por movimientos sísmicos y grandes temblores de tierra.
La tercera época, del aire, había sido arrasada por ciclones.
En cuanto a la cuarta época, del fuego, las inmensas llamas devoraban a los seres humanos, y de este fuego habían nacido y se elevaron al cielo el sol, la luna y las estrellas, que pueblan el firmamento.
Con el cuchillo quebrado de Citlantonac se formaron los dioses y de un hueso de un dios muerto nacieron los hombres.
La tierra era venerada en la diosa Amon, pero la preferida era Cinteolt; ella es la que preside el crecimiento del maíz, la planta tradicional de los indios y protege también la germinación.
La representaban como una bella mujer cargada de espigas y con un niño en brazos, le inmolaban víctimas humanas que debían ser personas sin defectos físicos, sanos y fuertes. Estos eran puestos sobre el ara del sacrificio, se les abría el pecho con un afilado cuchillo y el corazón arrancado y aún palpitante se consagraba a la terrible diosa.
Imposible sería enumerar todos los dioses venerados por estos pueblos. Tosi era la madre de los dioses, la abuela de los hombres, protectora de los magos y de los hechiceros.
Mixcoatec era el dios de las tormentas. Xiuhteculti, el dios del fuego. Cihuatcoalt, la diosa serpiente, bondadosa y amable, había dado a luz antes que ninguna otra mujer y amparaba a las mujeres en el trance maternal.
Pero el gran dios, el dulce dios, vestido de blanco, es Quetzalcoalt, el loro serpiente, el que fomenta la paz. Cuando bajó entre los hombres, prohibió los sacrificios humanos y desterró a los malos.
Especialmente venerado por los Toltecas, su símbolo era una cruz. Cansado de estar entre los hombres quiso regresar a las regiones celestes, dejando a Tula, la ciudad máxima donde era venerado, en la desolación.
Después de él reinó el dios Texcatlipoca, malo, vengativo y perverso, que volvió a sembrar el dolor entre los hombres.
Fueron desapareciendo rápidamente los indios y quedaron sepultados para siempre bajo las ciudades perdidas, los tesoros y los testimonios de su antigua y divina religión.
Pero como nada perece por completo, ha quedado aún intacta en las Montañas Rocosas, una antigua tribu de indios, descendientes puros de la perdida Raza Atlante y de las dinastías del águila.
Aún hoy repercute en las montañas el eco profundo de los nombres venerados de Manitú, el dios eterno y de Masson, el hijo del dios vivo. Han quedado allí, como símbolo eterno.
Enseñanza 13: Los Galos
Los celtas dieron lugar a los griegos, macedonios y cartagineses; pueblos hermosos, fuertes, guerreros, plásticos y amantes de la naturaleza.
El origen de los romanos es muy dudoso porque los Etruscos, antiguos resabios de los Iranios y los Sabinos, habitantes del Lacio, eran de origen Ario Semita; pero en Sicilia y a lo largo de la costa de Calabria vivían los pueblos itálicos, de pura raza celta, que con el tiempo enriquecieron sus tierras y, mezclándose con los otros pueblos, fundaron la casta romana.
Los Celtas se extendieron a lo largo de la costa Atlántica de España, invadieron la Galia, pasando por las Islas Británicas.
De pura raza Celta era el pueblo Galo, cuyas tierras se extendían desde Italia septentrional hasta el Océano y el Rhin.
Los espesos bosques, las selvas vírgenes, los caudalosos ríos, los pasos impracticables, los largos inviernos, las numerosas fieras, hacían muy dificultosa la llegada de otros pueblos hasta allí.
Los mismos Galos, privados de contacto y obligados a luchar duramente por su existencia y conservación, se mantenían en estado semisalvaje.
El clan era la suprema autoridad o mejor dicho el concepto de familia y la experiencia del anciano.
Como vivían del producto de la caza y de la pesca, adoraban las imágenes de aquellos animales llevándolas como amuletos, además de plumas, huesos, etc.
Plinio los describe muy bien: de aspecto fiero, de torvas miradas, defendiéndose con piedras y lanzas toscamente labradas. Sus gritos salvajes y guturales asustaban y ponían en fuga al ejército enemigo.
La casta sacerdotal, o druida, fue la más representativa de los Galos. Eran consagrados desde pequeños a la diosa de la guerra. Vivían apartados de sus padres, al cuidado de los sacerdotes siendo adiestrados en el arte de la guerra y en el manejo de las armas.
Cuando grandes, todo el pueblo les servía y reverenciaba. Al empezar la primavera y trocarse las nieves en agua o más exactamente, después de la primera luna llena de marzo, llegaba el ansiado tiempo de combatir.
Como dioses guerreros guiaban a su pueblo. Las contiendas librábanse entre las propias tribus o conjuntamente, contra los bárbaros de la otra orilla del Rhin.
No tenían mitología propia; adoraban a la naturaleza, a los árboles, a las montañas, a los ríos, y sobre todo, a los antepasados.
Tenían una casta de vírgenes dedicadas al servicio del templo, adoradoras de la luna, a la cual rendían perenne homenaje y culto.
Durante los plenilunios salían en largas filas, vestidas de blanco, cantándole himnos e implorando ayuda. La más anciana y experta se transformaba en pitonisa y predecía, por las entrañas palpitantes de los pájaros recién sacrificados, el porvenir de las tribus, el destino de los pueblos, la hora de la guerra y los signos de bendición o maldición.
Pueblo hermano de los Galos fueron los Germanos.
Como perdido en la inmensidad de las estepas de nieve de los países nórdicos, la actual Escandinavia, vivía un pueblo Celta.
Eran hombres de rojos cabellos, de mirada penetrante y metálica como el acero, de cuerpos altos y esbeltos, cuyos gritos agudos como el viento repercutían en la vastedad de los desiertos glaciales.
Heredaron de sus padres arios el culto a la divina naturaleza que embellecían con legendarios y poéticos contornos.
Hermanos de estos pueblos son los Germanos del norte de Europa que conservan el tipo, el culto y la vocación guerrera.
La epopeya de estos pueblos está escrita en la Edda Escandinava, su libro sagrado. No hay que confundirlo con las Eddas que escribió hacia el año mil doscientos Snorri Sturleson.
Alfadur es el dios único nacido de la luz boreal, sobre los cielos luminosos. Thor o Donar, es el dios del poder; Odin es el dios de la sabiduría; Freyr, el de la bondad. Ellos constituyen la trinidad Escandinava.
Odin, con el andar de los tiempos, se superpone a los demás dioses, se transforma en el potente Wotan, dios y señor del cielo y de la tierra, otro Júpiter que con mano segura dirige los destinos de los dioses, de los hombres y de los demonios.
Su enemigo es Sartur, el negro Satán de la tierra y de los abismos. Entre ellos está el espacio frío e implacable.
Friga es la esposa de Wotan, símbolo de la fecundación, de la santidad del hogar, de la dignidad del matrimonio.
Sus hijos son los brillantes Azas, los treinta y dos valerosos guerreros defensores del Walhalla. Combaten contra Imes y su pueblo, los gigantes del hielo.
Una gran guerra se establece entre la tierra y el cielo, entre los gigantes y los dioses. Thor, el dios del relámpago, primogénito de Odin y Bera, el dios del valor, luchan en la gran guerra y destruyen a los inmensos muñecos de hielo.
La tierra se convierte en un río de sangre, apareciendo sobre ella una nueva raza. De la trunca cabeza de Imes surge la primera pareja humana: Aske y Embla.
Del pensamiento poderoso de Wotan han nacido nueve brillantes vírgenes, las clarividentes Walkirias; ellas anuncian el combate y conducen a la morada feliz del Walhalla, sobre sus blancos caballos, al muerto vencedor, al soldado caído. Ven en el destino de los hombres y los dirigen siempre a la victoria.
Para los pueblos salvajes de las frígidas selvas, el combate era el supremo culto religioso. Con ímpetu incontenible lanzábanse a la refriega porque sabían que después de la muerte serían llevados al paraíso, sobre un blanco y alado corcel, por las diosas guerreras.
El culto se efectuaba en plena selva, bajo la encina o fresnos sagrados; la encina estaba dedicada a los antepasados y el fresno a los dioses.
Allí la pitonisa salvaje, vestida de blanco, a la luz de la luna llena, invocaba a los dioses y decidía el día y la hora del combate. Estaba por encima de los jefes del clan y su palabra era absoluta y sagrada.
A veces, Furni, el lobo feroz, atado por los dioses a una terrible cadena, aullaba entre truenos y relámpagos clamando por sangre humana; entonces para aplacar la ira del terrible lobo se le sacrificaban víctimas humanas.
Sobre el altar de blanca piedra, la sacerdotisa abría el pecho a los jóvenes escogidos para el martirio.
Pero este pueblo debía perecer, esta religión debía terminar, empujados por las águilas romanas y la cruz cristiana.
Así lo habían predicho sus libros sagrados cuando profetizaron que Lake, el malvado, destruiría y vencería a los dioses; que el Walhalla se hundiría entre llamas, volviendo todo al estado de ruinas.
Enseñanza 14: Los Israelitas
Un pueblo Semita se había expandido en diversos lugares del Asia y se había transformado, de tribus errantes en fuertes pueblos, como los Fenicios, los Arameos y, en menor escala, los Moabitas.
Pero otros rechazaban esta vida sedentaria y preferían el desierto a la ciudad, la carpa de campaña a la cómoda casa, el pan ázimo de los hornos naturales a los sabrosos manjares.
Entre los demás pueblos, aún los Semitas, se acostumbraba desmenuzar a la Divinidad, dándole diversos aspectos y formas.
Pero estos puros hijos de la arena y de las rutas interminables no tenían, en su sencilla mente, sino un único concepto de Dios: Eloh, el espíritu, el invisible, la fuerza desconocida, lo que no se podía definir.
Estos nómadas teraquitas, se dividieron en diversas tribus, tal vez las doce tribus de Israel. Pero los que tomaron preponderancia sobre los demás fueron las de Ben Israel y Ben Jacob.
Estos nómadas, que los Asirios y Caldeos llamaban Hibrim, que quiere decir Hebreos o sea los que vienen allende el río, tenían un culto altísimo a la conservación de la propia raza y de la pureza de la sangre.
Eran ellos los descendientes de los Semitas Atlantes, eran aquellos que por centurias y centurias habían tenido que luchar para mantener intacta la sangre que tenía que ser transmitida a las generaciones posteriores para formar el nuevo tipo de hombre.
Habían tenido la misión ancestral de mantener en el mundo el tipo físico de la nueva raza que habían engendrado de sus ascendientes Atlantes.
Esta fuerza del mantenimiento de la raza se manifestaba con una intolerancia absoluta a mezclar su sangre con nadie que no fuera de su tribu.
La religión de los primitivos Hebreos era completamente sencilla y amplia.
Mientras las caravanas y los camellos iban lentamente cruzando los caminos que llevaban hacia el Eufrates o por los senderos de Siria o del Antilíbano, elevaban sus preces al Todopoderoso, con unas lentas canciones rítmicas, análogas al Iasar de los Israelitas y al Kitab-el-Aghni de los Árabes.
De tarde en tarde se asentaban y acampaban cerca de un oasis y, antes de seguir lentamente su marcha, levantaban una piedra conmemorativa llamada “iad”, o si no encontraban una gran piedra, juntaban montones de piedras que aún al día de hoy los Árabes del desierto llaman El Galgail.
El viento, que levantaba médanos enormes y silbaba por días y noches a través de sus tiendas, el rayo, que hería implacablemente sus ganados, tan amorosamente guiados, la luna, que trazaba sus senderos con una franja de luz proyectada sobre la arena, el cielo estrellado y el sol abrasador, eran para ellos el “Eloh”.
En lugar de dividir estos elementos, de darles diversos nombres y atributos, los asimilaron entre sí, los juntaban en una única expresión de poder sobrenatural, “Elohim”, que es al mismo tiempo el Dios Uno y los poderes de Dios juntos en Uno.
Esta sencillez de culto que habían practicado los primitivos Egipcios, Caldeos y Asirios y que habían ido perdiendo paulatinamente con el tiempo y con el progreso, había echado las bases del concepto monoteísta tal cual perdura aún en el mundo.
Jehová es nombre dado a Dios en tiempos posteriores cuando este Dios Uno se hace más material y más unido a los destinos del pueblo Israelita.
No tenían los Hebreos mitología alguna, pues la sencillez de su culto no la admitía; ni un culto propiamente dicho, pues llevaban consigo en el Terafim o arca portátil, el aceite que acostumbraban derramar sobre las piedras recordatorias.
Recién tuvieron los Hebreos cultos y templos después de los cautiverios de Egipto y Babilonia, una vez que se hubieron asentado en Palestina.
Los Semitas tenían el concepto de que Dios es el Todo, el Absoluto, Aquél que no se puede nombrar; Aquél que abarca todas las cosas; pero que el hombre es pasajero.
A diferencia de los Arios, que creen en una vida después de la muerte, que creen en los “Pitris”, protectores invisibles de la raza, los Semitas y en particular los Hebreos, no creen que el hombre subsista en el más allá. Les basta tener una vejez venerable y respetada; les basta que su nombre sea pronunciado con veneración después de la muerte y que el recuerdo del patriarca sea perpetuado en su raza.
Más allá no hay más que la nada, el silencio eterno, lo que el hombre no tiene derecho a investigar. En el más extraordinario de los casos, algunos hombres esclarecidos, serán arrebatados, aún con vida, hacia los reinos de Dios, para vivir junto a Él.
Las tribus nómadas de los Hebreos, o mejor dicho, algunas de ellas, se habían establecido en el bajo Egipto y tan se asentaron allí, que tomaron nombre propio, ya que eran denominadas Ben-Josef. Tomaron predominio sobre los Ben-Israel y los Ben-Jacob y los atrajeron hacia sí, dominándolos después y manteniendo sobre ellos un predominio aristocrático.
Pero las frecuentes invasiones nómadas habían debilitado a Egipto y a los Faraones y frecuentes revoluciones internas eran suscitadas por estos extranjeros en las provincias faraónicas.
Un joven Levi adscripto al servicio del culto Egipcio, llamado Moisés, levantó a los Hebreos contra los Faraones y a la cabeza de este pueblo los indujo a huir hacia el desierto de Canaan.
Nada tomó el pueblo Hebreo del culto egipcio ya que fue siempre considerado reprobable en Judea todo lo que recordaba el Egipto: el becerro de oro, la serpiente de bronce y otros ídolos. Lo único que mantuvieron fue el sacerdocio Egipcio copiado de los Levi.
Todo el culto Hebreo, como ya se ha visto, está basado en los cultos de Caldea y Asiria. Sin embargo, el puro culto primitivo de los Elohim, que había culminado en la bella figura patriarcal de Abraham y que era únicamente monoteísta universal, se transformó poco a poco en un monoteísmo racial: Yahve, el Jehova de los Judíos, no es ya un Dios Eterno que todo lo abraza, sino es el dios peculiar del nuevo pueblo, un dios reducido a una estrecha franja de tierra, a un corto número de hombres, a una relatividad personalista.
A medida que este pueblo se asienta en Canaan y se instituye como tribu fija condensa más en sí a este dios individual.
Se hace cada vez más obscuro el concepto espiritual de los Hebreos, a pesar del reinado de David y del Templo de Salomón, cuando más va progresando el esplendor terrenal, más cunde el materialismo entre ellos.
Pero el dolor y los profetas despertaron a este pueblo para mantener a través de las razas la herencia de la religión Semita.
En el cautiverio de Babilonia, lejos de Jerusalem, lejos de los esplendores de Palestina y de la grandiosa solemnidad de su Templo destruido, volvieron a pensar en la inmensidad verdadera de Dios y a prestar oídos a las palabras de vida eterna de sus profetas.
Vueltos a Jerusalem, por voluntad de Ciro, el gran Rey de Persia, restablecieron el culto más puro. Ezdra reúne las perdidas y desparramadas leyes del pueblo y amplía y establece definitivamente la Torah.
La vida espiritual florece y filosofías y hombres de religión proclaman la existencia del espíritu después de la muerte.
Los Saduceos, posteriores, son los materialistas, mientras que los Fariseos son los espiritualistas de Israel.
No sólo consideran la letra muerta de la ley, sino que estudian su parte esotérica y oculta. Y cuando los Cristianos nacientes quisieron adueñarse de los libros sagrados de los Hebreos, éstos no tuvieron inconveniente en cedérselos, dándoles así la letra muerta a los Cristianos y ocultando la parte esotérica que tuvo un bello reflejo en el Talmud.
Enseñanza 15: Los Romanos
Los Racenos, que con el correr de los siglos se llamarían Etruscos, fue un pueblo de extraordinaria civilización, como aún lo demuestran hoy los restos de monumentos descubiertos en las excavaciones de aquellas ciudades perdidas.
Pero otros pueblos, de origen Semita, y en particular aquellas tribus que después se llamaron Ligures, invadieron la península itálica, destruyendo a sus antiguos moradores e imponiendo sus leyes y religión, de origen egipcio y divino.
Empieza desde entonces el culto a los antepasados y la transformación del héroe y del jefe muerto de la tribu en Dios.
El origen de los antiguos Romanos es completamente mitológico y está basado en las creencias de todas las antiguas religiones Arias: un dios hecho hombre.
Rea Silvia, sacerdotisa del culto del fuego o solar, se desposa secretamente con el Dios Marte y es madre de Rómulo y Remo. Los dos niños están constituidos por una manifestación divina y humana. Abandonados en el río, los recoge un pastor y los amamanta una loba, símbolo esto del descenso de las almas puras a los mundos inferiores para conquistarlos.
Rómulo, después de haber matado a su hermano, fundó un pueblo de forajidos, que implantaron un reino a fuerza de brazo y de esfuerzo.
Por eso, como los Asirios, su religión se basa en la fuerza, el poder, la guerra, el orden, la ley y el militarismo.
La Suprema religión de los Romanos es el valor, la victoria en el combate y el engrandecimiento de su pueblo.
El único Dios, el único sacerdote, es el rey que los gobierna o el dictador o el emperador. No tienen otro dios que aquel orgullo indómito que nunca los detiene ni deja reposar.
El Águila ha de haber sido la primera imagen religiosa de los Romanos porque, como ella, quisieron levantar siempre más alto vuelo.
Después de hacerse grandes y de extender sus dominios extraordinariamente con el contacto de los Griegos, que tenían innato el sentido de la religión y de la mitología, eligen dioses.
Nunca tuvieron los Romanos dioses propios, sino copiados del Olimpo Helénico: Júpiter, rey del cielo, es el Zeus de Atenas, Venus es Afrodita, Marte es Ares, Apolo es Febo, Vulcano es Hefaistos, y así sucesivamente.
Pero con el culto y la imitación de los dioses griegos, decayó el concepto del culto familiar, del culto primitivo y fue así socavada la grandeza de Roma.
El pueblo romano fue en particular, o muy supersticioso o muy escéptico, y era tal su poder y esplendor, que atraía hacia sí todos los cultos de las demás religiones existentes.
En el tiempo del imperio eran innumerables las sectas que existían en Roma, a veces con mucho descrédito y empequeñecimiento de los dioses propios y de su culto. Era de esperar, por consiguiente, una reacción como la que ocurrió en el tiempo de los cristianos.
El imperio Romano había tolerado todo y había admitido a todos los dioses en su panteón; pero no podía renunciar a divinizar al hombre que lo gobernaba, porque sobre el poder casi divino de los soldados que lo dirigía, está el sostén y armazón de todo el imperio. De allí la persecución violenta que se desencadenó en contra de los cristianos, que negaban esa divinidad básica del imperio.
Ni en ciencia ni en filosofía, fueron ricos los Romanos, porque adaptaban los filósofos Griegos y las ciencias extranjeras, estimando la guerra como supremo interés y único anhelo del hombre.
Se puede dividir el período religioso Romano en tres etapas:
Primera: Aquella del culto natural y familiar del pueblo guerrero, que fue la de máximo florecimiento.
Segunda: El período de adopción de los dioses Griegos que fue el asentamiento del Imperio.
Tercera: El período cristiano que fue de rápido descenso para el gran Imperio de las águilas.
Enseñanza 16: Los Mongoles
Los orígenes de la civilización de China (Chun-Chin) se pierden entre las brumas de los tiempos védicos, pues Vedas fueron las tribus que se asentaron sobre el peñón de Chung-Yang, venciendo a sus primitivos habitantes, asimilándose y aclimatándose con ellos.
Este país, que se extiende desde el Tibet hasta el mar Amarillo, ha guardado mejor que ninguno el concepto de una religión divina, ya que, a semejanza de los egipcios ve en el emperador al ser supremo. Él gobierna a los hombres y a los dioses; el Panteón de los dioses chinos está sujeto en su categoría, a las órdenes del emperador, de allí el nombre de este reino: Celeste Imperio.
El emperador más antiguo y real, ya que las anteriores dinastías son únicamente mitos y leyendas, fue Yu de la dinastía de los Hia.
Él levanta ciudades, organiza ejércitos, combate a sus enemigos y sale siempre victorioso de sus empresas.
Desde entonces datan los anales Chinos, que son códigos perfectos en el orden social, moral y económico.
Pero quien transforma la grandeza imperial China en religión, es Confucio.
Transforma el orden militar en filosofía práctica: obediencia al rey, en devoción filial, como debe el hijo al padre, el hombre a Dios. Establece una disciplina que ha de cambiar el dolor humano en una felicidad continuada; mas, para que esto sea posible, es necesario que el dirigente, el jefe, sea perfecto y ajuste su vida a una estricta moral.
El libro de los Anales, escrito por él, se transformó en código, en texto religioso, que aún es guía de la alta aristocracia China.
Pero la religión de Confucio no se ocupa de la vida después de la muerte, pues es meramente materialista. Toda su finalidad consiste en proporcionar al hombre una vida más dichosa y cómoda.
El filósofo, el gran iniciado Chino de la metafísica, es Lao-Tsé; él enseña a los hombres la ciencia del alma; dice que todo lo que vemos es la manifestación de un principio sublime, oculto y fundamental y que la dicha verdadera es buscar aquella verdad única, que puede reintegrar el ser a su estado primitivo.
Yang, el principio masculino y Yin el principio femenino, son las dos fuerzas energéticas que mantienen al universo.
Lao-Tsé deja en la China un número tal de discípulos que forman un verdadero ejército y una religión que aún hoy subsiste, llamada Taoísmo. Tao significa sendero, la religión, pero con el tiempo la religión Taoísta, perdió los primitivos conceptos de espiritualidad pura y se transformó en una religión mágica. El sacerdote Taoísta es aquél que aleja a los malos espíritus, consagra los manes familiares, fabrica amuletos y reliquias y el licor extraído del melocotón, que es como un elixir de vida, un estimulante para rejuvenecer.
Pero la religión que más se difundió en la China fue el Budismo, aunque hoy predomina el Sintoísmo, que es una síntesis de las tres y sin embargo es independiente, basándose en el culto al fuego. El emperador profesa esta religión porque es la síntesis de las otras tres; la aristocracia sigue las leyes de Confucio; los sacerdotes y los sabios las de Lao-Tsé; el pueblo es budista.
El Budismo va tan estrechamente ligado a la figura de su fundador, que es imposible hablar de uno sin recordar al otro.
En Kapilavastu, pequeño reino del Penjab, nació el príncipe Siddhartha. Su madre, Devaki Maya, muere al darle a luz y él queda al cuidado del rey, su padre y de los sabios del reino. Crece sin conocer las miserias del mundo, entre las comodidades de su palacio. Joven, de veinte años, toma por esposa a una princesa vecina, siendo muy pronto padre de un niño.
Pero sobre la frente del hermoso príncipe flota una nube de duda infinita: el deseo de conocer la vida.
Por eso, sale un día de su palacio y al ver que los hombres sufren, envejecen y mueren, decide abandonar su corona y su familia, para buscar el secreto de la felicidad eterna.
De príncipe se convierte en Sanyasi que, mendigando su pan, recorre los caminos polvorientos en busca del Arcano.
Sigue el camino del estudio y del conocimiento, prueba los ejercicios yoguis tántricos; reduce por la penitencia su cuerpo a un esqueleto; recurre a las pruebas del amor místico; pero no encuentra el secreto.
Es entonces cuando, bajo el sagrado árbol del Bó, recibe la suprema iniciación y descubre el porqué del sufrimiento del hombre; el apego es la causa del dolor de la vida, de la muerte y del volver a renacer. Cuando el ser no tiene ya deseos, cuando la renunciación es absoluta, no sufre más, no viene más a la tierra y encuentra la eterna felicidad reintegrándose al No Absoluto.
Desde ese día empieza su misión en la tierra: enseñar a los hombres la senda de la felicidad, la senda recta.
Como una reacción producida en las conciencias religiosas acosadas por los muchos símbolos, ceremonias y leyes, se levanta poderoso el simple budismo arrastrando a la multitud.
Por donde pasa Buda, surgen los adeptos a millares.
Decía que los hombres eran todos iguales y con esto daba un golpe mortal al hinduismo, tan aferrado a la división en castas. Decía que Dios es el substratum de todas las cosas, y con esto derribaba y mataba de un golpe a los dioses milenarios. Decía que la obra recta es la única que debe ejecutar el hombre, destruyendo así otra creencia fundamental de la antigua religión, que fundaba el fruto de la vida futura más bien en el auxilio divino, que en la recta conducta.
Como cumbre de perfección ponía Buda el celibato; por eso iban tras él columnas de monjes que habían abandonado todo en el mundo para oír y practicar su palabra. Un día su propio hijo llegaría a él, para pedirle ser admitido en su comunidad.
No puede imaginarse el odio que suscitó la doctrina de Buda entre los Brahmanes. Pero con el odio nació el deseo de rivalizar con él; fue como una contrarreforma hinduista.
Surgieron hombres, entre las distintas sectas hinduistas, que comprendieron que no se podía combatir a hombre tan esclarecido, ni la doctrina tan útil, sino con las mismas armas. Comprendieron la necesidad de volver a la fuente primitiva de su religión, de beber en las páginas de los Vedas las verdades eternas que habían olvidado, para aplicarlas otra vez y profesarlas en sus templos y ceremonias. En una palabra: el budismo despertó la conciencia de la India, trajo la palabra de libertad a los hombres, que hasta entonces se habían sentido esclavos, y estimuló la rehabilitación de los Vedas primitivos.
Mas no fue en la India donde había de asentarse el budismo.
Muerto Buda, octogenario, en los brazos de su discípulo Ananda, empezaron las luchas otra vez, y no terminaron hasta que, dos generaciones después, los Chatrias, guiados por los Brahmanes, destruyeron a todos los budistas de la India y arrasaron esa religión en todo su suelo.
Pero la sangre de los mártires es siempre semilla de nuevos triunfos; la religión de Buda no había muerto. Sólo había sido transplantada a otras tierras más fértiles y más necesitadas de su auxilio espiritual.
ÍNDICE:
Enseñanza 1: El Manantial de las Religiones
Enseñanza 2: Los Vedas
Enseñanza 3: El Brahmanismo
Enseñanza 4: El Egipto
Enseñanza 5: Dioses Egipcios
Enseñanza 6: Ordenamiento de las Religiones
Enseñanza 7: Los Caldeos
Enseñanza 8: Los Asirios
Enseñanza 9: Los Persas
Enseñanza 10: Los Sargónidas
Enseñanza 11: Los Griegos
Enseñanza 12: Los Indios
Enseñanza 13: Los Galos
Enseñanza 14: Los Israelitas
Enseñanza 15: Los Romanos
Enseñanza 16: Los Mongoles
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